Ricardo Piglia. Una banda de nómadas

Por Reina Roffé

Con la publicación de la novela Respiración artificial (1980), traducida a varios idiomas, el nombre de Ricardo Piglia (Argentina, 1940-2017) despunta en la escena literaria latinoamericana por ser uno de los narradores que implementó con mayor singularidad una poética que se reafirma en narrar y, al mismo tiempo, descifrar el acto de escribir borrando los límites entre ficción y crítica. Tanto esta novela como las siguientes, La ciudad ausente (1992) y Plata quemada (1997), y los volúmenes de relatos, La invasión (1967), Nombre falso (1975) y Prisión perpetua (1988), han conformado una obra que ha sido y es objeto de numerosos trabajos académicos. Además de haber escrito guiones para cine, Piglia es autor de ensayos, algunos de ellos reunidos en sus libros Formas breves (2000) y El último lector (2005), entre otros.

“Hay una banda de nómadas
que están tratando de construir,
en medio de la intemperie de la cultura de masas,
un lugar, un pequeño refugio, y este refugio
está construido a partir de una lengua propia”.

-En Prisión perpetua, como en muchos de sus textos, aparecen personajes ligados a su historia personal, a su formación literaria. Cuando está estudiando en el Colegio Nacional de Adrogué, conoce a un profesor, Manolo Vázquez, que lo inicia en la lectura de los poetas clásicos españoles. Luego, en la ciudad de Mar del Plata, se relaciona con Steve Ratliff, una especie de Salinger secreto que lo introduce en la literatura norteamericana. Personajes que surgen en su vida y se trasladan a su obra como una suerte de mentores o maestros que van conformando algo parecido a una novela familiar.


-Por un lado, es una novela familiar, una construcción un poco más nítida de lo que es la propia novela de educación personal, que también construye ciertos mitos propios de autor. Quiero decir que, de un modo involuntario, inesperado, se construye como una lógica, un destino que no fue nunca tan nítido. Por lo tanto, son historias retrospectivas que uno arma posteriormente. Me alegra que haya recordado a Manolo Vázquez, ya fallecido, porque estaría muy contento de que estemos hablando de él en Madrid. Por cierto, antes de ir al colegio de Adrogué, yo estudiaba en uno de curas, en el que hice la mayor parte de la primaria y el primer año del secundario. Mi padre, que era peronista del ‘45, cuando se produce el conflicto entre la Iglesia y el peronismo (conflicto que, de hecho, crea las condiciones para la caída de Perón), me saca del colegio de curas, y eso para mí fue una bendición, un milagro. Entonces, en 1955, me lleva al colegio de Adrogué y el que viene como rector-interventor al colegio es este personaje maravilloso, Manolo Vázquez, profesor de historia y literatura, que son las dos cosas a las que yo me dediqué toda la vida. Evidentemente, dejó una marca importante en mí. Así que podríamos decir que hay, en algunas obras mías, una construcción, pero también hechos verdaderos, verificables. El caso de Ratliff, en cambio, es más ficcional, no tenía el perfil tan nítido que cobra en el relato de “Prisión perpetua” la historia de un gran escritor norteamericano fracasado que termina en Mar del Plata. Desde luego, tiene muchos elementos de lo real, porque había efectivamente un inglés, que le decíamos el inglés, que fue el que me hizo leer los primeros textos de literatura norteamericana, pero la historia no era tan pura, no era ese Salinger secreto que aparece en mi texto, pero esto no importa, lo que importa es la idea de que abre para mí la puerta de entrada a la literatura norteamericana.

-Pienso, también, en otro escritor y profesor, David Viñas, de mucho predicamento en la Argentina, que supongo forma parte de una historia de relación significativa para usted.

-David es un personaje importantísimo, digamos, como relación. Una relación de afecto, de admiración y de mucho respeto por la persona de David, pero nunca he sentido admiración por sus textos. Con él ha sido al revés de lo que me ha sucedido con otros autores. Porque he admirado mucho a ciertos escritores por lo que han escrito, aunque tuviera relaciones conflictivas con los sujetos. Con David me pasó al revés. Yo conocí a Viñas cuando publiqué mi primer libro, en el año 1967, y puedo decir con toda franqueza, porque él lo sabe, que siempre tuve con sus textos una relación de distancia. Nunca fue un escritor que yo admiré, ni siquiera por su obra crítica. En cambio, fue muy intensa la experiencia del conocimiento personal de él y del tipo de ideas que manejaba. Resulta paradójico, pero para mí es mucho mejor él que sus libros, aunque tiene libros muy buenos. Es un tipo con mucha capacidad de discusión, muy interesado por distintos ejes de debates, muy apasionado. Las discusiones con Viñas sobre literatura argentina han sido un punto de referencia importantísimo para mí. Me parece que el otro elemento que hay que destacar en David, y que ha sido una marca para muchos de nosotros, es la idea fija. David tiene la idea fija con la literatura argentina. Un día iba yo caminando por la calle, me acuerdo, y llevaba un libro de Mailer. Me vio y dijo: cómo estás leyendo a Mailer, hay que leer a Cambaceres. Eso me pareció admirable, ese interés de David por la literatura argentina, esa pasión...

-La idea fija, como se dice en Prisión perpetua, es una obsesión, un polo magnético. Hay, además, otro elemento biográfico que produce cierta tensión en su escritura. Me refiero a las mudanzas, a los traslados de una casa familiar a otra, de una pensión a otra. Usted nace en Adrogué, luego se va a Mar del Plata, poco después reside en La Plata y, más tarde, se instala en Buenos Aires. Mudanzas, de alguna manera, exilios que se reflejan en su escritura.

-Esa idea a la que apunta, la tensión entre escritura y mudanza, entre escritura y traslado (cambio de lugar, desfamiliarización), tiene mucho que ver con el lenguaje, con una construcción que no es la más espontánea. Construir una especie de relato de origen, lo que es verdaderamente un relato de origen para mí. Porque mi padre, después de la caída de Perón, comienza a sentirse, digamos, perseguido, acorralado. Por eso, de Adrogué nos mudamos a Mar del Plata.  El día que nosotros levantamos la casa, yo me pongo a escribir un diario. Entonces, de ahí esa conexión entre un exilio privado (opción un poco cómica de lo que se entiende por exilio, no era nada de exilio, por supuesto, aunque yo lo viviese así) y el lenguaje, la lengua, la escritura. Después del primer traslado, he vivido moviéndome de un sitio a otro. Me voy a La Plata, en La Plata vivo en distintas pensiones; luego, empiezo a circular por Buenos Aires. A veces pienso en algunos de mis parientes más próximos, primos míos que se criaron conmigo y vivieron siempre en el mismo lugar donde nacieron. Es algo que miro con nostalgia.

-¿Es cierto que ese diario que usted empezó a escribir a los quince años, en 1955, lo ha vendido a la Biblioteca de la Universidad de Princeton?

-También en eso hay algo de construcción ficcional. Existe un acuerdo con la Universidad de Princeton para que, en algún momento, yo les entregue el manuscrito. Pero, mientras tanto, el manuscrito está en mi casa.


-Un diario del que usted extrae material para sus libros. ¿Suele releerlo con frecuencia?

-Nunca he hecho la experiencia de leer el diario desde el principio hasta el fin, porque me parece que cuando haga eso me voy a morir. A veces, azarosamente, leo algunos cuadernos, es una experiencia muy extraña. Son muchísimos, porque un año lleva más o menos cuatro o cinco cuadernos. Leo alguno de ellos de vez en cuando y encuentro ciertas pistas. En mi libro, Formas breves, he puesto dos partes del diario.

-En 1965, usted fue director del único número de la revista Literatura y Sociedad. ¿Qué intentaba esta revista y qué función cumplieron para usted publicaciones como Contorno, El escarabajo de oro, Punto de Vista, entre otras?

-En 1962, gano con el cuento “Mi amigo” uno de los premios que otorgaba El escarabajo de oro, y me acerco al grupo que hacía esta publicación. Después, diferencias literarias y políticas producen que me retire de esta revista junto con el escritor Miguel Briante. Es con Briante que hacemos Literatura y Sociedad. Entre el 1962 y 1982, es decir, durante 20 años, yo siempre estuve cerca de alguna revista. Primero fue El escarabajo de oro, después Literatura y Sociedad, luego una revista que se llamó De la Liberación, más tarde Los libros y después Punto de Vista. De modo que las revistas han sido para mí una especie de laboratorio de las experiencias de pensar la literatura, la cultura, la política en la Argentina. El caso de Literatura y Sociedad fue un intento, cortado por la dictadura de Onganía, de crear una revista que pensara esa relación y con una lógica que no fuera la del marxismo clásico; buscábamos una conexión vía Pavese, Brecht, que era lo que nos interesaba en esa época. Fue una experiencia que miro con nostalgia. De esto hablábamos con el poeta Alberto Szpunberg hace poco, en Barcelona, porque Szpunberg también estaba con nosotros en aquel momento. Hacer revistas era una forma de convertirse en escritor en la Argentina.


-Hacia 1967, apenas transcurridos dos años desde que se instala en Buenos Aires, usted ya dirige varias colecciones para la editorial Jorge Álvarez. Por ejemplo, una serie de novela negra. Es también en 1967 cuando aparece su libro de cuentos, La invasión, y obtiene el Premio de Casa de las Américas. ¿Era habitual, en aquellos años, acceder a la escena literaria de forma tan rápida?

-Yo he contado de manera fragmentaria esta experiencia que, por otra parte, condensa la de muchos otros escritores. Como usted sabe, yo estudié Historia en La Plata y me instalé en Buenos Aires hacia fines de 1965. Vino el golpe de Onganía. En 1966, estoy todavía en la Universidad, pero todo el mundo renuncia a la Universidad. Entonces, Jorge Álvarez, que ya ha leído algunos relatos de mi primer libro y me ha publicado, inmediatamente empieza a ofrecerme trabajo, una cosa bastante extraña si uno lo piensa desde la perspectiva actual. Y yo le propongo hacer una colección de novelas policiales, es decir, una colección que sea antagónica a la de Borges; este, en verdad, es el modelo. Borges ha hecho una colección muy exitosa, muy bien hecha de novelas policiales de enigma, pero yo le digo a Álvarez:  hagamos una serie con ediciones literariamente cuidadas de la tradición norteamericana. Álvarez crea editoriales satélites: La flor, Galerna, Tiempo Contemporáneo y, para esta última, dirijo esa colección. Entre el 1967 y el golpe militar de 1976, básicamente me dedico a este tipo de trabajos. Hay algo que forma parte de la experiencia de América Latina y, quizá, de España también, y es lo siguiente: lo que nosotros vivimos en aquel momento era la existencia de dos culturas. Existía una cultura estabilizada, oficial, donde había grandes escritores, como Borges y Bioy Casares, que tenían sus diarios y sus revistas, y después había una cultura alternativa, de izquierda, con sus revistas, sus pequeñas editoriales, ofreciendo la posibilidad de moverse en un ámbito fuera de lo establecido. Es imprescindible conocer este doble vínculo para entender lo que podía ser en aquel entonces la experiencia de un escritor joven. Todos estábamos ligados a revistas y editoriales alternativas y teníamos relaciones muy fluidas con otros escritores mayores y más conocidos que nosotros. Por ejemplo, Viñas, que era un escritor ya consagrado, me viene a ver cuando yo entro con mi primer libro en Jorge Álvarez, y nos hacemos amigos. Viñas, y además Rodolfo Walsh y Paco Urondo, que también eran escritores muy conocidos. Esto fue posible porque todos formábamos parte de una cultura distinta de la establecida. Creo que esto explica el modo tan fluido en que se producían, digamos, iniciaciones, irrupciones de escritores jóvenes en la cultura argentina. Ahora es mucho más difícil.

-Durante los años de la última Dictadura militar argentina, usted coordina, como muchos otros escritores, grupos de estudios que funcionan fuera del ámbito universitario. Seminarios, talleres literarios que, en aquel momento, se afianzan desde la esfera privada como una forma de resistencia cultural. ¿Cómo fue su experiencia en este sentido?

-Mi formación es como historiador, pero mi relación con la literatura define mi ámbito de trabajo. En 1974, doy un curso a un pequeño grupo de sociólogos y antropólogos. De la gente que está conmigo en este curso surge la idea de hacer un grupo de estudio, cosa que ya era bastante común en la Argentina. Entonces, a partir del 1975-1976, empiezo a constituir otros grupos; tres, de unos treinta estudiantes más o menos, y nos reunimos en mi casa durante todos los años de la Dictadura. Lo mismo hace la que era mi mujer en aquel momento, Josefina Ludmer, como también otros críticos y narradores. Es decir, empieza a funcionar una especie de universidad paralela, porque la Universidad había sido copada por los hombres que le hacían el caldo gordo a la Dictadura; por otra parte, la mayoría de los profesores que trabajaban en la Universidad se habían retirado de allí y los estudiantes habían ido a buscarlos para formarse con ellos. Para mí fue una experiencia intensísima y muy productiva.


-En Respiración artificial, ¿el personaje del senador Osorio -hombre tullido, paralítico de ambas piernas, según usted lo describe- es, de alguna manera, una figura que encarna el sentimiento de invalidez que experimentaron los argentinos durante la Dictadura?

-Cuando terminé la novela me di cuenta de que estaba muy cargada de la energía o de la pulsión de vivir esa época. Esto no estaba volcado de modo directo en el libro, pero había un universo que, en cierto sentido, transmitía la experiencia de vivir en condiciones de opresión extrema, de censura y control. Creo que hay dos personajes explícitos en la novela: uno es el senador, modelo de lo que éramos los intelectuales en ese momento, un hombre que habla solo; otro, es el censor, un tipo que se la pasa leyendo cartas. Nosotros teníamos miedo de que la correspondencia con los amigos que estaban exilados, por ejemplo, David Viñas, fuera interrumpida, censurada.

-Respiración artificial es una novela que empieza con una pregunta y continúa con una serie de interrogantes, muchos de los cuales se presentan como búsqueda de aquellos relatos paralelos de la historia que permitan organizar un sentido cierto. Pero hay otras preguntas, le recuerdo una: “¿Quién de nosotros escribirá el Facundo?”.

-Sí, por un lado, esa pregunta un poco desesperada, y también otras que circulan entre los personajes: cómo narrar sucesos reales, cómo contar esto que está sucediendo, qué quiere decir la memoria, la tradición argentina. Temas condensados en esta novela que, después, se convirtieron en una discusión más general, en la que estamos todos incluidos: cómo elaborar históricamente una experiencia como la del genocidio, la Dictadura, los desaparecidos. Esa es una, y la otra es a la que usted apunta: quiénes son los que realmente permiten construir un relato histórico o un relato sobre la historia, que no siempre son, como sabemos, los que escriben las versiones estabilizadas del pasado.  Yo siempre digo, medio en broma: la historia la escriben los vencedores y la cuentan los vencidos. Los vencidos, las mujeres, en fin, todos los que han sido vencidos en el sentido alegórico de esta expresión, y cuentan oralmente o relatan en microrrelatos la historia paralela.

-Emilio Renzi, narrador-protagonista en gran parte de sus novelas y cuentos, es en Respiración artificial educado en más de un sentido por otro personaje, Maggi, que le envía mensajes cifrados, entre otros: “La historia es el único lugar donde consigo aliviarme de esta pesadilla de la que trato de despertar”. En otras palabras, ¿la revisión del pasado nos permite ver una salida, allí donde no parece haber salida?

-Claro, donde todo está clausurado. Creo que en el libro esto se presenta como el leitmotiv. Maggi le juega a Renzi, que es un esteta, a invertirle la frase de Joyce: estoy en una pesadilla de la que trato de despertar. Y él le dice: no, en realidad, la cuestión es al revés. También está la idea de que Kafka es el que se mete en la pesadilla de la historia y trata de contarla, no la evita como Joyce, que dice: no quiero estar ahí, esta pesadilla de la que trato de despertar es un horror. Entonces, esos temas que aparecen, como bien dice, cifrados y de manera alusiva forman parte del debate implícito entre Maggi y Renzi. Respiración artificial es, en efecto, una novela donde también hay un maestro, porque Maggi educa a Renzi, le va diciendo a quién tiene que ver y le proporciona datos para sacarlo de ese lugar en el que está, que es el del esteta absoluto, pues solo le importa la literatura. Maggi lo mete en la pesadilla de la historia.


-En 1992 aparece su segunda novela, La ciudad ausente, en la que se percibe, quizá con mayor énfasis que en el resto de su obra, la imposibilidad de esbozar un proyecto inmediato para un país y un mundo donde el poder, los poderes en vigencia, imponen desintegración. ¿Está de acuerdo?

-Sí, aunque no fue deliberado. Cuando empecé la novela, lo que en realidad quería escribir era esa historia en torno a la mujer, a la máquina, y un cierto relato social que juega alrededor. Pero si tomo distancia, podría decir que es un libro que cuenta lo que vivimos, en el sentido de que la realidad está muy manipulada, pues el Estado construye realidades continuamente; la resistencia frente a eso es fragmentaria, microscópica. De modo que ésa podría ser una buena manera de sintetizar el libro.

-La ciudad ausente se transformó en una ópera que usted hizo con Gerardo Gandini. También escribió guiones cinematográficos. En cierta ocasión dijo que escribir guiones era una manera de fantasear con la posibilidad de participar en un trabajo colectivo. ¿Sigue pensando lo mismo?

-Hacer guiones fue una ilusión fugaz. De cualquier forma, los años que le dediqué fueron importantes para mí. Porque es cierto que la escritura es una práctica muy privada, muy solitaria. Entonces, cuando surge la oportunidad de hacer algo con otra persona durante un tiempo, nos ilusionamos. La experiencia con Gandini a mí me transformó totalmente. Trabajamos y construimos juntos una obra que, en realidad, funciona porque tiene esa música, no por el libreto. La experiencia del cine, sin embargo, estuvo llena de movimientos múltiples. Fue muy interesante trabajar con directores como Babenco, María Luisa Bemberg y en adaptaciones de textos de Silvina Ocampo, Onetti.  Pero un escritor va a perder en el cine, porque no puede controlar el material, nunca tiene la última palabra. Es como en la relación con los editores, pero multiplicada por doscientos. La película siempre es del director.  De modo que fue una etapa productiva, pero creo que está cerrada para mí. En cambio, lo de mi trabajo con Gandini continúa. Ya estamos pensando en otra ópera que tendría como punto de partida ese relato que está en Prisión perpetua, que se llama “El fluir de la vida”, basado en la hermana de Nietzsche. Ya tenemos un primer boceto.

-¿El guion tiene, por su inmediatez, características del folletín?

-Sí, porque uno se convierte en una suerte de asalariado. Por un lado, es muy gratificante escribir y, al mismo tiempo, recibir dinero. Resulta seductor vivir seis meses, por ejemplo, del relato que estás escribiendo. Ese relato tiene mucho de la inmediatez de lo oral; un guion es algo que se habla mucho, que se conversa, que se cuenta, y la escritura no es el paso central como en una novela. Quiero decir, en la medida que se escribe, uno va sabiendo en qué se convertirá la novela. En un guion, todo es más directo.


-¿Le gustó la película que hizo Marcelo Piñeyro basada en su novela Plata quemada?

-Yo no tuve participación en esta película; es decir, me mantuve al margen del proceso de realización.  Lo que sí hice fue ceder los derechos del libro, porque me parece que la decisión que debe tomar un escritor es si quiere o no que se haga una película con su novela.  Después, el tipo de película que se hace es algo que uno no puede controlar. Puede controlar o decidir que ciertos directores se hagan cargo o no del proyecto, nada más. En el caso de Piñeyro, él es un profesional; antes de que empezara a escribir el guion, hablamos y me dijo algo que a mí me pareció muy coherente: de mi novela lo que él quería rescatar fundamentalmente era la historia de amor entre los dos personajes masculinos. Y a mí me pareció que era una buena perspectiva para adaptar el libro y no hacer solo una película de acción. Para Piñeyro el motor de la trama era la historia entre esos dos hombres. Ahora bien, la manera en la que él entiende la historia entre dos hombres es otra cuestión; el modo en que Piñeyro, o su guion, entiende cómo funciona eso es algo que forma parte de su imaginario y decisión artística. Él está haciendo su propia obra a partir de ese aspecto que toma de la novela. Es decir, hubo un acuerdo: Piñeyro me dijo algo que a mí me pareció bien, después él le dio a eso un matiz propio. De todas maneras, la película me parece digna. En cuanto al matiz, hay un toque que podríamos denominar de pornoshop, una especie de estética de revista gay o exteriorización publicitaria de lo que es ese mundo. Esto, en su peor momento; en el mejor, la película tiene intensidad, tiende a lo metafísico, es una película sobre la espera.

-¿No se siente traicionado?

-Así como no he querido interferir, tampoco quiero caer en la pose del artista que dice: “yo me siento traicionado”, porque ése no es el código correcto. Si uno piensa así, no tiene que darle la novela a nadie. Tengo otra experiencia en el cine con un director que admiro muchísimo, Alejandro Agresti, que hizo Nombre falso. Cuando veo Nombre falso, entiendo que ése es mi mundo, pero, al mismo tiempo, es el de Agresti.

-En la película Plata quemada, la relación que establecen los mellizos con las mujeres me recordó el cuento “La intrusa” de Borges.

-Creo que las mujeres están peor tratadas en la película que en la novela.

-Las dos que aparecen son unas delatoras.

-Sí, las dos únicas mujeres que aparecen son las que generan la desdicha, dan el soplo a la policía, cosa que en la novela no es así. Bueno, esto forma parte de las percepciones que cada uno tiene con respecto a cómo se construyen los destinos y las tragedias. Para mí, lo importante de la cuestión es lo que pasó en Buenos Aires con la película, que hizo que yo la defendiera y no fuera crítico, sobre todo debido a la reacción generada por la homofobia que hay en la Argentina.  La liga homosexual, los jóvenes que luchan por los derechos de los homosexuales, sacó una declaración buenísima diciendo que prohibir la película para menores de 18 años era no tener en cuenta que había jóvenes de identidad sexual indecisa o en relación con lo que la película mostraba y, por lo tanto, para un joven que tenía esa identidad sexual era natural ver lo que allí se mostraba, en una película en la que también había relaciones heterosexuales.

-Por lo visto, hablar de Plata quemada es también hablar de pleitos. Cuando esta novela recibió el Premio Planeta que otorgan en Buenos Aires, una revista lo acusó de fraude alegando que su libro entró en concurso cuando ya tenía asegurada su publicación por la misma editorial que le dio el premio. ¿Hay toda una novela sobre la novela?


-En efecto, Plata quemada arrastra una problemática de ley y de escándalo. La transgresión que el libro tematiza con el dinero, el juego, etc., ha producido efectos sociales. Esto pienso cuando adopto una posición, digamos, benévola; cuando no, y en relación con el Premio Planeta, creo que operó lo siguiente: la cultura, hoy en día, no puede ser noticia si no va acompañada por un efecto de escándalo. Es imposible imaginar que una revista le dedique su tapa a un hecho cultural si ese hecho no está asociado a un escándalo que los mismos periodistas producen, inventan. El escándalo se desató porque alguien que había sido un empleado de Planeta, que no pienso nombrar, llevó a la revista cierta información que él mismo imaginó.

-¿Cultura del espectáculo?

-Claro, ése es el punto en el que yo puedo pensar la cuestión, porque lo demás son calumnias, asuntos de conflictos internos del mundo editorial. Además, si alguien acusa o denuncia irregularidades en un concurso literario, tiene que acusar al jurado, no al escritor. Si el jurado fue comprado o presionado por el editor, etc., etc. El hecho fue ése: la cultura solo puede ser tema de discusión si viene acompañada por el escándalo. Lo sucedido me confirmó lo que yo ya sabía, pero a uno no le gusta ser objeto de algo así, por más que lo sepa. Fue una experiencia demoledora para mí.

-¿Los personajes de esta novela queman la plata, el dinero, y resisten la arremetida policial no por conservar el dinero, sino por algo que parece formar parte de una épica propia del perdedor?

-Por ahí pasaba para mí el enigma del libro. Porque yo tenía la historia, tenía la trama resuelta desde el principio, cosa que nunca tuve con mis libros anteriores; quiero decir, una trama tan estructurada como la de Plata quemada. Entonces, me dije: para escribir la novela debo tener un enigma, algo que yo no conozca, que no sé. El enigma era por qué esos hombres, unos malandras de la ciudad de Buenos Aires, perdidos por ahí, se habían convertido, de pronto, en una especie de figuras épicas, de seres decididos a resistir, porque eso es lo que hacen en la realidad; lo que ellos hacen es ver cuánto duran, es una lógica de la épica. Dicen: muy bien, están todos estos que nos quieren matar, nosotros vamos a ver si son capaces de matarnos antes de las dos de la mañana o antes de las doce del mediodía. Es decir, funciona una lógica de confrontación pura. No lo hacen por nada que uno pueda explicar, no lo hacen por la plata, lo hacen porque sí. Esto los convertía en unos tipos muy atractivos. El enigma de la conciencia de esos personajes fue lo que hizo que yo escribiera la novela tal cual la escribí. En realidad, lo que traté de entender fue cómo funcionan los sentimientos y la cabeza de seres tan distintos a mí.

-Después de Respiración artificial, ¿podríamos decir que Plata quemada es la novela que usted deseaba escribir como la descripción de una batalla que contiene un relato criminal y una historia política, en tanto que La ciudad ausente es un gran laboratorio de escritura?

-No lo había pensado. Es cierto que, en un momento, yo digo que me gustaría escribir una batalla y, en verdad, eso es Plata quemada. Cierto, también, que La ciudad ausente es una especie de experimento, en el sentido científico de construcción artificial de una experiencia. Ahora bien, si Plata quemada resiste, creo que se percibirá -así como se fue percibiendo en Respiración artificial, con el paso del tiempo, que la novela no era solamente una alegoría de la Dictadura, sino que también se refería a situaciones de opresión más generales- que en ella entra en juego un experimento con el lenguaje, un trabajo con una lengua bajísima, anti-literaria, ése fue el desafío para mí. Cómo se puede escribir una novela, pensaba, en la que ninguno de los datos de estilo que yo he manejado siempre, entren; cómo puedo escribir una novela en la cual la relación del mundo lingüístico de los personajes esté casi pegada a ellos. ¿Por qué uno escribe libros? Yo escribo porque tengo un enigma o un género que me ayuda; siempre hay algo que no entiendo bien, que no conozco del todo, y trato de que la novela me ayude a entender. También funciona la búsqueda: cómo se puede renovar un género, por ejemplo.  En un caso, era la novela histórica; en otro, la ciencia ficción; y en el caso de Plata quemada el género policial.

-Tanto en Plata quemada como en algunos relatos suyos, por ejemplo, en “La invasión” y “El Laucha Benítez cantaba boleros” aparece el tema de la homosexualidad. Precisamente, en aquel relato hay un tratamiento narrativo vinculado al “voyeurismo”. Emilio Renzi mira con curiosidad y estupor las relaciones que mantienen, cada noche, dos presos con los que comparte celda.

-Siempre tengo un título de trabajo que después cambio. La ciudad ausente se llamaba La fortaleza vacía; Respiración artificial, La prolijidad de lo real; Plata quemada, El asedio, y La invasión se llamaba Entre hombres, ése era el título para mí del libro. Historias entre hombres. Yo no tengo la percepción de que las relaciones entre hombres se definan exclusivamente por identidades sexuales fijas. Por eso, me interesa mucho el tipo de relaciones sexuales y sentimentales que pueden establecer sujetos masculinos cuya identidad parece antagónica al estereotipo social, lo que se entiende por homosexual en el mundo actual. En efecto, en La invasión hay dos o tres relatos que abordan el tema. Uno se titula “Tarde de amor”, y en él, dos jóvenes se apasionan mirando a una pareja y escuchando una relación que se supone puede ser una violación o una relación entre ellos, no se sabe cómo va a resolverse. Después está el relato que ha mencionado, que es el primer relato de Renzi; Renzi está haciendo el servicio militar y, por una falta menor, es enviado al calabozo. Allí asiste a una relación entre dos chicos y mira eso de un modo que puede ser de atracción o de pavor. Luego, hay otro relato, que escribí al terminar “La invasión”, que se llama “El laucha Benítez” y es una historia entre dos boxeadores. De modo que siempre he buscado trabajar ese tipo de relación en personajes que, a primera vista, no parecen responder para nada al estereotipo del homosexual: boxeadores, maleantes, gente del ejército.

-¿Entonces no solo se trata de escenificar la diferencia, sino de poner sobre el tapete la ambigüedad, un discurrir entre la hetero y la homosexualidad?

-Y la fluidez. Sí, escenifico la tensión que existe ahí y, obviamente, la atracción. El voeuyerismo en “La invasión” está muy ligado a la técnica narrativa con la que yo estaba copado en ese momento, que es la de Henry Miller:  narrar la conducta de un voyeur que está siempre mirando a los demás con una especie de fascinación; Hemingway también era un fascinado por este tipo de universo.

-En el epílogo de Formas breves, usted dice: “...la crítica que escribe un escritor es el espejo secreto de su obra”. A propósito, hay algo que vuelve en casi todos sus libros, que se traslada de uno a otro: entrecruzar ficción y crítica.

-Esto ha terminado por ser una especie de espacio en el que me muevo con cierta insistencia. Formas breves, en teoría, sería un libro de crítica, pero en realidad es un libro de relatos. Sin pretender hacer un juicio de valor, a mí me interesa un tipo de escritores (esto no quiere decir que sean mejores que otros ni que yo me sienta al nivel de ellos) que están, digamos, en una tradición paralela a la novela. Por ejemplo, John Berger, Calvino, Claudio Magris. Ellos trabajan mucho con la autobiografía, la teoría y el relato, en una especie de combinación un poco heterogénea desde el punto de vista del género. Yo veo ahí, no digo un camino (me parece petulante), pero sí un sendero por el que la literatura contemporánea está avanzando.

-En una ocasión, usted dijo que Emilio Renzi es el joven esteta que mira el mundo con desprecio, pero se trata de un personaje que se va educando a nivel político y literario, a nivel personal. ¿Sigue ostentando esa mirada de desprecio?

-Sexualmente también... Es difícil saber qué está pasando con él. Yo ahora estoy escribiendo una novela que lo tiene como personaje central y como narrador, un poco como sucedía en Respiración artificial. Entonces, aquí volvemos a la cuestión de la “idea fija”, el personaje tiene esa marca, es un personaje que yo lo identifico inmediatamente con esa mirada (que no es la que a mí me interesa más) que tiende a ficcionalizar, relativizar, estetizar la realidad. Mi ilusión es que en la nueva novela el personaje cambie, que se produzca en él algún tipo de modificación. Es una novela que transcurre durante la época de la Guerra de las Malvinas. Así que veremos qué efectos produce. Él está en un departamento desde el cual yo veía pasar las manifestaciones de la gente que apoyaba la guerra y después las manifestaciones desencantadas. Un escenario raro. La novela se llama Blanco nocturno, no sé si después le cambiaré el título. En ella veremos qué está sucediendo con Renzi, porque el Renzi de Respiración artificial es posterior al de Plata quemada. Su cronología es un poco errática.

-Su fascinación por la novela policial se debe, dijo usted una vez, a que “siempre están planteando qué es la verdad, qué es la ley, qué es el poder. Obligan a pensar la verdad sobre el terreno social”, mientras, además, entretienen. ¿Entretener es una mala palabra?

-No, pero es una palabra que debe ser tomada con cautela, porque a menudo hay escritores o críticos que sostienen una posición, que yo caracterizo como anti-intelectual, que responde a la demanda de la cultura de masas; la cultura de masas tiende a ser anti-intelectual y a pensar que el escritor se debe al público, al espectador. A veces, también, se habla de entretener para sacarse de encima obras que no deben ser juzgadas con ese parámetro. Hay gente que dice: “me aburre Proust”, o que le parece imposible que alguien se interese por el Ulises de Joyce, cuando es mucho más interesante Graham Greene. Bien, yo no niego que me gustan las novelas de Greene, pero cuál es el criterio con el que uno mide la calidad literaria. Entretener es un elemento que forma parte de la lógica misma del relato. Si uno no consigue capturar el interés del otro, no hay una razón que funcione, pero entretener a veces funciona como una censura respecto a formas de la literatura que no tienen de un modo inmediato ese efecto. En este sentido, se podría decir que Felisberto Hernández o Clarice Lispector son menos entretenidos que otros que no son tan buenos como ellos. Es un elemento importante, pero no puede ser el único.


-Borges, culto, de derecha; Arlt, inculto, de izquierda. Así se veía, en una época, a estos dos escritores. ¿Esto hizo que usted comenzara a armar otro mapa de la literatura argentina, leyera la cultura que hay en Arlt y situara a Borges en la trama de la gauchesca de Sarmiento?

-Cuando yo me inicié como escritor en 1961 o 1962, la oposición Arlt-Borges funcionaba como un esquema de organización de las posiciones políticas también. Es decir, la izquierda estaba con Arlt y la derecha con Borges. La idea de que había que modificar esta estructura era un elemento que no solo tenía que ver con intenciones académicas o literarias, sino con lo siguiente: cómo se colocaba uno. La revisión de esa oposición no fue solamente el resultado de una decisión abstracta, sino la necesidad de crear un mapa en el cual pudiera moverse un escritor que empezaba y se encontraba con esos fantasmas. Yo tuve discusiones con Viñas sobre Borges y Arlt, y también con amigos próximos, gente de la revista Contorno que leía a Arlt como un escritor muy bruto. Las discusiones en este sentido, las muy intensas, son las que uno mantiene en los bares cuando es un escritor que comienza. Es decir, no eran discusiones académicas.

-En Formas breves, usted prescinde de los parámetros académicos. ¿Quizá porque en sus textos opera más el hacer creer de la ficción?

-Hay un procedimiento, sobre el que yo digo algunas cosas en el relato que cierra Prisión perpetua, que a mí me interesa mucho y responde al concepto de experimento y caso falso que utilizan los científicos construyendo ciertas pruebas. Por eso, yo me dije: en vez de trabajar con los relatos reales con los que un crítico escribe (por ejemplo, para probar la literatura fantástica se habla sobre Borges), por qué no trabajar sobre casos que uno inventa. Ahí fue cuando empecé a trabajar la crítica de una manera distinta. En vez de decir en Rayuela hay un personaje que vive entre París y Buenos Aires, por qué no inventar un relato que ayude a entender esa noción.

-En Formas breves existe, precisamente, una noción que impregna su escritura: concentrar, destilar, ceñirse a la esencia de una idea. Despojar el texto de toda retórica. Para buena parte de los escritores españoles y latinoamericanos esta escritura resulta casi inconcebible.


-Porque son expansivos. En la destilación estaría lo que podríamos llamar la tradición del Río de la Plata, aunque hay muchas tradiciones. Me refiero a la que practicaban Silvina Ocampo, Borges, Cortázar en sus cuentos, quienes nos han educado sobre la idea de perfección formal como un elemento que tiene que ver con la concentración, que no es la única idea de perfección formal que uno debe tener, por supuesto. Lezama Lima y otros autores son expansivos y extraordinarios. Pero nosotros, en el Río de la Plata, nos hemos construido una poética muy ligada a la idea de que la concentración, la destilación, la cristalización son virtudes formales que acercan la narrativa a la poesía.

-Parafraseándolo, ¿podríamos decir que sus ensayos pueden ser leídos como páginas perdidas en el diario de un escritor y también como los primeros pasos y tentativas de una autobiografía futura? Autobiografía que es, según entiendo, recuperación, búsqueda de un sentido de pertenencia.

-Aquí también debería moverme un poco a ciegas para decir si es eso lo que estoy haciendo, porque sería lo menos consciente en mi caso. Las pérdidas, las pertenencias, los lugares, las mudanzas no aparecen de modo deliberado en mi escritura, pero son elementos que unirían distintas experiencias de escritura en mis libros. De todas maneras, esto que señala está más ligado a lo que yo estoy escribiendo ahora.  Si bien puedo encontrar algunos de estos aspectos en textos muy arcaicos, me parece que el trabajo con la tensión entre autobiografía, investigación, ficción es lo que estoy haciendo en este momento.

-¿La crítica literaria trabaja para acabar con las incertidumbres que presenta un texto o para introducir otras?

-La buena crítica se hace para introducir otras y producir desajustes.

-Lo cito: “El arte del cuentista consiste en saber cifrar la historia 2 en los intersticios de la historia 1”. Cortázar decía que el cuento debe actuar como un temblor de agua dentro de un cristal.

-Es la misma imagen, muy buena, no me acordaba de esa frase de Cortázar.

-Un autor silenciado en Formas breves.

-Pero no por falta de admiración de mi parte. He tenido con él una relación confusa, como ocurre con los escritores que uno admira. Escribí un texto muy polémico en el año 1973 o 1974 a propósito de Libro de Manuel, porque me pareció que traicionaba cierta poética que Cortázar había mantenido hasta ese momento. En función de ciertos acuerdos políticos se había puesto a hacer algo que no era, según mi parecer, lo que él tenía que hacer. Yo tampoco tenía mucho derecho a decírselo, pero, en fin, escribí ese texto. Sin embargo, ahora he publicado en Casa de las Américas una conferencia que di sobre Cortázar, resultado de un curso que dicté en la Facultad de Filosofía y Letras de Buenos Aires, curso del cual Formas breves es también un efecto, porque me pasé un semestre trabajando sobre los cuentos, y el curso se llamaba “Formas breves”, es decir, los cuentos de Cortázar. Tengo con él, digamos, una relación conflictiva, quizá porque lo siento más cerca que a Borges, porque con Borges siento una relación de distancia. Tengo intenciones de escribir un capítulo sobre Cortázar en otro libro de ensayos.

-Interpretando períodos de la historia argentina reciente, usted dijo que durante la Dictadura se dio un relato médico: el país está enfermo, hay que intervenirlo, lo que desencadenó violencia, muerte; luego, en la época de Alfonsín, funcionó el relato psicológico: surgió la culpa y la necesidad de hacer un examen de conciencia. Durante los gobiernos de Menem, se hace significativo el discurso de los economistas, comentó, quienes quieren controlarlo todo, incluso el lenguaje. Es decir, en cada momento brotan narraciones dominantes producidas por el Estado y los medios de comunicación. Circula, lo cito, una fábula que organiza la experiencia del conjunto. ¿Cuál es la que circula en estos momentos?

-Persiste la fábula económica, la utilización del relato de la economía como modelo de eficacia y lógica social. Creo importante marcar ese tipo de mirada que los escritores tenemos sobre lo social, que no son miradas sobre los datos duros de la sociedad, quizás otros están más capacitados para hablar de política de esa manera, pero los escritores y críticos literarios tenemos la posibilidad de decir cosas sobre el funcionamiento social que, a veces, los científicos sociales no saben ver.  Es decir, nosotros podemos ver cómo se construyen esos relatos, no solo qué tema tienen.

-¿La sociedad argentina es una sociedad paranoica? ¿No hay un lugar privado seguro? ¿El mundo actual se presenta como una amenaza?

-Creo que ha habido desplazamientos. Entre el golpe de 1955 y el de 1976, y hasta el advenimiento de la democracia en 1983, durante todo ese período de dictaduras, nosotros hicimos la experiencia de que no había vida privada; la política interrumpía los proyectos personales de manera brutal, hacía que masas de gente se murieran, se exilaran. Por lo tanto, la idea de vida privada y vida política separadas, que es la que funciona en sociedades democráticas, era imposible concebirla en la Argentina. Por eso, uno era paranoico, porque cualquier decisión personal estaba cruzada por procesos políticos, decisiones militares, policiales. Éramos paranoicos para sobrevivir. Y ahora me parece que eso se ha desplazado hacia ideas de amenaza a la propiedad, a la vida. Se ha impuesto una especie de thriller. No es el Estado quien ahora amenaza, sino los efectos de la política del Estado.

-En cierta ocasión, una amiga norteamericana me dijo que ella reconocía a los argentinos fuera de su ámbito, por ejemplo, en un aeropuerto internacional, porque se juntaban entre ellos y parecía que estaban conspirando. Me resultó curioso, sobre todo relacionándolo con algo que usted dijo: “la ficción paranoica supone la existencia de un complot. La percepción que tiene un sujeto de lo político cobra siempre la forma del complot”. Complot, conspiración, elementos que despuntan en las obras de Arlt, Marechal, Borges, Cortázar. ¿Es, la argentina, una sociedad de conspiradores y perseguidos?

-Alguien que, desde afuera, observa este rasgo puede entenderlo así, pero nosotros tendemos a definir, más que por características propias de la sociedad (los argentinos son de tal modo o la esencia argentina es de tal modo), la existencia de ciertas tradiciones. Por ejemplo, la literatura argentina ha definido una tradición, o parte de ella la ha definido, donde está la lógica del complot, de la conspiración, de la amenaza, de la sospecha fuerte. Y quizá esto haya influido sobre la sociedad o la sociedad sea la que ha creado el marco para que esos textos pudieran existir desde el Facundo, un libro muy paranoico.

-En estos últimos años se ha hecho cada vez más fuerte la tensión entre cultura de masas y literatura. ¿Cuál es su posición al respecto?

-Es el debate contemporáneo de los novelistas. Ya sean alemanes, franceses o norteamericanos con los que uno se encuentra, todos estamos discutiendo este tema: la tensión entre cultura de masas y alta cultura. Me parece que hay dos o tres posiciones básicas. Una es la de quienes consideran que el hermetismo, el silencio, la ruptura de una lengua transparente, estereotipada, es la defensa. En este caso, el elemento de resistencia sería la utilización de una lengua otra que la lengua social, y, por lo tanto, la posición última del escritor sería el silencio o el hermetismo como rechazo global a la legibilidad social. La otra, yo estoy más cerca de ésta, es la de aquellos escritores, como Beckett o Manuel Puig, que tienden a trabajar la negociación entre una y otra lengua.

-Entonces, ¿deberíamos o no escribir en una lengua perdida?

-Bueno, como le decía, ésta es una de las alternativas que siempre encontramos. Hay una banda de nómadas que están tratando de construir, en medio de la intemperie de la cultura de masas, un lugar, un pequeño refugio, y este refugio está construido a partir de una lengua propia. Por otro lado, y volviendo a lo del Premio Planeta, mi decisión de enviar Plata Quemada a ese concurso fue un intento de ver si era posible discutir ciertas cuestiones, mediante una literatura que yo venía a representar, en un ámbito que ha estado siempre ligado a otro tipo de experiencias literarias, pero fíjese el efecto. Son difíciles las situaciones y las escenas de esta discusión.

-En más de una ocasión usted dijo que escribe para gente interesada en la literatura. ¿Qué perfil tiene hoy ese lector?

-Resulta difícil definir una sola figura de lector, que para mí es una figura que circula, porque no es fija. Pero yo siempre tengo un tipo de imagen de aquel que, se supone, va a leer lo que escribo o que va a escuchar lo que digo en una clase o en una conferencia. Pienso en esa persona como alguien más inteligente que yo, más rápido, más culto, que tiene una capacidad de relacionar lo que estoy diciendo con otras cosas, y me parece que eso ha dado siempre resultado, porque también es cierto que lo que uno hace tiene que ver con la persona a la cual nos dirigimos. Hay un elemento doble. Para mí, la mayor lección de Borges radica en esto: Borges iba a donde fuera y hablaba como si todos estuvieran interesados en la literatura. Lo llevaban al programa de televisión Grandes Valores del Tango y se ponía a hablar de Dante y conseguía que, por un rato, todos tuvieran que escucharlo. No hay que hacer concesiones ni demagogia o ser populista.

-Entre las aficiones argentinas (el tango es una), está el psicoanálisis. ¿Sigue creyendo que es una gran ficción?

-Un folletín, suelo decir. El nuevo folletín de la clase media, digo a veces en broma. Antes, en el folletín había una historia que se sucedía por entregas, ¿verdad? El psicoanálisis ha construido también un sistema por entregas. Además, hay una relación entre dinero y relato que se ha desplazado. El folletinista era el que daba relatos a cambio de dinero; ahora, el que narra, el que va y cuenta su vida, es quien paga. Me parece que alrededor de ese relato continuo que es el psicoanálisis hay muchos elementos del melodrama, ¿no?

-En estos últimos años, cuando regreso a la Argentina, observo con cierta perplejidad de qué manera se ha agudizado la tendencia a la interpretación. Cada uno, a su manera, interpreta situaciones políticas, económicas, sociales y personales con una facilidad asombrosa. Pero todo parece quedar en una suerte de interpretación sin resolución de los conflictos.

-Está bien lo que dice, porque ése es el gran dilema del psicoanálisis: el problema del psicoanálisis es qué resuelve, no qué sistema complejo tiene de comprensión de las redes por las cuales un sujeto actúa de tal manera. En verdad, no se puede asegurar que el psicoanálisis resuelva nada. Entonces, podríamos imaginar que uno de los efectos del psicoanálisis es ése: que todo el mundo está en un análisis continuo. Cuando yo era chico, había en la Argentina una historieta que se llamaba “El hombre que razonaba demasiado”; el personaje era un tipo que, con cada cosa que le decían, construía una especie de gran hipótesis. Es cierto, también, que la cultura argentina tiene un grado de particularidad en relación con el conjunto de América Latina. Esta particularidad –a veces es necesario señalarla, sobre todo en Europa, donde la cultura latinoamericana queda asimilada a ciertos estereotipos o folklore- tiene que ver con el psicoanálisis. El psicoanálisis es un elemento que, por lo menos, nos permite empezar a discutir otra cosa, algo más interesante, a mi entender, que algunos modelos que circulan como propios de Latinoamérica.

-Por un lado, el folletín, el melodrama; por otro, la novela de enigma. Según sus palabras, el detective es la figura que Poe inventa para mediar entre la ley y la verdad, entre el mundo del delirio y la institución policial que no funciona bien. ¿Vivimos inmersos en un gran relato policial?

-No sé si esto o si el género policial nos ha ayudado a percibir el mundo moderno, en el sentido de que es un género que ha surgido casi de la obra de un tipo genial, como Poe, y se ha convertido en un género dominante, porque nos ha enseñado a mirar el mundo como un enigma y a ver la amenaza como un elemento central de la experiencia de conocimiento. En relación con lo que usted decía, me parece que el género policial incorpora a la noción de interpretación la noción de amenaza. El tipo que investiga está en peligro, el tipo que analiza está en peligro. Eso tiene este género. A diferencia de la situación analítica, que es una situación artificial, estabilizada (un tipo en un salón habla con otro), el género policial dice no, esa interpretación se hace en medio de una situación de peligro de muerte; es más moderno, más actual.

-En cierto momento, su cuento preferido era “La honda”, que es de 1961, después incluido en La invasión. De las tres novelas publicadas hasta ahora, ¿cuál es la que usted prefiere?

-Ah, eso no se lo puedo contestar. Pero se lo contesto, total... Yo creo que es La ciudad ausente.

-¿Por qué?

-Es la que está más cerca de lo que me había propuesto, la que se parece más (igual es un fracaso) a lo que yo me imaginé que quería hacer cuando empecé a escribir, lo cual no quiere decir que sea mejor que las otras.

-¿Continúa escribiendo para saber qué es la literatura o porque escribir es una apuesta contra la muerte?

-Eso, seguramente, por debajo. Habría ahí un doble vínculo. Un vínculo más consciente: vamos a ver si, por fin, podemos averiguar de qué se trata este asunto, qué tipo de lenguaje es éste, algo que uno investiga mientras escribe, porque no lo sabe; y, por otro lado, hay una pulsión más secreta que se remonta a aquella escena de retener y conservar lo que se perdía y que, en realidad, es un intento de vencer, de vencer el tiempo, como decía Nabokov, no sé si la muerte, pero por lo menos el tiempo.

 

La entrevista que aquí se reproduce es la versión completa de la conversación mantenida con Ricardo Piglia en Madrid, octubre de 2000, cuando el autor visitó la ciudad para presentar su libro Prisión perpetua. Una sección fue publicada en la revista Cuadernos Hispanoamericanos (Madrid, enero 2001, nº 607). También en el libro Voces íntimas. Entrevistas con escritores latinoamericanos del siglo XX (Editorial Punto de Vista, Madrid, 2021).

 

Plata quemada, película completa