Por Reina Roffé
Con la publicación de la novela Respiración artificial (1980),
traducida a varios idiomas, el nombre de Ricardo Piglia (Argentina, 1940-2017)
despunta en la escena literaria latinoamericana por ser uno de los narradores
que implementó con mayor singularidad una poética que se reafirma en narrar y,
al mismo tiempo, descifrar el acto de escribir borrando los límites entre
ficción y crítica. Tanto esta novela como las siguientes, La ciudad ausente (1992) y Plata
quemada (1997), y los volúmenes de relatos, La invasión (1967), Nombre
falso (1975) y Prisión perpetua (1988),
han conformado una obra que ha sido y es objeto de numerosos trabajos
académicos. Además de haber escrito guiones para cine, Piglia es autor de
ensayos, algunos de ellos reunidos en sus libros Formas breves (2000) y El
último lector (2005), entre otros.
“Hay una banda de
nómadas
que están tratando de construir,
en medio de la intemperie de la cultura de masas,
un lugar, un pequeño refugio, y este refugio
está construido a partir de una lengua propia”.
-En Prisión perpetua, como
en muchos de sus textos, aparecen personajes ligados a su historia personal, a
su formación literaria. Cuando está estudiando en el Colegio Nacional de
Adrogué, conoce a un profesor, Manolo Vázquez, que lo inicia en la lectura de
los poetas clásicos españoles. Luego, en la ciudad de Mar del Plata, se
relaciona con Steve Ratliff, una especie de Salinger secreto que lo introduce
en la literatura norteamericana. Personajes que surgen en su vida y se
trasladan a su obra como una suerte de mentores o maestros que van conformando
algo parecido a una novela familiar.
-Pienso, también, en otro escritor y profesor, David Viñas, de mucho
predicamento en la Argentina, que supongo forma parte de una historia de
relación significativa para usted.
-David es un personaje
importantísimo, digamos, como relación. Una relación de afecto, de admiración y
de mucho respeto por la persona de David, pero nunca he sentido admiración por
sus textos. Con él ha sido al revés de lo que me ha sucedido con otros autores.
Porque he admirado mucho a ciertos escritores por lo que han escrito, aunque
tuviera relaciones conflictivas con los sujetos. Con David me pasó al revés. Yo
conocí a Viñas cuando publiqué mi primer libro, en el año 1967, y puedo decir
con toda franqueza, porque él lo sabe, que siempre tuve con sus textos una
relación de distancia. Nunca fue un escritor que yo admiré, ni siquiera por su
obra crítica. En cambio, fue muy intensa la experiencia del conocimiento
personal de él y del tipo de ideas que manejaba. Resulta paradójico, pero para
mí es mucho mejor él que sus libros, aunque tiene libros muy buenos. Es un tipo
con mucha capacidad de discusión, muy interesado por distintos ejes de debates,
muy apasionado. Las discusiones con Viñas sobre literatura argentina han sido
un punto de referencia importantísimo para mí. Me parece que el otro elemento
que hay que destacar en David, y que ha sido una marca para muchos de nosotros,
es la idea fija. David tiene la idea fija con la literatura argentina. Un día
iba yo caminando por la calle, me acuerdo, y llevaba un libro de Mailer. Me vio
y dijo: cómo estás leyendo a Mailer, hay que leer a Cambaceres. Eso me pareció
admirable, ese interés de David por la literatura argentina, esa pasión...
-La idea fija, como se dice en Prisión perpetua, es una obsesión, un polo magnético. Hay, además, otro elemento
biográfico que produce cierta tensión en su escritura. Me refiero a las mudanzas,
a los traslados de una casa familiar a otra, de una pensión a otra. Usted nace
en Adrogué, luego se va a Mar del Plata, poco después reside en La Plata y, más
tarde, se instala en Buenos Aires. Mudanzas, de alguna manera, exilios que se
reflejan en su escritura.
-Esa idea a la que apunta, la
tensión entre escritura y mudanza, entre escritura y traslado (cambio de lugar,
desfamiliarización), tiene mucho que ver con el lenguaje, con una construcción
que no es la más espontánea. Construir una especie de relato de origen, lo que
es verdaderamente un relato de origen para mí. Porque mi padre, después de la
caída de Perón, comienza a sentirse, digamos, perseguido, acorralado. Por eso,
de Adrogué nos mudamos a Mar del Plata.
El día que nosotros levantamos la casa, yo me pongo a escribir un
diario. Entonces, de ahí esa conexión entre un exilio privado (opción un poco
cómica de lo que se entiende por exilio, no era nada de exilio, por supuesto,
aunque yo lo viviese así) y el lenguaje, la lengua, la escritura. Después del
primer traslado, he vivido moviéndome de un sitio a otro. Me voy a La Plata, en
La Plata vivo en distintas pensiones; luego, empiezo a circular por Buenos
Aires. A veces pienso en algunos de mis parientes más próximos, primos míos que
se criaron conmigo y vivieron siempre en el mismo lugar donde nacieron. Es algo
que miro con nostalgia.
-¿Es cierto que ese diario que usted empezó a escribir a los quince
años, en 1955, lo ha vendido a la Biblioteca de la Universidad de Princeton?
-También en eso hay algo de
construcción ficcional. Existe un acuerdo con la Universidad de Princeton para
que, en algún momento, yo les entregue el manuscrito. Pero, mientras tanto, el
manuscrito está en mi casa.
-Nunca he hecho la experiencia de
leer el diario desde el principio hasta el fin, porque me parece que cuando
haga eso me voy a morir. A veces, azarosamente, leo algunos cuadernos, es una
experiencia muy extraña. Son muchísimos, porque un año lleva más o menos cuatro
o cinco cuadernos. Leo alguno de ellos de vez en cuando y encuentro ciertas
pistas. En mi libro, Formas breves,
he puesto dos partes del diario.
-En 1965, usted fue director del único número de la revista Literatura
y Sociedad. ¿Qué intentaba esta revista
y qué función cumplieron para usted publicaciones como Contorno, El escarabajo de oro, Punto de Vista, entre otras?
-En 1962, gano con el cuento “Mi
amigo” uno de los premios que otorgaba El
escarabajo de oro, y me acerco al grupo que hacía esta publicación.
Después, diferencias literarias y políticas producen que me retire de esta
revista junto con el escritor Miguel Briante. Es con Briante que hacemos Literatura y Sociedad. Entre el 1962 y
1982, es decir, durante 20 años, yo siempre estuve cerca de alguna revista.
Primero fue El escarabajo de oro,
después Literatura y Sociedad, luego
una revista que se llamó De la
Liberación, más tarde Los libros
y después Punto de Vista. De modo
que las revistas han sido para mí una especie de laboratorio de las
experiencias de pensar la literatura, la cultura, la política en la Argentina.
El caso de Literatura y Sociedad fue
un intento, cortado por la dictadura de Onganía, de crear una revista que
pensara esa relación y con una lógica que no fuera la del marxismo clásico;
buscábamos una conexión vía Pavese, Brecht, que era lo que nos interesaba en
esa época. Fue una experiencia que miro con nostalgia. De esto hablábamos con
el poeta Alberto Szpunberg hace poco, en Barcelona, porque Szpunberg también
estaba con nosotros en aquel momento. Hacer revistas era una forma de
convertirse en escritor en la Argentina.
-Yo he contado de manera
fragmentaria esta experiencia que, por otra parte, condensa la de muchos otros
escritores. Como usted sabe, yo estudié Historia en La Plata y me instalé en
Buenos Aires hacia fines de 1965. Vino el golpe de Onganía. En 1966, estoy
todavía en la Universidad, pero todo el mundo renuncia a la Universidad.
Entonces, Jorge Álvarez, que ya ha leído algunos relatos de mi primer libro y
me ha publicado, inmediatamente empieza a ofrecerme trabajo, una cosa bastante
extraña si uno lo piensa desde la perspectiva actual. Y yo le propongo hacer
una colección de novelas policiales, es decir, una colección que sea antagónica
a la de Borges; este, en verdad, es el modelo. Borges ha hecho una colección
muy exitosa, muy bien hecha de novelas policiales de enigma, pero yo le digo a
Álvarez: hagamos una serie con ediciones
literariamente cuidadas de la tradición norteamericana. Álvarez crea
editoriales satélites: La flor, Galerna, Tiempo Contemporáneo y, para esta última, dirijo esa colección.
Entre el 1967 y el golpe militar de 1976, básicamente me dedico a este tipo de
trabajos. Hay algo que forma parte de la experiencia de América Latina y,
quizá, de España también, y es lo siguiente: lo que nosotros vivimos en aquel
momento era la existencia de dos culturas. Existía una cultura estabilizada,
oficial, donde había grandes escritores, como Borges y Bioy Casares, que tenían
sus diarios y sus revistas, y después había una cultura alternativa, de
izquierda, con sus revistas, sus pequeñas editoriales, ofreciendo la
posibilidad de moverse en un ámbito fuera de lo establecido. Es imprescindible
conocer este doble vínculo para entender lo que podía ser en aquel entonces la
experiencia de un escritor joven. Todos estábamos ligados a revistas y
editoriales alternativas y teníamos relaciones muy fluidas con otros escritores
mayores y más conocidos que nosotros. Por ejemplo, Viñas, que era un escritor
ya consagrado, me viene a ver cuando yo entro con mi primer libro en Jorge Álvarez, y nos hacemos amigos.
Viñas, y además Rodolfo Walsh y Paco Urondo, que también eran escritores muy
conocidos. Esto fue posible porque todos formábamos parte de una cultura
distinta de la establecida. Creo que esto explica el modo tan fluido en que se
producían, digamos, iniciaciones, irrupciones de escritores jóvenes en la
cultura argentina. Ahora es mucho más difícil.
-Durante los años de la última Dictadura militar argentina, usted
coordina, como muchos otros escritores, grupos de estudios que funcionan fuera
del ámbito universitario. Seminarios, talleres literarios que, en aquel
momento, se afianzan desde la esfera privada como una forma de resistencia
cultural. ¿Cómo fue su experiencia en este sentido?
-Mi formación es como
historiador, pero mi relación con la literatura define mi ámbito de trabajo. En
1974, doy un curso a un pequeño grupo de sociólogos y antropólogos. De la gente
que está conmigo en este curso surge la idea de hacer un grupo de estudio, cosa
que ya era bastante común en la Argentina. Entonces, a partir del 1975-1976, empiezo
a constituir otros grupos; tres, de unos treinta estudiantes más o menos, y nos
reunimos en mi casa durante todos los años de la Dictadura. Lo mismo hace la
que era mi mujer en aquel momento, Josefina Ludmer, como también otros críticos
y narradores. Es decir, empieza a funcionar una especie de universidad
paralela, porque la Universidad había sido copada por los hombres que le hacían
el caldo gordo a la Dictadura; por otra parte, la mayoría de los profesores que
trabajaban en la Universidad se habían retirado de allí y los estudiantes
habían ido a buscarlos para formarse con ellos. Para mí fue una experiencia
intensísima y muy productiva.
-Cuando terminé la novela me di
cuenta de que estaba muy cargada de la energía o de la pulsión de vivir esa
época. Esto no estaba volcado de modo directo en el libro, pero había un
universo que, en cierto sentido, transmitía la experiencia de vivir en
condiciones de opresión extrema, de censura y control. Creo que hay dos
personajes explícitos en la novela: uno es el senador, modelo de lo que éramos
los intelectuales en ese momento, un hombre que habla solo; otro, es el censor,
un tipo que se la pasa leyendo cartas. Nosotros teníamos miedo de que la
correspondencia con los amigos que estaban exilados, por ejemplo, David Viñas,
fuera interrumpida, censurada.
-Respiración artificial es
una novela que empieza con una pregunta y continúa con una serie de
interrogantes, muchos de los cuales se presentan como búsqueda de aquellos
relatos paralelos de la historia que permitan organizar un sentido cierto. Pero
hay otras preguntas, le recuerdo una: “¿Quién de nosotros escribirá el
Facundo?”.
-Sí, por un lado, esa pregunta un
poco desesperada, y también otras que circulan entre los personajes: cómo
narrar sucesos reales, cómo contar esto que está sucediendo, qué quiere decir
la memoria, la tradición argentina. Temas condensados en esta novela que,
después, se convirtieron en una discusión más general, en la que estamos todos
incluidos: cómo elaborar históricamente una experiencia como la del genocidio,
la Dictadura, los desaparecidos. Esa es una, y la otra es a la que usted
apunta: quiénes son los que realmente permiten construir un relato histórico o
un relato sobre la historia, que no siempre son, como sabemos, los que escriben
las versiones estabilizadas del pasado.
Yo siempre digo, medio en broma: la historia la escriben los vencedores
y la cuentan los vencidos. Los vencidos, las mujeres, en fin, todos los que han
sido vencidos en el sentido alegórico de esta expresión, y cuentan oralmente o
relatan en microrrelatos la historia paralela.
-Emilio Renzi, narrador-protagonista en gran parte de sus novelas y
cuentos, es en Respiración artificial
educado en más de un sentido por otro personaje, Maggi, que le envía mensajes
cifrados, entre otros: “La historia es el único lugar donde consigo aliviarme
de esta pesadilla de la que trato de despertar”. En otras palabras, ¿la
revisión del pasado nos permite ver una salida, allí donde no parece haber
salida?
-Claro, donde todo está
clausurado. Creo que en el libro esto se presenta como el leitmotiv. Maggi le
juega a Renzi, que es un esteta, a invertirle la frase de Joyce: estoy en una
pesadilla de la que trato de despertar. Y él le dice: no, en realidad, la
cuestión es al revés. También está la idea de que Kafka es el que se mete en la
pesadilla de la historia y trata de contarla, no la evita como Joyce, que dice:
no quiero estar ahí, esta pesadilla de la que trato de despertar es un horror.
Entonces, esos temas que aparecen, como bien dice, cifrados y de manera alusiva
forman parte del debate implícito entre Maggi y Renzi. Respiración artificial es, en efecto, una novela donde también hay
un maestro, porque Maggi educa a Renzi, le va diciendo a quién tiene que ver y
le proporciona datos para sacarlo de ese lugar en el que está, que es el del
esteta absoluto, pues solo le importa la literatura. Maggi lo mete en la
pesadilla de la historia.
-Sí, aunque no fue deliberado.
Cuando empecé la novela, lo que en realidad quería escribir era esa historia en
torno a la mujer, a la máquina, y un cierto relato social que juega alrededor.
Pero si tomo distancia, podría decir que es un libro que cuenta lo que vivimos,
en el sentido de que la realidad está muy manipulada, pues el Estado construye
realidades continuamente; la resistencia frente a eso es fragmentaria,
microscópica. De modo que ésa podría ser una buena manera de sintetizar el
libro.
-La ciudad ausente se
transformó en una ópera que usted hizo con Gerardo Gandini. También escribió
guiones cinematográficos. En cierta ocasión dijo que escribir guiones era una
manera de fantasear con la posibilidad de participar en un trabajo colectivo.
¿Sigue pensando lo mismo?
-Hacer guiones fue una ilusión
fugaz. De cualquier forma, los años que le dediqué fueron importantes para mí.
Porque es cierto que la escritura es una práctica muy privada, muy solitaria.
Entonces, cuando surge la oportunidad de hacer algo con otra persona durante un
tiempo, nos ilusionamos. La experiencia con Gandini a mí me transformó
totalmente. Trabajamos y construimos juntos una obra que, en realidad, funciona
porque tiene esa música, no por el libreto. La experiencia del cine, sin
embargo, estuvo llena de movimientos múltiples. Fue muy interesante trabajar
con directores como Babenco, María Luisa Bemberg y en adaptaciones de textos de
Silvina Ocampo, Onetti. Pero un escritor
va a perder en el cine, porque no puede controlar el material, nunca tiene la
última palabra. Es como en la relación con los editores, pero multiplicada por
doscientos. La película siempre es del director. De modo que fue una etapa productiva, pero
creo que está cerrada para mí. En cambio, lo de mi trabajo con Gandini
continúa. Ya estamos pensando en otra ópera que tendría como punto de partida
ese relato que está en Prisión perpetua,
que se llama “El fluir de la vida”, basado en la hermana de Nietzsche. Ya
tenemos un primer boceto.
-¿El guion tiene, por su inmediatez, características del folletín?
-Sí, porque uno se convierte en
una suerte de asalariado. Por un lado, es muy gratificante escribir y, al mismo
tiempo, recibir dinero. Resulta seductor vivir seis meses, por ejemplo, del
relato que estás escribiendo. Ese relato tiene mucho de la inmediatez de lo
oral; un guion es algo que se habla mucho, que se conversa, que se cuenta, y la
escritura no es el paso central como en una novela. Quiero decir, en la medida
que se escribe, uno va sabiendo en qué se convertirá la novela. En un guion,
todo es más directo.
-Yo no tuve participación en esta
película; es decir, me mantuve al margen del proceso de realización. Lo que sí hice fue ceder los derechos del
libro, porque me parece que la decisión que debe tomar un escritor es si quiere
o no que se haga una película con su novela.
Después, el tipo de película que se hace es algo que uno no puede
controlar. Puede controlar o decidir que ciertos directores se hagan cargo o no
del proyecto, nada más. En el caso de Piñeyro, él es un profesional; antes de
que empezara a escribir el guion, hablamos y me dijo algo que a mí me pareció
muy coherente: de mi novela lo que él quería rescatar fundamentalmente era la
historia de amor entre los dos personajes masculinos. Y a mí me pareció que era
una buena perspectiva para adaptar el libro y no hacer solo una película de
acción. Para Piñeyro el motor de la trama era la historia entre esos dos
hombres. Ahora bien, la manera en la que él entiende la historia entre dos
hombres es otra cuestión; el modo en que Piñeyro, o su guion, entiende cómo funciona
eso es algo que forma parte de su imaginario y decisión artística. Él está
haciendo su propia obra a partir de ese aspecto que toma de la novela. Es
decir, hubo un acuerdo: Piñeyro me dijo algo que a mí me pareció bien, después
él le dio a eso un matiz propio. De todas maneras, la película me parece digna.
En cuanto al matiz, hay un toque que podríamos denominar de pornoshop, una especie de estética de
revista gay o exteriorización publicitaria de lo que es ese mundo. Esto, en su
peor momento; en el mejor, la película tiene intensidad, tiende a lo
metafísico, es una película sobre la espera.
-¿No se siente traicionado?
-Así como no he querido
interferir, tampoco quiero caer en la pose del artista que dice: “yo me siento
traicionado”, porque ése no es el código correcto. Si uno piensa así, no tiene
que darle la novela a nadie. Tengo otra experiencia en el cine con un director
que admiro muchísimo, Alejandro Agresti, que hizo Nombre falso. Cuando veo Nombre
falso, entiendo que ése es mi mundo, pero, al mismo tiempo, es el de
Agresti.
-En la película Plata quemada,
la relación que establecen los mellizos con las mujeres me recordó el cuento “La
intrusa” de Borges.
-Creo que las mujeres están peor
tratadas en la película que en la novela.
-Las dos que aparecen son unas delatoras.
-Sí, las dos únicas mujeres que
aparecen son las que generan la desdicha, dan el soplo a la policía, cosa que
en la novela no es así. Bueno, esto forma parte de las percepciones que cada
uno tiene con respecto a cómo se construyen los destinos y las tragedias. Para
mí, lo importante de la cuestión es lo que pasó en Buenos Aires con la
película, que hizo que yo la defendiera y no fuera crítico, sobre todo debido a
la reacción generada por la homofobia que hay en la Argentina. La liga homosexual, los jóvenes que luchan
por los derechos de los homosexuales, sacó una declaración buenísima diciendo
que prohibir la película para menores de 18 años era no tener en cuenta que
había jóvenes de identidad sexual indecisa o en relación con lo que la película
mostraba y, por lo tanto, para un joven que tenía esa identidad sexual era
natural ver lo que allí se mostraba, en una película en la que también había
relaciones heterosexuales.
-Por lo visto, hablar de Plata quemada es también hablar de pleitos. Cuando esta novela recibió el Premio
Planeta que otorgan en Buenos Aires, una
revista lo acusó de fraude alegando que su libro entró en concurso cuando ya
tenía asegurada su publicación por la misma editorial que le dio el premio.
¿Hay toda una novela sobre la novela?
-¿Cultura del espectáculo?
-Claro, ése es el punto en el que
yo puedo pensar la cuestión, porque lo demás son calumnias, asuntos de
conflictos internos del mundo editorial. Además, si alguien acusa o denuncia irregularidades
en un concurso literario, tiene que acusar al jurado, no al escritor. Si el
jurado fue comprado o presionado por el editor, etc., etc. El hecho fue ése: la
cultura solo puede ser tema de discusión si viene acompañada por el escándalo.
Lo sucedido me confirmó lo que yo ya sabía, pero a uno no le gusta ser objeto
de algo así, por más que lo sepa. Fue una experiencia demoledora para mí.
-¿Los personajes de esta novela queman la plata, el dinero, y resisten
la arremetida policial no por conservar el dinero, sino por algo que parece
formar parte de una épica propia del perdedor?
-Por ahí pasaba para mí el enigma
del libro. Porque yo tenía la historia, tenía la trama resuelta desde el
principio, cosa que nunca tuve con mis libros anteriores; quiero decir, una
trama tan estructurada como la de Plata
quemada. Entonces, me dije: para escribir la novela debo tener un enigma,
algo que yo no conozca, que no sé. El enigma era por qué esos hombres, unos
malandras de la ciudad de Buenos Aires, perdidos por ahí, se habían convertido,
de pronto, en una especie de figuras épicas, de seres decididos a resistir,
porque eso es lo que hacen en la realidad; lo que ellos hacen es ver cuánto
duran, es una lógica de la épica. Dicen: muy bien, están todos estos que nos quieren
matar, nosotros vamos a ver si son capaces de matarnos antes de las dos de la
mañana o antes de las doce del mediodía. Es decir, funciona una lógica de
confrontación pura. No lo hacen por nada que uno pueda explicar, no lo hacen
por la plata, lo hacen porque sí. Esto los convertía en unos tipos muy
atractivos. El enigma de la conciencia de esos personajes fue lo que hizo que
yo escribiera la novela tal cual la escribí. En realidad, lo que traté de
entender fue cómo funcionan los sentimientos y la cabeza de seres tan distintos
a mí.
-Después de Respiración artificial, ¿podríamos decir que Plata quemada es la novela que usted deseaba escribir como la descripción de una
batalla que contiene un relato criminal y una historia política, en tanto que La
ciudad ausente es un gran laboratorio de
escritura?
-No lo había pensado. Es cierto
que, en un momento, yo digo que me gustaría escribir una batalla y, en verdad,
eso es Plata quemada. Cierto,
también, que La ciudad ausente es
una especie de experimento, en el sentido científico de construcción artificial
de una experiencia. Ahora bien, si Plata
quemada resiste, creo que se percibirá -así como se fue percibiendo en Respiración artificial, con el paso del
tiempo, que la novela no era solamente una alegoría de la Dictadura, sino que
también se refería a situaciones de opresión más generales- que en ella entra
en juego un experimento con el lenguaje, un trabajo con una lengua bajísima,
anti-literaria, ése fue el desafío para mí. Cómo se puede escribir una novela,
pensaba, en la que ninguno de los datos de estilo que yo he manejado siempre,
entren; cómo puedo escribir una novela en la cual la relación del mundo
lingüístico de los personajes esté casi pegada a ellos. ¿Por qué uno escribe
libros? Yo escribo porque tengo un enigma o un género que me ayuda; siempre hay
algo que no entiendo bien, que no conozco del todo, y trato de que la novela me
ayude a entender. También funciona la búsqueda: cómo se puede renovar un
género, por ejemplo. En un caso, era la
novela histórica; en otro, la ciencia ficción; y en el caso de Plata quemada el género policial.
-Tanto en Plata quemada como
en algunos relatos suyos, por ejemplo, en “La invasión” y “El Laucha Benítez cantaba boleros” aparece el tema de la homosexualidad. Precisamente, en aquel relato
hay un tratamiento narrativo vinculado al “voyeurismo”. Emilio Renzi mira con
curiosidad y estupor las relaciones que mantienen, cada noche, dos presos con
los que comparte celda.
-Siempre tengo un título de
trabajo que después cambio. La ciudad
ausente se llamaba La fortaleza
vacía; Respiración artificial, La prolijidad de lo real; Plata quemada, El asedio, y La invasión
se llamaba Entre hombres, ése era el
título para mí del libro. Historias entre hombres. Yo no tengo la percepción de
que las relaciones entre hombres se definan exclusivamente por identidades
sexuales fijas. Por eso, me interesa mucho el tipo de relaciones sexuales y
sentimentales que pueden establecer sujetos masculinos cuya identidad parece
antagónica al estereotipo social, lo que se entiende por homosexual en el mundo
actual. En efecto, en La invasión
hay dos o tres relatos que abordan el tema. Uno se titula “Tarde de amor”, y en
él, dos jóvenes se apasionan mirando a una pareja y escuchando una relación que
se supone puede ser una violación o una relación entre ellos, no se sabe cómo
va a resolverse. Después está el relato que ha mencionado, que es el primer
relato de Renzi; Renzi está haciendo el servicio militar y, por una falta
menor, es enviado al calabozo. Allí asiste a una relación entre dos chicos y
mira eso de un modo que puede ser de atracción o de pavor. Luego, hay otro
relato, que escribí al terminar “La invasión”, que se llama “El laucha Benítez”
y es una historia entre dos boxeadores. De modo que siempre he buscado trabajar
ese tipo de relación en personajes que, a primera vista, no parecen responder
para nada al estereotipo del homosexual: boxeadores, maleantes, gente del
ejército.
-¿Entonces no solo se trata de escenificar la diferencia, sino de poner
sobre el tapete la ambigüedad, un discurrir entre la hetero y la
homosexualidad?
-Y la fluidez. Sí, escenifico la
tensión que existe ahí y, obviamente, la atracción. El voeuyerismo en “La invasión” está muy ligado a la técnica narrativa
con la que yo estaba copado en ese momento, que es la de Henry Miller: narrar la conducta de un voyeur que está siempre mirando a los demás con una especie de
fascinación; Hemingway también era un fascinado por este tipo de universo.
-En el epílogo de Formas breves,
usted dice: “...la crítica que escribe un escritor es el espejo secreto de su
obra”. A propósito, hay algo que vuelve en casi todos sus libros, que se
traslada de uno a otro: entrecruzar ficción y crítica.
-Esto ha terminado por ser una
especie de espacio en el que me muevo con cierta insistencia. Formas breves, en teoría, sería un
libro de crítica, pero en realidad es un libro de relatos. Sin pretender hacer
un juicio de valor, a mí me interesa un tipo de escritores (esto no quiere
decir que sean mejores que otros ni que yo me sienta al nivel de ellos) que
están, digamos, en una tradición paralela a la novela. Por ejemplo, John
Berger, Calvino, Claudio Magris. Ellos trabajan mucho con la autobiografía, la
teoría y el relato, en una especie de combinación un poco heterogénea desde el
punto de vista del género. Yo veo ahí, no digo un camino (me parece petulante),
pero sí un sendero por el que la literatura contemporánea está avanzando.
-En una ocasión, usted dijo que Emilio Renzi es el joven esteta que
mira el mundo con desprecio, pero se trata de un personaje que se va educando a
nivel político y literario, a nivel personal. ¿Sigue ostentando esa mirada de
desprecio?
-Sexualmente también... Es
difícil saber qué está pasando con él. Yo ahora estoy escribiendo una novela
que lo tiene como personaje central y como narrador, un poco como sucedía en Respiración artificial. Entonces, aquí
volvemos a la cuestión de la “idea fija”, el personaje tiene esa marca, es un
personaje que yo lo identifico inmediatamente con esa mirada (que no es la que
a mí me interesa más) que tiende a ficcionalizar, relativizar, estetizar la
realidad. Mi ilusión es que en la nueva novela el personaje cambie, que se
produzca en él algún tipo de modificación. Es una novela que transcurre durante
la época de la Guerra de las Malvinas. Así que veremos qué efectos produce. Él
está en un departamento desde el cual yo veía pasar las manifestaciones de la
gente que apoyaba la guerra y después las manifestaciones desencantadas. Un
escenario raro. La novela se llama Blanco
nocturno, no sé si después le cambiaré el título. En ella veremos qué está
sucediendo con Renzi, porque el Renzi de Respiración
artificial es posterior al de Plata
quemada. Su cronología es un poco errática.
-Su fascinación por la novela policial se debe, dijo usted una vez, a
que “siempre están planteando qué es la verdad, qué es la ley, qué es el poder.
Obligan a pensar la verdad sobre el terreno social”, mientras, además,
entretienen. ¿Entretener es una mala palabra?
-No, pero es una palabra que debe
ser tomada con cautela, porque a menudo hay escritores o críticos que sostienen
una posición, que yo caracterizo como anti-intelectual, que responde a la
demanda de la cultura de masas; la cultura de masas tiende a ser
anti-intelectual y a pensar que el escritor se debe al público, al espectador.
A veces, también, se habla de entretener para sacarse de encima obras que no
deben ser juzgadas con ese parámetro. Hay gente que dice: “me aburre Proust”, o
que le parece imposible que alguien se interese por el Ulises de Joyce, cuando es mucho más interesante Graham Greene.
Bien, yo no niego que me gustan las novelas de Greene, pero cuál es el criterio
con el que uno mide la calidad literaria. Entretener es un elemento que forma
parte de la lógica misma del relato. Si uno no consigue capturar el interés del
otro, no hay una razón que funcione, pero entretener a veces funciona como una
censura respecto a formas de la literatura que no tienen de un modo inmediato
ese efecto. En este sentido, se podría decir que Felisberto Hernández o Clarice
Lispector son menos entretenidos que otros que no son tan buenos como ellos. Es
un elemento importante, pero no puede ser el único.
-Cuando yo me inicié como
escritor en 1961 o 1962, la oposición Arlt-Borges funcionaba como un esquema de
organización de las posiciones políticas también. Es decir, la izquierda estaba
con Arlt y la derecha con Borges. La idea de que había que modificar esta
estructura era un elemento que no solo tenía que ver con intenciones académicas
o literarias, sino con lo siguiente: cómo se colocaba uno. La revisión de esa
oposición no fue solamente el resultado de una decisión abstracta, sino la
necesidad de crear un mapa en el cual pudiera moverse un escritor que empezaba
y se encontraba con esos fantasmas. Yo tuve discusiones con Viñas sobre Borges
y Arlt, y también con amigos próximos, gente de la revista Contorno que leía a Arlt como un escritor muy bruto. Las
discusiones en este sentido, las muy intensas, son las que uno mantiene en los
bares cuando es un escritor que comienza. Es decir, no eran discusiones
académicas.
-En Formas breves, usted
prescinde de los parámetros académicos. ¿Quizá porque en sus textos opera más
el hacer creer de la ficción?
-Hay un procedimiento, sobre el
que yo digo algunas cosas en el relato que cierra Prisión perpetua, que a mí me interesa mucho y responde al concepto
de experimento y caso falso que utilizan los científicos construyendo ciertas
pruebas. Por eso, yo me dije: en vez de trabajar con los relatos reales con los
que un crítico escribe (por ejemplo, para probar la literatura fantástica se
habla sobre Borges), por qué no trabajar sobre casos que uno inventa. Ahí fue
cuando empecé a trabajar la crítica de una manera distinta. En vez de decir en Rayuela hay un personaje que vive entre
París y Buenos Aires, por qué no inventar un relato que ayude a entender esa
noción.
-En Formas breves existe,
precisamente, una noción que impregna su escritura: concentrar, destilar,
ceñirse a la esencia de una idea. Despojar el texto de toda retórica. Para
buena parte de los escritores españoles y latinoamericanos esta escritura
resulta casi inconcebible.
-Parafraseándolo, ¿podríamos decir que sus ensayos pueden ser leídos
como páginas perdidas en el diario de un escritor y también como los primeros
pasos y tentativas de una autobiografía futura? Autobiografía que es, según
entiendo, recuperación, búsqueda de un sentido de pertenencia.
-Aquí también debería moverme un
poco a ciegas para decir si es eso lo que estoy haciendo, porque sería lo menos
consciente en mi caso. Las pérdidas, las pertenencias, los lugares, las
mudanzas no aparecen de modo deliberado en mi escritura, pero son elementos que
unirían distintas experiencias de escritura en mis libros. De todas maneras,
esto que señala está más ligado a lo que yo estoy escribiendo ahora. Si bien puedo encontrar algunos de estos
aspectos en textos muy arcaicos, me parece que el trabajo con la tensión entre
autobiografía, investigación, ficción es lo que estoy haciendo en este momento.
-¿La crítica literaria trabaja para acabar con las incertidumbres que
presenta un texto o para introducir otras?
-La buena crítica se hace para
introducir otras y producir desajustes.
-Lo cito: “El arte del cuentista consiste en saber cifrar la historia 2
en los intersticios de la historia 1”. Cortázar decía que el cuento debe actuar
como un temblor de agua dentro de un cristal.
-Es la misma imagen, muy buena,
no me acordaba de esa frase de Cortázar.
-Un autor silenciado en Formas breves.
-Pero no por falta de admiración
de mi parte. He tenido con él una relación confusa, como ocurre con los
escritores que uno admira. Escribí un texto muy polémico en el año 1973 o 1974
a propósito de Libro de Manuel,
porque me pareció que traicionaba cierta poética que Cortázar había mantenido
hasta ese momento. En función de ciertos acuerdos políticos se había puesto a
hacer algo que no era, según mi parecer, lo que él tenía que hacer. Yo tampoco
tenía mucho derecho a decírselo, pero, en fin, escribí ese texto. Sin embargo,
ahora he publicado en Casa de las Américas una conferencia que di sobre
Cortázar, resultado de un curso que dicté en la Facultad de Filosofía y Letras
de Buenos Aires, curso del cual Formas
breves es también un efecto, porque me pasé un semestre trabajando sobre
los cuentos, y el curso se llamaba “Formas breves”, es decir, los cuentos de
Cortázar. Tengo con él, digamos, una relación conflictiva, quizá porque lo
siento más cerca que a Borges, porque con Borges siento una relación de
distancia. Tengo intenciones de escribir un capítulo sobre Cortázar en otro
libro de ensayos.
-Interpretando períodos de la historia argentina reciente, usted dijo
que durante la Dictadura se dio un relato médico: el país está enfermo, hay que
intervenirlo, lo que desencadenó violencia, muerte; luego, en la época de
Alfonsín, funcionó el relato psicológico: surgió la culpa y la necesidad de
hacer un examen de conciencia. Durante los gobiernos de Menem, se hace
significativo el discurso de los economistas, comentó, quienes quieren
controlarlo todo, incluso el lenguaje. Es decir, en cada momento brotan
narraciones dominantes producidas por el Estado y los medios de comunicación.
Circula, lo cito, una fábula que organiza la experiencia del conjunto. ¿Cuál es
la que circula en estos momentos?
-Persiste la fábula económica, la
utilización del relato de la economía como modelo de eficacia y lógica social.
Creo importante marcar ese tipo de mirada que los escritores tenemos sobre lo
social, que no son miradas sobre los datos duros de la sociedad, quizás otros
están más capacitados para hablar de política de esa manera, pero los
escritores y críticos literarios tenemos la posibilidad de decir cosas sobre el
funcionamiento social que, a veces, los científicos sociales no saben ver. Es decir, nosotros podemos ver cómo se
construyen esos relatos, no solo qué tema tienen.
-¿La sociedad argentina es una sociedad paranoica? ¿No hay un lugar
privado seguro? ¿El mundo actual se presenta como una amenaza?
-Creo que ha habido
desplazamientos. Entre el golpe de 1955 y el de 1976, y hasta el advenimiento
de la democracia en 1983, durante todo ese período de dictaduras, nosotros
hicimos la experiencia de que no había vida privada; la política interrumpía
los proyectos personales de manera brutal, hacía que masas de gente se
murieran, se exilaran. Por lo tanto, la idea de vida privada y vida política
separadas, que es la que funciona en sociedades democráticas, era imposible
concebirla en la Argentina. Por eso, uno era paranoico, porque cualquier
decisión personal estaba cruzada por procesos políticos, decisiones militares,
policiales. Éramos paranoicos para sobrevivir. Y ahora me parece que eso se ha
desplazado hacia ideas de amenaza a la propiedad, a la vida. Se ha impuesto una
especie de thriller. No es el Estado
quien ahora amenaza, sino los efectos de la política del Estado.
-En cierta ocasión, una amiga norteamericana me dijo que ella reconocía
a los argentinos fuera de su ámbito, por ejemplo, en un aeropuerto
internacional, porque se juntaban entre ellos y parecía que estaban
conspirando. Me resultó curioso, sobre todo relacionándolo con algo que usted
dijo: “la ficción paranoica supone la existencia de un complot. La percepción
que tiene un sujeto de lo político cobra siempre la forma del complot”.
Complot, conspiración, elementos que despuntan en las obras de Arlt, Marechal,
Borges, Cortázar. ¿Es, la argentina, una sociedad de conspiradores y
perseguidos?
-Alguien que, desde afuera,
observa este rasgo puede entenderlo así, pero nosotros tendemos a definir, más
que por características propias de la sociedad (los argentinos son de tal modo
o la esencia argentina es de tal modo), la existencia de ciertas tradiciones.
Por ejemplo, la literatura argentina ha definido una tradición, o parte de ella
la ha definido, donde está la lógica del complot, de la conspiración, de la
amenaza, de la sospecha fuerte. Y quizá esto haya influido sobre la sociedad o
la sociedad sea la que ha creado el marco para que esos textos pudieran existir
desde el Facundo, un libro muy
paranoico.
-En estos últimos años se ha hecho cada vez más fuerte la tensión entre
cultura de masas y literatura. ¿Cuál es su posición al respecto?
-Es el debate contemporáneo de
los novelistas. Ya sean alemanes, franceses o norteamericanos con los que uno
se encuentra, todos estamos discutiendo este tema: la tensión entre cultura de
masas y alta cultura. Me parece que hay dos o tres posiciones básicas. Una es
la de quienes consideran que el hermetismo, el silencio, la ruptura de una
lengua transparente, estereotipada, es la defensa. En este caso, el elemento de
resistencia sería la utilización de una lengua otra que la lengua social, y, por lo tanto, la posición última del
escritor sería el silencio o el hermetismo como rechazo global a la legibilidad
social. La otra, yo estoy más cerca de ésta, es la de aquellos escritores, como
Beckett o Manuel Puig, que tienden a trabajar la negociación entre una y otra
lengua.
-Entonces, ¿deberíamos o no escribir en una lengua perdida?
-Bueno, como le decía, ésta es
una de las alternativas que siempre encontramos. Hay una banda de nómadas que
están tratando de construir, en medio de la intemperie de la cultura de masas,
un lugar, un pequeño refugio, y este refugio está construido a partir de una
lengua propia. Por otro lado, y volviendo a lo del Premio Planeta, mi decisión
de enviar Plata Quemada a ese
concurso fue un intento de ver si era posible discutir ciertas cuestiones,
mediante una literatura que yo venía a representar, en un ámbito que ha estado
siempre ligado a otro tipo de experiencias literarias, pero fíjese el efecto.
Son difíciles las situaciones y las escenas de esta discusión.
-En más de una ocasión usted dijo que escribe para gente interesada en
la literatura. ¿Qué perfil tiene hoy ese lector?
-Resulta difícil definir una sola
figura de lector, que para mí es una figura que circula, porque no es fija.
Pero yo siempre tengo un tipo de imagen de aquel que, se supone, va a leer lo
que escribo o que va a escuchar lo que digo en una clase o en una conferencia.
Pienso en esa persona como alguien más inteligente que yo, más rápido, más
culto, que tiene una capacidad de relacionar lo que estoy diciendo con otras
cosas, y me parece que eso ha dado siempre resultado, porque también es cierto
que lo que uno hace tiene que ver con la persona a la cual nos dirigimos. Hay
un elemento doble. Para mí, la mayor lección de Borges radica en esto: Borges
iba a donde fuera y hablaba como si todos estuvieran interesados en la
literatura. Lo llevaban al programa de televisión Grandes Valores del Tango y se ponía a hablar de Dante y conseguía
que, por un rato, todos tuvieran que escucharlo. No hay que hacer concesiones
ni demagogia o ser populista.
-Entre las aficiones argentinas (el tango es una), está el
psicoanálisis. ¿Sigue creyendo que es una gran ficción?
-Un folletín, suelo decir. El
nuevo folletín de la clase media, digo a veces en broma. Antes, en el folletín
había una historia que se sucedía por entregas, ¿verdad? El psicoanálisis ha
construido también un sistema por entregas. Además, hay una relación entre
dinero y relato que se ha desplazado. El folletinista era el que daba relatos a
cambio de dinero; ahora, el que narra, el que va y cuenta su vida, es quien
paga. Me parece que alrededor de ese relato continuo que es el psicoanálisis
hay muchos elementos del melodrama, ¿no?
-En estos últimos años, cuando regreso a la Argentina, observo con
cierta perplejidad de qué manera se ha agudizado la tendencia a la
interpretación. Cada uno, a su manera, interpreta situaciones políticas,
económicas, sociales y personales con una facilidad asombrosa. Pero todo parece
quedar en una suerte de interpretación sin resolución de los conflictos.
-Está bien lo que dice, porque
ése es el gran dilema del psicoanálisis: el problema del psicoanálisis es qué
resuelve, no qué sistema complejo tiene de comprensión de las redes por las
cuales un sujeto actúa de tal manera. En verdad, no se puede asegurar que el
psicoanálisis resuelva nada. Entonces, podríamos imaginar que uno de los
efectos del psicoanálisis es ése: que todo el mundo está en un análisis
continuo. Cuando yo era chico, había en la Argentina una historieta que se
llamaba “El hombre que razonaba demasiado”; el personaje era un tipo que, con
cada cosa que le decían, construía una especie de gran hipótesis. Es cierto,
también, que la cultura argentina tiene un grado de particularidad en relación
con el conjunto de América Latina. Esta particularidad –a veces es necesario
señalarla, sobre todo en Europa, donde la cultura latinoamericana queda
asimilada a ciertos estereotipos o folklore- tiene que ver con el
psicoanálisis. El psicoanálisis es un elemento que, por lo menos, nos permite
empezar a discutir otra cosa, algo más interesante, a mi entender, que algunos
modelos que circulan como propios de Latinoamérica.
-Por un lado, el folletín, el melodrama; por otro, la novela de enigma.
Según sus palabras, el detective es la figura que Poe inventa para mediar entre
la ley y la verdad, entre el mundo del delirio y la institución policial que no
funciona bien. ¿Vivimos inmersos en un gran relato policial?
-No sé si esto o si el género
policial nos ha ayudado a percibir el mundo moderno, en el sentido de que es un
género que ha surgido casi de la obra de un tipo genial, como Poe, y se ha
convertido en un género dominante, porque nos ha enseñado a mirar el mundo como
un enigma y a ver la amenaza como un elemento central de la experiencia de
conocimiento. En relación con lo que usted decía, me parece que el género policial
incorpora a la noción de interpretación la noción de amenaza. El tipo que
investiga está en peligro, el tipo que analiza está en peligro. Eso tiene este
género. A diferencia de la situación analítica, que es una situación
artificial, estabilizada (un tipo en un salón habla con otro), el género
policial dice no, esa interpretación se hace en medio de una situación de
peligro de muerte; es más moderno, más actual.
-En cierto momento, su cuento preferido era “La honda”, que es de 1961, después incluido en La
invasión. De las tres novelas publicadas
hasta ahora, ¿cuál es la que usted prefiere?
-Ah, eso no se lo puedo
contestar. Pero se lo contesto, total... Yo creo que es La ciudad ausente.
-¿Por qué?
-Es la que está más cerca de lo
que me había propuesto, la que se parece más (igual es un fracaso) a lo que yo
me imaginé que quería hacer cuando empecé a escribir, lo cual no quiere decir
que sea mejor que las otras.
-¿Continúa escribiendo para saber qué es la literatura o porque
escribir es una apuesta contra la muerte?
-Eso, seguramente, por debajo.
Habría ahí un doble vínculo. Un vínculo más consciente: vamos a ver si, por
fin, podemos averiguar de qué se trata este asunto, qué tipo de lenguaje es
éste, algo que uno investiga mientras escribe, porque no lo sabe; y, por otro
lado, hay una pulsión más secreta que se remonta a aquella escena de retener y
conservar lo que se perdía y que, en realidad, es un intento de vencer, de
vencer el tiempo, como decía Nabokov, no sé si la muerte, pero por lo menos el
tiempo.
La entrevista que aquí se
reproduce es la versión completa de la conversación mantenida con Ricardo
Piglia en Madrid, octubre de 2000, cuando el autor visitó la ciudad para
presentar su libro Prisión
perpetua. Una sección fue publicada en
la revista Cuadernos Hispanoamericanos
(Madrid, enero 2001, nº 607). También en el libro Voces íntimas.
Entrevistas con escritores latinoamericanos del siglo XX (Editorial Punto de Vista, Madrid, 2021).
Plata quemada, película completa