Tomás Eloy Martínez, entre recuerdos

 


Por Reina Roffé

Han transcurrido ya tres lustros desde el fallecimiento del reconocido periodista y escritor argentino Tomás Eloy Martínez. Nacido en San Miguel de Tucumán el 16 de julio de 1934, murió en Buenos Aires un 31 de enero de 2010. Ocho años antes, Martínez, que había ganado en España el Premio Alfaguara de Novela 2002, vino a Madrid a presentar su libro galardonado, El vuelo de la reina, acto que se realizó en la Casa de América y contó con numeroso público. Días antes de esa presentación tuvo lugar esta entrevista, publicada en la revista Cuadernos Hispanoamericanos, Año 2003, nº 633.

Conocí a Tomás Eloy Martínez en la redacción del diario La Opinión a principios de los setenta, cuando desempeñaba el cargo de director del suplemento cultural. Recuerdo que le llevé el libro que acababa de publicar, Juan Rulfo: Autobiografía armada, una obra breve sobre el autor mexicano que él recibió con entusiasmo, siempre apoyó a los más jóvenes, obra que reseñó para ese diario la poeta Tamara Kamenszain. Pero recién en los noventa comenzamos a tratarnos de forma más fluida y directa gracias a dos encuentros literarios. Uno tuvo lugar en Berlín en 1993, cuando un grupo de escritores argentinos y uruguayos fuimos invitados a la Casa de las Culturas del Mundo para hablar de nuestras obras. Entre mis compatriotas, Juan José Saer, Mario Goloboff, Eduardo Belgrano Rawson, Juan Forn, Martín Caparrós, Tununa Mercado, Hebe Uhart, Luisa Futuransky y María Rosa Lojo.

Fueron días de actividades y también de paseos. Tengo muy presente haber visitado con Tomás y otros dos o tres colegas el Neus Museum y quedarnos extasiados en la sala abovedada en la que se halla el busto de Nefertiti, joya de la colección egipcia. Ahí, en ese edificio neoclásico del siglo XIX, advertí que la curiosidad de Tomás por cada pieza (esculturas, papiros, vestigios literarios) era admirable y sus comentarios especialmente interesantes.

Después de la intensa semana en la cosmopolita Berlín del post muro, con tantas cosas que ver y descubrir, nos trasladamos, por invitación del catedrático Karl Kohut, a una ciudad pequeña y encantadora de Baviera en la que se alza la prestigiosa Universidad Católica de Eichstätt-Ingolstadt para que cada uno de nosotros ofreciera a una concurrencia compuesta por profesores y alumnos ponencias que se dilataban mediante enfebrecidos coloquios. Yo hablé de la obra del escritor Daniel Moyano, fallecido en Madrid un año antes, en 1992, y que, junto con otros escritores, había participado en 1987 de un Congreso en esas mismas aulas denominado “Escritores argentinos. De la dictadura a la democracia”. No bien terminada mi intervención sobre Moyano, Tomás me pidió copia del texto, porque quería publicarlo, y lo hizo en el suplemento cultural de Página 12 que, tengo entendido, dirigió a larga distancia -vivía ya en Estados Unidos- durante un período breve. Así era su generosidad.

El vuelo de la reina

Tiempo más tarde, reencontré a Tomás en Valencia, en un sitio de playa llamado Gandía, donde se realizó un Curso de Verano coordinado por la profesora argentina Sonia Mattalia, en el que participó Beatriz Sarlo y conferenciantes españoles de la talla de Javier Marías, ocasión en la que retomamos las charlas interrumpidas. Tomás era un gran conversador. Había cultivado amistad con autores prestigiosos -Gabriel García Márquez y Mario Vargas Llosa- y dedicó años a investigar, para sus crónicas y obras de ficción, a figuras políticas. Tenía, por tanto, un anecdotario tupido y sabroso, y una particular manera, muy vivaz, de comunicar sus experiencias con famosos de distintas disciplinas y pelajes.

Ya en 2002, nos reunimos en Madrid con motivo de la entrega del premio a El vuelo de la reina. Lo primero que me llamó la atención al leer su novela fue que la protagonista se llamara Reina, como yo, Reina Remis. También tenía mis iniciales: R.R. Por lo demás, no advertí ninguna otra coincidencia o parecido. Como solíamos hacernos bromas, cuando nos vimos le dije muy seria que por utilizar mi nombre debía darme un porcentaje del cuantioso premio monetario que estaba por recibir. Me miró algo extrañado y enseguida nos reímos con ganas y sellamos el encuentro con un abrazo. Luego, me dijo: “Si sigo repartiendo porcentajes, me quedo sin nada. ¡Imaginate!, con la cantidad de hijos que tengo de cada matrimonio, todos ya me pidiendo una contribución”. En Berlín le tomábamos el pelo por las muchas veces que se había casado. Él se defendía: “Yo me enamoro y me caso hasta que dura el amor”.

Mientras probaba la grabadora conversamos un poco:

-Che, Tomás, es cierto que cuando te notificaron que habías ganado el Alfaguara gritaste: ¡Viva Argentina!

-Quien gritó ¡Viva Argentina! fue Juan Cruz desde la mesa del jurado. A mí, que estaba en el teléfono, nadie me habría oído.

Cuando dimos por concluida la entrevista (donde lo trato de usted como se estilaba entonces en el periodismo), estaba cansado, llevaba toda la mañana atendiendo a los periodistas; le pregunté algo que también le pregunté a Borges:

-¿Cuál sería el premio que más te gustaría recibir?

-Querría que alguna frase de mis libros, una sola, fuera recordada dentro de cien años, aunque no se supiera de quién es, y que esa frase sirviera para deparar alguna forma de felicidad. Eso justificaría que haya dedicado mi vida a escribir.


LA ENTREVISTA

Me gustaría que habláramos, en primer lugar, sobre sus inicios como escritor y periodista y de su paso por el diario argentino La Opinión.

-Empecé como escritor, escribía poesía y cuentos. Yo nací en Tucumán y allí gané el Primer Premio de Poesía de la Provincia, a los dieciséis años, en 1951. Por imposición familiar, cuando entré en la Universidad estudié Derecho. Pero tres años más tarde, abandoné esta carrera y me pasé a Letras que, finalmente, terminé en poco tiempo. Durante esa época, básicamente a partir de los 18 años, trabajé en el diario La Gaceta de Tucumán, donde había un grupo extraordinario de historiadores y filósofos aventados por el peronismo. Figuras de un enorme nivel escribiendo en el diario. Comencé en el área de corrección de pruebas. Mi aprendizaje se completó, más que en la facultad, en esos cenáculos de La Gaceta. En 1957 empecé a hacer crítica de cine.


Luego, en un encuentro fortuito, Juan Valmaggia, el subdirector de La Nación me propuso hacer crítica de cine en este diario de Buenos Aires. Y así me inicié. Estuve allí hasta 1961, época en la cual un disenso con la dirección de La Nación me obligó a renunciar y estuve sin hacer periodismo durante un año. Ya me había licenciado en literatura y enseñé en las universidades de Córdoba y La Plata durante ese período de unos ocho o diez meses, hasta que se fundó Primera Plana. Luego de la partida de Jacobo Timerman, un año y medio después de la fundación de la revista, ésta se convirtió en el semanario mítico que todos recuerdan en la Argentina ahora; yo era el jefe de redacción. Esa función me permitió conocer de cerca a muchos de los nombres, hoy famosos, de la literatura latinoamericana: García Márquez, Vargas Llosa, Cortázar, Fuentes, Borges, Martínez Estrada, por citar solo a los que recuerdo más inmediatamente, y Roa Bastos, con el cual ya tenía una larguísima amistad anterior a todo esto. Trabajé allí hasta que la revista cerró, fue cerrada por la dictadura del general Onganía en 1967, justamente en el momento en que yo me iba como corresponsal de la Editorial Abril a París.

Viví tres años en París. Allí terminé mi maestría en literatura latinoamericana y, luego, cuando regresé a Buenos Aires, volví como director de la revista Panorama. Misión que concluyó cuando denuncié lo que para los argentinos oficialmente era un mero acto de reflexión necesaria: 16 guerrilleros se habían fugado de la cárcel de Trelew, en verdad fueron asesinados, yo publiqué que era muy sospechoso esto y que si, por azar, el gobierno era responsable de estos crímenes, estábamos condenados a un peligroso terrorismo de estado. El almirante, entonces capitán de navío, Emilio Eduardo Massera, pidió que me relevaran de la dirección de la revista. Entonces, fui relevado y esto dio origen a un libro que escribí que se llama La pasión según Trelew. Ya había publicado en el año 67 una primera novela llamada Sagrado.


Luego vino López Rega y la Triple A me espantó con bombas y simulacros de fusilamiento al exilio, y estuve en Venezuela desde 1975 a 1982. Allí hice también periodismo, porque no me daba el coraje ni el talento para vivir de la literatura todavía. Bueno, antes de todo este episodio, está lo que usted citó, que es mi función como director del suplemento literario de La Opinión; eso duró desde 1972, desde mi salida de Panorama, hasta 1975. Fueron tres años tumultuosos, pero, al mismo tiempo, muy fértiles, porque tomé contacto por primera vez con la joven y riquísima literatura argentina de aquel momento. Muchos autores estaban ya escribiendo entonces una obra valiosa: Soriano, Piglia, Gelman, Walsh.

En el exilio trabajé como asesor del suplemento literario de El Nacional de Caracas y fundé un diario junto con Rodolfo Terragno que se llamó El diario de Caracas, del cual fui director de ediciones durante nueve o diez meses. Prácticamente, mi actividad periodística se detiene ahí. Luego fui a Washington como becario para terminar La novela de Perón y, desde entonces, divido mi vida entre la actividad universitaria y la literaria, aunque hice y sigo haciendo algo de periodismo.

¿El periodismo es una buena escuela para el escritor?

-Si uno sabe distinguir entre una escritura y otra, entre una escritura de la inmediatez y otra que pretende cierta trascendencia, sí. De hecho, muchos escritores latinoamericanos hoy reconocidos y muy prestigiosos fueron también periodistas en algún momento de sus vidas o escribieron para revistas y diarios: Borges, Octavio Paz, Neruda, Vallejo y muchos más.


En Buenos Aires, me decía, se dio a conocer como crítico de cine. ¿El séptimo arte fue solo una pasión juvenil?

-No, me sigue gustando mucho el cine. El DVD me facilita ver, al menos, una película por día. El video y el DVD son unos de los grandes inventos de estas últimas décadas. Me parece prodigioso poder disfrutar del cine en casa y volver a ver aquellas películas que me marcaron para siempre. Yo soy un fascinado del relato en todas sus formas artísticas. Por eso me gusta el cine, la literatura, la fotografía y la ópera.

Usted ha ganado el V Premio Alfaguara de Novela 2002 con El vuelo de la reina. Relato donde el poderoso director de un periódico de Buenos Aires hace objeto de sus obsesiones a Reina Remis, una redactora mucho más joven que él. La historia despunta con Camargo, el arrogante protagonista, mirando a Reina desde un departamento de la calle Reconquista, en una escena clásica de voyeurismo, en la que ya se adelantan todas las formas del asedio, la vigilancia y la dominación que gravitarán en la historia. ¿El nombre Reina lo incita a doblegarla?

-No, no es el nombre. Claro, él le pregunta por el origen del nombre, de dónde viene.

Viene de una abuela brasileña.

-Sí, de una abuela brasileña, pero esa abuela se llamaba Regina, porque Reina es un título nobiliario, no un nombre de mujer. Él le pregunta eso, pero no creo que le incite a doblegarla. Más bien el carácter independiente, completamente desentendido de la importancia del director y, además, la voluntad y el deseo de ser ella misma (un ser independiente, libre, suelto) es el motor, aquello que lo impulsa y estimula más. Se trata de un hombre que no puede tolerar la independencia de una mujer.

¿Las mujeres, como opina Camargo, “no pierden nada de lo que han vivido, llevan en el rostro la marca de sus vivencias personales sin poder evitarlo”? En este sentido, ¿los hombres son más indescifrables?

-Al contrario. Las mujeres son mucho más indescifrables. Pero pasa que las marcas de las mujeres que Camargo no alcanza a ver, porque si las viera no haría lo que hace, son señales mucho más sutiles, luces, formas de miradas. A los hombres la vida les marca de manera física, a las mujeres las marca con sombras y con luces. Es una marca completamente diferente. La sombra y la luz, el modo de mirar es algo mucho más difícil de descifrar. Las mujeres, por otra parte, dejan caer los recuerdos, como se dice en las primeras páginas de la novela; las mujeres pierden cosas que, luego, saben cómo encontrarlas. En fin, creo que hay diferencias centrales en el orden masculino y en el femenino.

Fragmentos periodísticos de la realidad se entrecruzan con la ficción, fragmentos de historia de la literatura y de la vida de escritores se entremezclan con la realidad y también con la ficción. Hay, además, en El vuelo de la reina fragmentos de reportaje biográfico, folletín, es decir, historia por entregas. Juegan muchos elementos y varios géneros se fusionan. ¿Es su novela más ambiciosa, más totalizadora en cuanto a inclusión de técnicas narrativas?


-No, no creo que sea en ese sentido una novela más totalizadora que Santa Evita, donde hay hasta un guion de cine metido adentro, por ejemplo. No, es la novela más despegada, si se quiere, de la realidad inmediata, de los aspectos referenciales de la realidad, porque muchas de esas crónicas son inventadas absolutamente, por supuesto. Ningún presidente argentino tuvo una visión mística de Jesucristo, que yo recuerde. Aunque no hubiera sido extraño que la tuviera. Pero es una visión despegada de la realidad. No sé si es la más ambiciosa, es la novela en la cual me sentí, de todos modos, más libre. Porque los personajes eran personajes ahistóricos, anónimos. Y, en ese sentido, la imaginación podía jugar con una libertad más plena.

Entonces, ¿por qué incluye esa “Nota final” advirtiendo que los personajes y los lugares que aparecen en la novela pertenecen al orden de la ficción y no al de la realidad? Poner una nota así puede resultar contraproducente, una provocación para que el lector imagine vínculos reales. ¿Fue su propósito o es hilar muy fino?

-Puede tener, por un lado, eso: que el lector se vea tentado a pensar en hechos reales. Y, por otro, una necesaria defensa. Después de la credulidad desatada por Santa Evita, tenía que tomar mis precauciones. Muchos datos de Santa Evita, que fueron inventados en su totalidad (prácticamente toda la novela es una invención de la historia), se tomaron como ciertos. Muchas de las entrevistas que yo incluyo en la novela se transcribieron en el cine, por ejemplo, en la película Eva Perón, la verdadera historia, como si fueran invenciones del guionista y del director, cuando, en realidad, son invenciones de mi novela. Cuando reclamé por el hecho de que me hubieran saqueado de esa manera, me dijeron: ¿por qué?, si lo que habían tomado eran entrevistas que estaban en la novela. Ahí vemos, por tanto, la incomprensión que muchos lectores y gente de la cultura tienen de la palabra novela, que es una declaración de mentira en sí misma. De ahí que, en este caso, para curarme en salud y evitar futuros malentendidos, puse esa nota de aclaración final.

De cualquier forma, hay en la novela un trasfondo que uno puede identificar fácilmente con ciertos políticos y ciertas historias de políticos argentinos, además de cuestiones muy candentes en estos momentos, como la corrupción.

-La corrupción en el senado. Sí, por supuesto. Se pondrá el sayo todo aquel que crea que le queda bien. Se identificará con cada uno de los personajes todo aquel que crea que debe identificarse. Sin embargo, me pasó una cosa muy curiosa en las entrevistas con los periodistas españoles, muchos de ellos me dijeron: Camargo es idéntico a tal o cual director de tal diario. Me preguntaban: ¿conocías a tal o cual director de tal diario español? No, les decía yo. Lo que pasa es que Camargo es un destilado de los directores de diarios de muchas latitudes y se parece a cualquier director de un diario francés, inglés, alemán, español o latinoamericano.

¿Leyó el libro La Opinión amordazada que escribió Abrasha Rotenberg, un alto cargo de ese periódico, que fue, durante un tiempo, amigo y mano derecha de Jacobo Timerman, exiliado en España junto con su mujer Dina y sus hijos Cecilia Roth y Ariel Rot?

-Sí, lo leí. Quiero mucho a Abrasha. Pero me pareció que es un libro que no le hace justicia ni a él ni al diario La Opinión ni a Timerman, pero particularmente no le hace justicia a él. Porque uno de los episodios más oscuros de mis recuerdos de La Opinión es el momento en que entran Enrique Jara y Ramiro de Casasbellas para desizquierdizar la redacción, y el hecho de que Abrasha se arrogara el mérito de esa incorporación no me gustó. En fin, tal vez sea cierto, o no. No me gustó, me ensombreció la figura de una persona que yo quiero mucho, que es él.

Camargo tiene una pena muy honda, como diría el tango, haber sido abandonado por la madre. Esto, de alguna manera, justifica el hecho de que él no pueda permitir, en su etapa adulta, que una mujer lo deje. ¿Es la misma o similar pena que siente la Argentina, abandonada actualmente a la miseria?

-Como ya dije en otra oportunidad, la Argentina, como Camargo, tolera poco y mal el abandono. A los argentinos les resulta incomprensible que el Fondo Monetario Internacional no los vuelva a ayudar para salir de esta profunda crisis que se manifestó a todas luces a partir de diciembre de 2001. Es un país cuya clase dirigente, o buena parte de ella, padece del mismo mal que el protagonista de mi novela: delirio de superioridad, de grandeza. Se les hace inconcebible que no se les tienda una mano siendo de donde son, de un país que se creía importante. Ahora, en su caída estrepitosa, advierte que, en realidad, no cuenta para nada.

¿Qué le pasó a la Argentina?

-Los sucesivos cuarteles (ya Perón, en 1930, había imaginado a la Argentina como un gran cuartel), es decir, las consecutivas dictaduras, cada vez más violentas, oportunistas y devastadoras, y los períodos democráticos, pero con gobernadores débiles o francamente autistas e ineficaces, como Fernando de la Rúa, o presidentes como Carlos Menem, que apesta a corrupción, son algunas de las cosas que le pasaron. No nos olvidemos que la Argentina es un país presidencialista, que le confiere mucha importancia a sus líderes políticos, quienes impregnan con su perfume, digamos, al conjunto de la sociedad. Piense usted que Menem, entre sus primeras acciones, tiene la de haberse paseado a 200 kilómetros por hora con un Ferrari que le habían regalado; además, se sabe que no viajaba a ninguna parte sin su peluquería y su peluquero. Llevó la frivolidad al poder.

¿Qué es lo que usted indaga con mayor énfasis en sus tres novelas más recientes, La mano del amo, Santa Evita y El vuelo de la reina?


-En pocas palabras, las alternativas entre ficción y realidad.

Se dice en su última novela: “El mundo sería nada sin las ideas que siguen en pie, obstinadas, sobreviviendo a todas las adversidades”. ¿Es imposible vivir sin una ideología que sustente nuestro andamiaje en el mundo?

-La ideología puede moverse. Hay ciertos escritores latinoamericanos que han mudado de ideología tan claramente que es imposible decir que uno vive atado a una sola ideología. Más que a una ideología, es imposible vivir o escribir sin estar con una muy clara visión de cuál y cómo es el mundo que se quiere. Eso es ideología también. Cierta visión del mundo, cierta necesidad de que el mundo sea otro. Si entendemos eso por ideología, es, además, el deseo secreto de todo escritor. El deseo secreto de todo escritor es, creo, vivir en las ficciones aquellas cosas que no pueden ser o que no se pueden tener en la realidad.  Ésa me parece una definición central del escritor. No es mía, es de Walter Benjamin, en su extraordinario ensayo que se llama El narrador. Pero me parece que sin esa transformación del escritor en otro o sin esa búsqueda de una realidad otra, la escritura no existiría, porque la escritura es realmente el deseo de otredad también.