Diccionario caprichoso de infancia (y traición)

Por María José Eyras


Las palabras del comedor

Afuera, el sol de la siesta calcina los patios. Las cortinas labradas, de un bordó terroso, están a medio correr. Terminamos de almorzar en esa penumbra: la abuela en la cabecera, Marta a su izquierda y yo enfrente.

Marta trae el café y a mí también me sirve.  Las tacitas de cerámica azul, compradas en una casa porteña paqueta, aparecen luego de los platos de vidrio irrompibles y son regalo de mis padres. Con ese líquido oscuro y de olor raro ante mí, me siento grande; estoy leyendo Los miserables, y les cuento que lo saqué de la biblioteca de la sala de espera, un mueble gigante con puertas altas y acristaladas.

¿Es uno de los libros que le regaló él?, pregunta Marta.

Sí, Marta, es una de las novelas que me traía cuando éramos novios, dice la abuela, y calla.

Pobre Pirolo, pobrecito, murmura.

Cuente cómo se conocieron, pide Marta.

La abuela se incorpora como sacudiéndose las sombras y evoca un día de principios del siglo XX, cuando el cine mudo llegó a Dolores.

Por primera vez iban a pasar una cinta; dice así: cinta. La función sería en la confitería. 

En lo de Denota, ¿se acuerda Marta?, era la que existía entonces en la esquina donde ahora es Mingo´s. Yo tenía dieciocho años y quería ir, por supuesto. Todo el mundo hablaba de esa función. Pero como todavía no salía, no iba al Centro, tuve que pedir un permiso especial a papá y mamá.

Y ese día lo conoció, apunta Marta.

Sí, me acompañaba mi amiga Adelina, que también vivía en la zona de quintas, como yo, nos habíamos sentado a la misma mesa.

¿Había mesas en el cine, abuela?

¡Claro! La función fue en la confitería y había mesas. Pusieron un proyector, vino don Emilio, el profesor de música, a tocar el piano. Así que estábamos ahí, las dos, sentaditas, atentas, hasta que don Emilio arrancó con los primeros acordes… y de pronto, la chambona de Adelina me dice: “Juanita, ¿viste cómo me mira Pirolo?” Me quedé de una pieza: a mí me parecía que me miraba a mí. Ella se acomodaba el pelo –la abuela se lleva la mano a la oreja e imita el gesto– “Mirá, Juanita, me sigue mirando…”. La gente en las otras mesas comentaba: “Qué bien trabaja Fulano, qué bien trabaja Mengana”, hablando de los actores. Yo no entendía qué querían decir con eso de “trabajar”, pero como era bastante viva, disimulaba la ignorancia, me quedaba callada. Después entendí. 

Ahora se dice actuar, abuela, interrumpo.

Dejala contar, me reta Marta.

Sí, querida, pero entonces, era la primera vez que yo escuchaba eso de “trabajar”, hablando acerca de actores. Bueno, a la mañana siguiente tocaron el timbre en casa, venían de la confitería. Resulta que Pirolo había preguntado por mí al señor Denota: “Dígame, ¿quién es aquella rubiecita en la mesa de la esquina?” y luego me había hecho mandar una caja de bombones: ¡una caja hermosa, con una cinta dorada, un kilo de chocolates! Un tiempo después se presentó a mis padres, pidió permiso para visitarme y nos pusimos de novios.

Qué distinto a como es ahora, ¿no es cierto, señora Juanita?

La abuela suspira.

Muy distinto, Marta… Venía a verme una vez por semana, nos sentábamos en la salita y conversábamos: él acá, yo allá; mamá pasaba y vigilaba. Y en esas visitas, me traía algún libro. A mí no me gustaba nada leer, vivía afuera, en la zona de las quintas, andaba a caballo, visitaba a mis amigas, esa salida al cine fue de las primeras que hice... Pero en la cita siguiente, él me preguntaba por dónde iba, qué me parecía tal escena, tal otra, tal personaje. Así que tenía que leer esos libros que me traía, sí o sí, no quedaba más remedio. Son esos, los que están en la biblioteca grande, los que vos leés ahora.

Qué lindos recuerdos, dice Marta.

Otros tiempos, dice la abuela y sus ojos, velados de nostalgia, miran a ninguna parte. Se hace un silencio largo. Solo se escucha el tic-tac del cucú. Colgado en la pared, sobre el aparador, detrás de la cabecera, de la pelusa dorada, etérea de la cabeza de la abuela, hay un gobelino. En él se ve a una pastora y a un pastor. El pastor, de pie, con el índice extendido, parece sermonearla; infiltrada en mi infancia, es la primera versión del mansplaining que inventaría Rebecca Solnit. La pastora, una mano lánguida sobre el vientre, la otra sosteniendo la cabeza, dejando ver por entre sus ropas las piernas bien delineadas y los hombros desnudos, lo escucha pensativa, ¿resignada, indiferente? Él, en cambio, está completamente vestido. De fondo, un lago; en primer plano, la mirada indescifrable de unas cuántas ovejas echadas.

También tenían sus cosas los tiempos de antes, retoma la abuela. Me acuerdo de una vez, Pirolo había venido a visitarme y ya se iba, habíamos conversado largo rato, le había servido un licorcito... Lo acompañé hasta la puerta y cuando se subió al sulky, que lo estaba esperando, le pregunté: Dígame, Pirolo, usted ahora, ¿dónde va?

Juanita, hay cosas que no se preguntan, me contestó.

La abuela mira a Marta, las dos levantan las cejas y asienten con la cabeza.  Después dicen algo acerca de una casa de citas en las afueras, nombran por lo bajo a una madama llamada la Gringa, comentan: ahí se encontraban todos, todos, ¡hasta el cura! y de pronto se percatan de que estoy allí, se apuran a retirar las tacitas azules, las veo irse, una hacia el patio, la otra hacia la cocina, se esfuman en la neblina del recuerdo.

Aquellas conversaciones de sobremesa, la escena del pastor que sermonea a la pastora, su advertencia repetida por siglos, se funden en una aleación con el escandido del cucú, la historia de la abuela y el abuelo que no conocí, sobrevuelan la presencia estática del aparador y todo es una sola amalgama que por algo me acucia, despierta mi imaginación, crece al reparo de la penumbra del comedor de diario, como le decían, a la hora de la siesta.

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Aparador:

Mueble ya no tan habitual, que acompañaba al juego de comedor, donde se guardaba vajilla, cubiertos y otros elementos para el servicio de mesa. También servía de escondite a alguna golosina, chocolate, licor, reservada para darse un gustito.  A menudo estaba compuesto por un bajo con cajones y puertas y una alzada que podía incluir algún espejo, más compartimientos con puertas, vidriadas o no, molduras u otros detalles decorativos. En algunos diseños, entre el bajo y la alzada se interponía una mesada de mármol o granito.

Chambona:

Se dice de alguien torpe, tonto, que no es capaz de leer con tino una situación, toma una decisión equivocada o se pierde de algo porque no se da cuenta de qué le conviene y qué no.

Cinta:

Se decía de las películas. El término remite a los comienzos del cine y a una tecnología superada, cuando la película era, material y formalmente, una cinta; se grababa sobre tiras de celuloide enrolladas a un carrete. También hubo cintas enteladas que se usaron para las máquinas de escribir y cintas enrolladas –rollos–, soporte de la fotografía analógica. En su obra teatral El punto de costura, publicada en forma de libro bajo el título “La primera materia”, la escritora Cynthia Edul señala y desarrolla cómo la narrativa ha tomado términos del mundo de los textiles –hilo, trama, nudo, desenlace– a lo largo de la historia. En la actualidad, el vocablo ha sido recuperado por la gente joven, incluso ha sido incluido por la periodista cultural Moira Soto en alguna de sus reseñas. 

Cucú:

Reloj provisto de péndulo y gong que se caracteriza por tener una abertura con una pequeña puerta por la cual, cada media hora, sale un autómata en forma de pájaro que puede recordar a un cuclillo y emite un canto que se asemeja a la onomatopeya “cucú”. Acerca de este pajarito mecánico que presidía el comedor de la casa de mi abuela, encontré que en la mitología griega, los cucos se asocian a la diosa Hera, protectora del matrimonio y de las mujeres casadas, para quien eran considerados sagrados. En Europa se relacionan con la primavera y los cuernos (por ejemplo, en la obra de Shakespeare Trabajos de amor perdidos) y en la India, los cucos son sagrados para Kamadeva, nada más y nada menos que dios del deseo y el anhelo. A su vez, en Japón, el cuco simboliza el amor no correspondido.

El mecanismo que produce este sonido dataría del siglo XVIII y permanece hasta el presente, casi sin modificaciones. La similitud con la insistencia de algunas prerrogativas del patriarcado, y el dudoso privilegio femenino del sufrimiento por amor, en esto de “permanecer casi sin modificaciones”, nos interpela.

Gobelino:

En su origen, el término proviene del apellido de Jean Gobelin, un tintorero de la lana que vivió en el Medioevo y se dio a conocer por la intensidad del rojo escarlata que conseguía. ¡El rojo, color de la sangre, la vida, la pasión! Jean Gobelin tenía su taller en París, junto al río Bièvre, afluente del Sena. Luego, en honor a esta célebre familia, se instaló allí la fábrica de tapices que abastecería a los monarcas franceses desde Luis XIV: La Manufacture Royale des Gobelins. Desde entonces, se llama gobelino al tapiz de ese origen o a sus imitaciones. En la actualidad, aún es posible visitar esta fábrica, y en París, una avenida y una estación de metro honran el nombre de Jean Gobelin.

Por extensión, gobelino es también una tela gruesa, opaca y resistente, de mucho cuerpo, de múltiples usos: tapicería, decoración, accesorios, prendas de vestir.

Madama:

Mujer que regentea un burdel, a menudo también ella misma exprostituta entrada en años. Proviene del francés “madame”, y en otros contextos podría usarse como fórmula de cortesía o título de honor, similar a “señora”. La Gringa de la escena obviamente no tenía nada que ver con la Madama Butterfly de la ópera de Puccini, Cio-Cio, una inocente muchacha japonesa traicionada cruelmente por Pinkerton, marino norteamericano.

Quedar de una pieza:

Expresión coloquial que significa sorprenderse o admirarse por algo inesperado. La amiga de mi abuela se habrá quedado de una pieza cuando se enteró de que, al día siguiente, Pirolo le envió una caja de bombones a su compañera de mesa.

Sermonear:

Coloquialmente, amonestar o reprender a alguien. Deriva, obviamente, de sermón, discurso que pronuncia el sacerdote en la misa, desde el púlpito, y se usa también para referirse a una perorata larga y pesada que se le dirige a alguien para corregirlo. Nótese, en el caso del gobelino, quien, por los siglos de los siglos, corrige a quien.

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Próxima entrega: Las palabras del escritorio de recibo