¿Cuántos miedos caben en una valija?

Por Brenda Howlin 

Imagen hecha con IA por BH

¿Cuántos miedos puede sentir una madre cuando la distancia de rescate cruza el Atlántico?

Infinitos. Incontables. Indecibles. Impensados. 

Más aún cuando a pocos días de que esa madre se suba al avión, rumbo a cumplir un sueño insoñable, la realidad de la maternidad le dé tres trompadas y la deje knockout mirando el pasaporte sin saber qué hacer.

Tres episodios, con poca diferencia horaria, viví antes de cerrar mi valija. 

Los digo rápido, casi como un vómito. Porque son tan feos, que ni los puedoquiero nombrar: casi secuestran a mi hija de 8 en la calle, casi se ahoga en una pileta y casi se muere de un golpe de calor mi hijo de 5 años.

Listo. Los dije.

¿Puede ser que todas estas pesadillas sucedieran juntas justo antes de que mamá se vaya de viaje?

Concretamente, no les llegó a pasar nada. Se salvaron de todo. Pero lo terrible de estos hechos, es que despertaron antiguos y terroríficos fantasmas con los que lucho desde que estas criaturas llegaron a mi vida. El miedo constante de que les pase algo, es mi peor enemigo. Y el miedo retroactivo es un monstruo inmanejable. Me torturo pensando: “¿Qué hubiera pasado si no llegábamos a sacarlo de la pileta a tiempo?, ¿qué hubiera ocurrido si no le daba agua, sal y una ducha de agua helada a tiempo? 

No había forma de cerrar mi valija sin presentir que, tal vez, era la última vez que los iba a ver. 

Enumero velozmente mis miedos más comunes, para que comprendan de qué les estoy hablando:

Que una fiebre se complique y tengan convulsiones.

Que una lastimadura se agrande y devenga infección generalizada.

Que se caigan de la cama y se fracturen la nariz o el cráneo.

Que un camión se suba a la vereda cuando estamos caminando y nos pase por arriba.

Que un dogo se los coma enteros.

Que una pérdida de gas nos liquide a todos mientras dormimos.

Que un comando de ladrones se descuelgue por los techos de mi casa mientras dormimos, nos amordacen y se lleven todo. Incluyendo a mis hijos.

Quedarme dormida mientras manejo en la autopista y salir volando.

Que a mis criaturas les agarre la bacteria de la carne. 

Hay más, pero temo que algún profesional de la salud mental lea esta lista y sugiera internarme bajo tratamiento severo.

La mañana en que tenía que viajar, le rogué a mi marido que me prometiera que no iba a sacar a los chicos a la calle, que no iban a andar en auto, que no iban a meterse a ninguna pileta, que no iban a comer carne y que los iba a dejar mirar televisión 24 horas por día sentados en el sillón. Pero sanos y salvos. 

Los abracé lagrimeando, les dije que eran lo que más amaba en la vida. El más chiquito, desconcertado, preguntó “Mamá, ¿estás llorando de felicidad?”. 

Y me subí al taxi. Llorando. También de felicidad. Era la primera vez que iba a estar sola en otro país, sin mi familia. Y lo más increíble de todo era que viajaba a Madrid porque había ganado un concurso de dramaturgia por mi obra de teatro Entre tus siestas, donde se haría un semimontado con elenco español. Nada podría estar mejor.  Sólo tenía que deshacerme de mis miedos. 

Cuando el avión despegó, ya no había ni consejo ni mensaje que pudieran proteger a mis hijos. Estaban con su papá. ESTÁ TODO BIEN. VA A ESTAR TODO BIEN. me repetía como un mantra.

Dormí poco. Estaba revolucionada. 

Aterrizamos en Barajas a la hora programada. Mamá a salvo. En el aeropuerto recuperé la señal de wifi y recibí un mensaje que me puso a temblar. “Tengo poca señal, avísame cuando llegues. Estamos en la guardia. No te preocupes”. Me preocupé mucho. Llamé lo más rápido que me dieron los dedos. “¿Qué pasó?”. “Lila se fracturó la mano”, me respondió mi marido. “Es una fractura chiquita, 40 días de yeso. No es grave. Ella está bien”.

Contuve las lágrimas: esa fractura la dejaba fuera de todas las muestras y actividades de fin de año para las que se venía preparando con mucha ilusión. Hubiera querido abrazarla, darle ánimos. Pero no pude. Le mandé besos y abrazos a la distancia. Y en plena madrugada de invierno europeo, me subí a un taxi pensando una vez más que así funciona la maternidad. Todo es siempre tan crudo, bello e impredecible. 

Pasamos con el taxi por La Gran Vía, La Puerta del Sol, Plaza Mayor, El parque del Retiro, con la ciudad aún dormida. Estaba sola después de tantos años de estar con personas encima de mí. No cargaba mochilas, camperas, juguetes. Nada. Estaba sola, mi alma y yo. Una madre sola. Una madre artista sola. Mi valija y yo. Nada más. Mis deseos y yo. Solita y sola.

NO LO PUEDO CREER. TODO VA A ESTAR BIEN. TODO ESTÁ MUY BIEN. 

Bastó bajarme del taxi frente a la puerta del Hotel, para soltar absolutamente todo: miedos, nostalgia, culpa materna. Porque de eso también llevaba en mi carry on. 

Lo que vino después, tal vez lo deje para otra crónica. Sólo voy a confesar que no extrañé absolutamente nada. NADA. Que toqué el cielo con las manos. Que caminé todo lo que me dieron las piernas. Que aluciné con la belleza de la soledad. Que valoré cosas tan simples como escuchar la música que quería escuchar, tardar cinco minutos en salir a la calle, manejar mi agenda a gusto y piacere, ir a una reunión con tan solo una mochilita a mis espaldas, sin el estrés de tener que llegar a tiempo a buscar hijos al colegio. Y es que las madres a veces necesitamos estar solas, irnos lejos, para volver a estar cerca de nosotras. Y acordarnos de quiénes éramos, quiénes fuimos, y quién somos ahora. 

¿Cuántos deseos caben en una valija?