Por
Cecilia Sorrentino
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Alma Woodsey, Lirios, tulipanes, junquillos. Detalle, 1961. |
Puedo recordar mi propia emoción ante el
crecimiento de mi hijo y mi hija pequeños. Una suerte de extrañada celebración
que se imponía sobre la conciencia de la fugacidad. Como abuela, en cambio, no
es que falte la celebración, es que la finitud se la lleva por delante. Y
pienso en mis tres nietos: Helena (8), Nicolás (7) y Alfonso (6) en modo
perplejidad. Ocho años que van desde la felicidad de encontrarnos en una mirada,
hasta el desconcierto de no saber cómo acompañar, qué proponer y, últimamente también,
qué hacer con mi cansancio.
En estos ocho años viví con ellos los primeros
asombros, volví a jugar de verdad, les canté las nanas de mi abuela, inventé
cuentos que ellos recuerdan y yo no. Hicimos magia telefónica para no perdernos
en la pandemia y recuperé los mitos griegos que todavía disfruta Nico. Con
Alfonso viví su primer viaje en tren, más fascinante aún cada vez
que lo recuerda. De Helena guardo los “ah” de sus siete, ocho meses asombrados
ante mi caja rebosante de coloridas cintas. De los tres
atesoro escenas, palabras, gestos, preguntas, metáforas. Como dice León
Gieco: “todo está guardado en la memoria” y, por las dudas, también en mis
cuadernos.
Pero hoy comprendo que este tiempo de sus niñeces
es el de los “todavía” y los “ya no”. Como con todo en la vida. Solo que, desde
mi abuelidad se siente más veloz y por momentos también más difícil. Todavía
voy con Nico por la vereda cumpliendo el desafío de no pisar las líneas entre
baldosas. Todavía señalo una flor y logro que Alfonso se detenga también para
decirme que “es muy hermosa, ¿no?”. Todavía juego escondidas con Helena
aunque, como es la mayor, de pronto no sé cómo acompañar su timidez, sus
nuevos silencios. Cuando me deja, la abrazo fuerte. Nunca sé si alcanza o
si sobra.
Tengo amigas que también dedican buena parte de su tiempo a ser abuelas a la vez que siguen adelante con otros intereses, trabajos o estudios que, en general, nos apasionan. Algunas todavía cuidan a un padre o una madre muy mayor. Para nosotras, la abuelidad es una pregunta insistente, un desafío sobre el que conversamos con frecuencia. A veces también un dolor que solo expresamos en esas conversaciones. Llegamos a esta abuelidad sin manual de instrucciones. Porque no somos abuelas como lo fueron nuestras madres y algunas pautas de crianza no son las que hemos seguido: ¿cómo vas a acostar a un bebé panza abajo, má? Pienso, pero no digo: como me dijo que lo hiciera tu pediatra para evitar que te ahogaras con un vómito y para ayudarte con tus cólicos. Merecería un apartado especial el tema del crédito que no nos conceden algunos representantes de la actual generación de pediatras. Y, ya que estamos, el de este imprescindible aprendizaje: no decir todo lo que pensamos.
Nuestra ayuda
es necesaria pero no siempre -se presume- hacemos las cosas bien y a veces
nos toca una observación o un reto. Y sucede todo tan precipitado que si
tenemos algunas pocas respuestas, llegan cuando ya volvimos a casa y nos
despatarramos agotadas en un sillón. Tomadas por un cansancio desconocido, que
comienza a veces en la cintura pero llega siempre a la cabeza.
L. dice que cuando se van sus nietos siente la cabeza llena de algodón y necesita darle un rato para que recupere sus funciones mentales. M. descubrió que todo es más liviano si logra preparar una suerte de programa. Cantos, papeles, cajas de cartón, consignas de juego. Cuando ellos lo pasan bien yo me canso menos, admite. Lo mejor, pienso yo, es que logramos acortar el tiempo ante las pantallas. Una verdadera obsesión para todas nosotras.
B. recuerda a su madre cuando tenía la edad que
ella tiene ahora. Por la tarde tejía, recibía a su nieta, miraban juntas la
novela. La vida transcurría puertas adentro de casa. En cambio, se observa a sí
misma como abuela y habla de despiste. Los días llenos de actividades
personales y laborales calzadas a presión en el tiempo de la semana. Llevamos
una mochila demasiado pesada, dice, y no le encuentro la vuelta a esta etapa
del trabajo y el amor. Me generan sensaciones de tensión, de salirme de mi eje.
M. cuenta que no puede decir que no a los pedidos
de ayuda. Sé que es imprescindible que esté a la salida del jardín y
me quede con mi nieta hasta que regrese mi hijo. Y me llena de felicidad que
ella disfrute de una “piyamada” en mi casa. Pero, ¿sabés cuánto tiempo me lleva
relajar, recuperarme de ese cansancio de la felicidad?
Me quedo pensando en algo que también dice mi amiga
y que quizás alcanza las hondas raíces de nuestra perplejidad: cuando a esta
altura de la vida una detiene la mirada en estos niños y niñas que
amamos, también ve los propios desamparos.