Por Silvina Quintans
Mad Men indaga en la cotidianeidad de una
agencia de publicidad en los años ’60, de la mano de su protagonista, Don
Draper, un genio creativo de la industria. Pero no es el único protagonista:
las mujeres ocupan en esta serie un lugar fundamental, se las ve luchar para
hacerse un lugar en una oficina que no escapa a los prejuicios machistas de la
época, muchos de ellos aún vigentes.
La Historia (Vietnam, las luchas por los
derechos civiles, el asesinato de Kennedy) pasa por el costado de la historia
de cada uno de los personajes. Desde el
corazón de la sociedad de consumo, allí donde se crean nuevas necesidades y
donde se exaltan las cualidades del individuo, casi de soslayo asoma la
contracara en el hipismo, los movimientos antibélicos y las luchas colectivas
por los derechos de las mujeres o de las minorías raciales. Un país en el que
conviven mundos paralelos y una serie que refleja esa complejidad como un
prisma con infinitos enfoques.
Durante este último mes, a medida que avanzaba
con las temporadas, fui escuchando el muy recomendable podcast Quemese
después de escuchar, con Victoria Airaldi y Federico Fabrizio. Mientras
viajaba en colectivo al trabajo o caminaba por el parque, me sumergía en dos
horas de conversación por cada una de las siete temporadas en la que los
protagonistas del podcast van desgranando detalles y subtramas que enriquecen
la mirada.
En medio de este proceso inmersivo, retomo esta
antigua nota que publicamos en Damiselas hace casi diez años, con algunos
agregados de esta segunda vuelta.
Mad Men y yo
Don Draper es mi padre. Llegué a la conclusión
hacia la mitad de la segunda temporada, cuando comprendí que aquel hombre de
traje y afeitada, de pelo engominado y porte misterioso, era demasiado parecido
a la imagen que una niña nacida en la clase media de mitad de los años 60 podía
tener de su padre. Mi padre también vestía trajes grises, transmitía la solidez
de un superhéroe, fumaba y tuvo una infancia difícil de la que emergió con la
prestancia del self made man.
Y no termina aquí lo autobiográfico: los
decorados, los peinados, la ropa, la televisión, forman parte del collage de mi
infancia. Allí alternan –como en Mad Men- ambientes recargados o minimalistas,
lámparas de diseño, pisos alfombrados, paredes machimbradas, oficinas con divisiones
vidriadas, estampados psicodélicos, vasos con bordes metálicos, mesas con
botellas de alcohol, adultos que fumaban a toda hora, incluso cuando viajábamos
en el asiento trasero de autos aparatosos y rectangulares.
También reconozco la tensa placidez suburbana y
me identifico con los niños que, nacidos en plena carrera espacial, soñaban con
ser astronautas y viajar a la luna. “Go watch TV”, ordenaban los adultos para
sacarnos de encima, como ahora se confina a los chicos detrás de la pantalla
del teléfono celular. Matt Weiner, el creador de la serie, nació a medidados de
los ‘60 y habrá abrevado en sus recuerdos infantiles para idear la obsesiva
reconstrucción de la época.
Espiar el mundo de Don Draper fue espiar el mundo de los adultos, allí donde
todo parecía sólido y previsible, para descubrir la impostura de aquello que se
escondía detrás de los silencios y cosas dichas a medias. Todo formaba parte de
una realidad en la que nada era lo que parecía.
La familia tipo y el sueño americano armaban un espejismo que se
escapaba cada vez más lejos.
Tal vez por todas estas coincidencias o
simplemente porque cada escena de Mad Men está construida con el detalle de una
obra de arte, es que no puedo despegarme de su atmósfera.
Retrato de un perdedor exitoso
Detrás de su porte de triunfador, Don Draper es
el hombre más triste del mundo. Ni el dinero, ni una casa en los suburbios, ni
la mujer de figurín, ni la familia perfecta lograron su felicidad.
La sociedad del éxito no pudo contra la soledad y la melancolía.
Don Draper y sus miradas, sus vacíos, sus
repentinas ausencias. Mad Men es un drama construido con elipsis, con aquello
que no se dice. Un drama con el ritmo moroso de un libro, que se despliega en
los silencios, en los gestos, en la búsqueda de una felicidad artificiosa. Cada temporada avanza lentamente y se degusta
como el vaso de whisky con el que Don se relaja en su oficina. Para los que buscan acción y vértigo, esta no
es la serie. Se trata aquí de atmósferas y personajes, de pintar los matices
más sutiles de la experiencia humana, de hurgar más allá de las apariencias.
La escritora francesa Nathalie Sarraute adaptó
el término científico “tropismo” a la literatura. Según la autora, son los “movimientos
apenas voluntarios y subterráneos donde se originan los comportamientos, las
sensaciones, los actos; son esas vibraciones imperceptibles, esas impresiones
innombrables que modifican las relaciones entre los seres humanos y se reflejan
en sus más cotidianas reacciones, en sus gestos más corrientes.” Pienso en esta
palabra cuando veo a Don con la mirada perdida recordando su infancia, a Peggy
contener la respiración frente a los desaires de sus compañeros, a Roger
inventar una broma en pleno velorio de su madre, a Joan acomodarse el vestido
después de ser violada por Greg Harris, su marido. Todos estos gestos que
muestran las angustias subterráneas son el combustible que alimenta a los
personajes.
La saga de Don Draper bien podría haber sido
una monumental novela épica de aquellas que siguen las peripecias de su
protagonista. Solo que aquí el héroe es, a pesar de las apariencias, un
antihéroe. Don es lindo, inteligente, exitoso, adinerado, dueño de una casa en
los suburbios, bien casado con una exmodelo, y respetado padre de familia. Todo
esto debería alcanzarle para ser feliz, pero Don no es feliz. Tal vez esa sea
la prueba más certera del fracaso del sistema: alguien que ha llegado a la
cúspide por sus propios medios, y, una vez allí, descubre que tampoco está
satisfecho. Don no es feliz, aunque él mismo haya inventado el concepto de
felicidad:
“La publicidad se basa
en una cosa, la felicidad. Y, ¿sabes lo que es la felicidad? La felicidad es el
olor de un coche nuevo.”
En el mundo de Don Draper –al menos en la
primera temporada-, ni siquiera el amor se salva del escepticismo: “Lo que tú llamas amor fue inventado por
alguien como yo para vender medias de nailon”, no tiene empacho en decir.
Este hombre que afirma que la felicidad no
existe, la busca hasta la autodestrucción. A lo largo de siete temporadas vemos
cómo en los títulos se precipita en caída libre entre las tentaciones
publicitarias del sueño americano.
El personaje de Don Draper es una vuelta de
tuerca al ideal estadounidense del self-made-man, porque detrás del logro de
“hacerse a sí mismo”, están la soledad y el vacío. En varias escenas de la
serie se ve a los personajes leyendo libros de la escritora rusa-estadounidense
Ayn Rand y la referencia no es casual. El protagonista tiene algunas
reminiscencias de Howard Roark de El Manantial, un arquitecto creativo que se
opone a las convenciones y se abre camino solo. Pero Don Draper, a diferencia
de Roark, no es un ejemplo de vida sino un personaje vulnerable detrás de su
cubierta de éxito.
¿Hay esperanza para Don Draper? Sin estropear
el final a quienes no lo hayan visto, podríamos decir que sí, que el personaje
crece y, sobre todo en los últimos capítulos, su coraza se desarma luego de un
largo proceso de introspección, lejos de los decorados artificiales de Madison
Avenue, y cerca de la naturaleza y de la contracultura hippie. Al ideal del
consumo que representa la publicidad (y la felicidad, Don dixit), los hippies
oponen sus comunidades lejos de todo avance consumista (¿estará allí la felicidad?).
En algún momento del penúltimo capítulo, Don y
Peggy tienen un diálogo revelador:
Don - ¿Qué ves para tu futuro?
Peggy – Quiero ser la primera mujer
directiva de esta agencia
Don se sonríe – Me sorprende que lo
sepas con tanta exactitud. Supongamos que lo logras, ¿qué sigue?
Peggy – Conseguir una cuenta enorme.
Don - ¿Y después?
Peggy – Tener una gran idea, crear
una frase pegadiza
Don - ¿Te gustaría ser famosa?
Peggy – Sí
Don - ¿Y qué más?
Peggy – No sé
Don – Sí lo sabes
Peggy – Crear algo con un valor
duradero
Don ríe con sorna - ¿En publicidad?
Peggy – Esto es sobre mi trabajo, no
el significado de la vida
Don - ¿Pensás que no están
relacionados?
Peggy – Estás de mal humor, por qué
no escribes tus sueños para que yo pueda pisotearlos.
Queda claro que la felicidad está en una
escalera donde siempre hay otro objetivo mayor en un proceso que difícilmente
llegue a su fin. Peggy quiere crear algo con valor duradero, cosa que para Don
está reñida con la publicidad. Felicidad, publicidad y consumo corren por vías
paralelas que, para Don, no se cruzan, aunque su trabajo sea hacer creer a la
gente que sí. Hay que llegar hasta el final de la serie para ver si Don puede
vencer el pesimismo y encontrar algún sentido en el trabajo y en la vida.
El otro aspecto que surge de esta conversación
entre ambos protagonistas, es el del papel de las mujeres en la sociedad de los
años sesenta, con el que aún hoy podemos sentirnos identificadas.
Betty o el derrumbe de
la feminidad
- Comme je m’ennuie!, se quejaba Madame Bovary, harta de la chatura de la vida pueblerina.
Lo mismo podría decir Betty Draper, porte de
modelo, fumadora empedernida, madre
aburrida. Betty carga con el mandato del ama de casa perfecta de la década del
50, aquella que se dedicaba feliz a su próspera familia, rodeada de confort y
lejos de las vicisitudes de la vida laboral. Pero estamos en los 60, y todo
aquello no la conforma. Su incomodidad se nota en los gestos de disgusto frente
a sus hijos, en su insatisfacción, en el ahogo con el que juega a ser la
anfitriona perfecta.
El nombre de Betty podría no ser casual: en
1963 la activista Betty Friedan publicó un libro que cambiaría la historia del
feminismo y ganaría el premio Pulitzer al año siguiente: La mística de la
feminidad. La idea surgió cuando escuchó
a un grupo de mujeres que conversaban en los suburbios prósperos de Nueva York
-donde ¿casualmente? vive Betty Draper- sobre un problema que no tenía nombre y que
apenas podían definir. En aquella sociedad próspera de posguerra las amas de
casa tenían garantizada una vida de prosperidad: casa, hijos,
electrodomésticos, pero nada de eso alcanzaba, el malestar era un vacío que no
podían expresar. Betty Friedan
identificó las raíces del malestar de la vida hogareña en una mística de lo
femenino que se difundía a través de la educación, los medios de comunicación y
-sorpresa!!- la publicidad. Betty Draper, igual que April Wheeler, la
protagonista del libro Revolutionary
Road de Robert Yates, representan al ama de casa desesperada de aquellos años,
presa e insatisfecha con el ideal de esposa y madre.
Betty es confinada en sus sucesivos matrimonios
a un lugar decorativo en el que debe lucir siempre perfecta para sostener la
carrera del marido de turno. Tanto Don Draper como Henry Francis la exhiben
como trofeo y se interesan poco por sus opiniones.
En el ambiente claustrofóbico de la vida
suburbana, son pocas las veces que Betty irradia felicidad. Cuando organiza una
colecta para mejorar el agua del pueblo, cuando viaja a Italia con Don y
sorprende con su dominio del italiano, cuando parece a punto de retomar su
carrera de modelo, interpretando, precisamente, a un ama de casa feliz.
“No soy tan superficial como luzco”, le dice a
Don cuando están de viaje en Italia y ella, con un sensual vestido, simula que
recién lo conoce. Betty habla italiano, estudió antropología, pero cada una de
sus inquietudes se ahoga bajo el mandato de una sociedad que la somete y
subestima.
Don la usa como prototipo de la esposa
suburbana para un estudio de mercado, y ella se indigna al enterarse. Henry, su
segundo esposo, la reprime duramente luego de que opina de política en una
reunión:
- Habla sobre cómo te molestan las migas sobre la mesa, y deja el pensamiento para mí, le espeta.
La opresión estalla cuando en uno de los capítulos
de la primera temporada, luego de aceptar silenciosamente que no volvería a
trabajar como modelo, Betty empuña un arma en el jardín de su casa, y con un
cigarrillo colgando de la boca, dispara a los pájaros de su vecino.
Betty es, de algún modo, la denuncia contra el
confinamiento doméstico de las mujeres, que en la década del 60 se empieza a
desmoronar. El vacío de Don y Betty dinamitan el sueño americano. Detrás de los
planos perfectos -que remiten a los años ’50-
en los que se ve a Don con la corbata floja en el sillón junto a Betty,
la pollera acampanada y los niños con el perro en la alfombra mirando
televisión, acecha la infelicidad oculta detrás de la foto.
Peggy, la self made woman
Peggy Olson, la joven secretaria de camisas
cerradas y peinado de colegiala, irá soltando su cabello y su vestimenta a
medida que avance en su recorrido como redactora publicitaria. Su vida tiene
muchos puntos en común con la de Don: es creativa, talentosa, tuvo que abrirse
camino desde abajo, pero en su caso se suman las desventajas de ser mujer. Es
una self-made-woman que debe enfrentar el techo de cristal.
Peggy aspira a ocupar el mismo lugar que Don,
pero, aunque a lo largo de las temporadas ha demostrado su talento y capacidad
de trabajo, deberá abrirse camino entre el desprecio y los prejuicios de los
demás personajes.
En la quinta temporada Peggy conversa con la primera secretaria negra contratada por la empresa y reflexiona sobre su trabajo:
- Ser redactora es difícil, especialmente para una mujer. ¿Piensas que actúo como un hombre? , pregunta Peggy
- Supongo que debes hacerlo a veces
- Trato, pero no sé si lo tengo incorporado, no sé si es lo que quiero.
Peggy proviene de una familia religiosa y de un
entorno humilde, renunció a su hijo, al que dio en adopción para focalizarse en
su carrera, un pecado difícil de perdonar en cualquier época. En la quinta
temporada decide juntarse con su pareja en lugar de casarse, algo imposible de
soportar para su madre.
En el
penúltimo capítulo expone el secreto de su maternidad ante su amigo y compañero
Stan:
STAN – No podrías haber hecho tu
carrera si hubieras tenido hijos, le dice él, que ignora su secreto.
PEGGY – Ya entiendo –le responde con
ironía- el secreto de tu espectacular carrera es que no los tuviste. Puedes
tenerlos y escaparte o ni siquiera saberlo. Cualquier hombre puede equivocarse
sin que eso le impida avanzar, (la mujer) debería poder vivir su vida como lo
haría un hombre.
“Peggy no se casó”, se llama el ensayo que
escribió el español Enrique Vila-Matas en el libro “Mad Men. O la frágil
belleza de los sueños en Madison Avenue”. El autor sostiene que la historia de
Peggy y sus compañeras de oficina es en realidad la trama secreta, el centro de
la narración, el eje verdadero de la serie. Para él “pasara lo que pasara,
siempre al fondo de las escenas estaba Peggy (…) Peggy canta siempre al fondo,
pensé. Y me dije también que ella no solo era la trama secreta, sino también el
género secreto oculto en el eje mismo de la narración (… ) Peggy, vista como un fragmento que rompe,
quiebra y acaba cantando al fondo de alguna sala, aniquilando cualquier posible
última ilusión anticuada de plenitud decimonónica.”
No sabemos si al final Peggy se casa o no, pero
sí sabemos que está decidida a seguir dando batalla en un mundo que comenzaba a
abrir sus puertas –a los golpes, eso sí- a mujeres como ella.
La Marilyn pelirroja
Joan, el otro personaje femenino importante de
la serie, lucha para que la reconozcan en un ámbito donde el acoso es moneda
corriente. La belleza abre puertas hasta que se convierte en un arma peligrosa
y empieza a cerrarlas. Porque Joan tiene una figura curvilínea y le gustan los
vestidos ajustados, pero eso es solo el envase de una mujer inteligente y
eficiente que va ganando independencia a medida que enfrenta distintos
desafíos.
Entre aquella secretaria que aspiraba a
conseguir un marido y una casa en los suburbios de los primeros capítulos, a la
mujer que lucha por sus derechos, mantiene sola a su hijo y decide
independizarse, transcurren siete temporadas y corre mucha agua bajo el puente.
La misma mujer que llora cuando conoce la noticia del suicidio de Marilyn -otra
belleza curvilínea cuya belleza opacaba el talento- logra sobreponerse y
hacerse valer.
En una escena memorable, Joan y Peggy intentan
vender un proyecto a unos clientes que de manera burda y grosera ignoran la
propuesta y se dedican a lanzar indirectas sobre la silueta de Joan, como si fueran estudiantes secundarios. Ella
se ofusca y piensa que jamás la tomarán en serio, aunque seguirá luchando por
su lugar y no dejará que los embates masculinos la amedrenten.
Me costó llegar a los últimos capítulos. No
quería despedirme de los personajes, sabía que los iba a extrañar. Me sentía
como Sally, la joven hija de Don Draper, que descubre un oscuro secreto de su
padre a través de una puerta entornada.
Espiar
el mundo de Don, Betty, Peggy y Joan fue
mirar por el ojo de la cerradura ese mundo tan parecido al de mis padres, donde
todo parecía tan sólido y la felicidad
era un lujo que suponíamos se podía comprar. Una mirada sobre mi propia
infancia, y sobre los comienzos de esta modernidad líquida, en la que siempre
sentimos que la verdadera vida –como en las buenas publicidades- habita en otra
parte.