Por M.S.
Al salir de un agotador trámite
burocrático -sí, definitivamente kafkiano- una siesta ardiente de febrero de
2020, me topé en la avenida Córdoba con uno de esos bancos de hormigón que
simulan ser acolchados. Y aunque sabía de su dureza despiadada, el cansancio y
la intención de acomodar unos papeles me llevaron a intentar sentarme en unos
de ellos. Imposible: además de la incomodidad de sus desniveles, al rayo del
sol el banco estaba listo para cocinar panqueques, vuelta y vuelta.
Mentalmente, empecé a escribir la siguiente columna, que ahora se reproduce en
Damiselas después de pasar por el shopping Abasto y advertir no solo que la
gente sigue sin usar estos disparatados asientos, sino que actualmente se los
ve carcomidos por el óxido, con varias capas de suciedad, alguno usado de
basurero. Razón para
tornar a aquellos comentarios, con algunas correcciones.
Unas palabras para referirme a los
traicioneros bancos diseminados ¿estratégicamente? por la ciudad. Bancos con el
falaz aspecto de mullidos asientos capitonés, con agujeros en vez
de los típicos botones forrados (para que se pueda escurrir la lluvia) y una
superficie que imita el tapizado en sombríos tonos plomizos. Bancos más duros
que corazón de archivillano de película de James Bond.
Si a un/a paseante distraído/a en un
mediodía soleado del estío porteño, necesitado/a de un alto reparador en su
camino -sea cual fuere su edad, peso, tonicidad muscular-, se le ocurriese
posar su trasero sobre dichos bancos con pretensiones de banquetas
afrancesadas, es más que probable que brotaran de su alma tremendas
imprecaciones contra toda la parentela de quienes idearon, diseñaron,
aprobaron, fabricaron, instalaron y pagaron (sí: ¡con la nuestra!) estas
trampas, en una de las cuales acaba de quemar su nalgamen, agredir sus huesos,
bambolear su equilibrio…
Según nota publicada en Clarín
(16-11-2016), firmada por Vivian Urfeig, estas banquetas de hormigón con
agujeros de aluminio anodizado existen por obra y gracia del Grupo Bondi, que
se presenta como “banda de rock que en vez de canciones hace objetos”. La nota
de marras cita frases de estos creativos, lejos de formas coloquiales y cerca
de la tomadura de pelo: “Su materialidad intenta revelar otros mundos posibles
quebrando lo automático de la vida cotidiana y promoviendo la iluminación del
goce estético y la pregunta filosófica”. Y por si no se entendieron sus
designios, se explayan sobre estas banquetas engaña-culos (trompe le cul):
“Aburridas de su vida aristocrática se convirtieron en piedra para poder
soportar las inclemencias del tiempo, vivir afuera, dormir bajo las estrellas y
estar conectadas con la vida”. Los comentarios, de huelga...
Tortura: suplicio, tormento aplicado para
arrancar confesiones, dicen los diccionarios. Claro que hay torturas de todo
tipo y de diversa intensidad a través de una larguísima historia de
sufrimientos infligidos a personas y animales, que deplorablemente aún se
perpetúa, aunque queremos creer que en menor escala. La tortura a
humanos/as ha sido sistemáticamente avalada por sistemas dictatoriales,
militares, eclesiásticos, policiales, pero más allá de cierta atenuación en
Occidente, sobre todo a partir de la Declaración de los Derechos Humanos (por
la Asamblea General de las Naciones Unidas, París, 1948), se sigue torturando
en el planeta, solapadamente, abiertamente. Ya lo denunciaba Voltaire en su
Diccionario Filosófico, en el XVIII, cuando apuntaba: “Los franceses que pasan,
no sé bien por qué, por un pueblo humanitario…”.
El exitoso invento se instaló en varios
países y llegó a Nueva York en 1822, ya transformado en cinta de correr sin
cesar, aplicando esa energía humana al funcionamiento de molinos de granos y
bombas de agua. Cuando se comprobó que en Durham, Inglaterra, se producía una
muerte por semana, la máquina fue suprimida a fines del XIX, comienzos del XX.
Pero resurgió pujante en los ’80, cuando ocurre el auge del aerobismo, para
convertirse en una industria billonaria en Estados Unidos, que se extiende en
nivel mundial.
Las pomposas banquetas sobre las que
porteñas y porteños, cuando no les queda otro remedio, apoyan apenas sus
posaderas en los bordes, sabiendo que esos asientos carecen de zona alguna de
confort, aunque sugieran un acolchado que, se dice, nació -¡otra vez!- en
Inglaterra: el cuarto vizconde de Chesterfield, Philip Dormer Stanhope
(1694-1773), en algún momento mecenas de Voltaire, le pidió a su ebanista un
asiento cómodo que mantuviese a los caballeros en la postura correcta.
Así fue que hizo su aparición el ya ultraclásico Chéster, capitoné su
respaldo y sus brazos a la misma altura, sí, pero de mullido cuero y con patas
de madera. Súperconfortable el sillón que los exclusivos clubes ingleses solo
para varones adoptaron primeramente y que luego empezó a formar parte del
mobiliario chic de quienes pudieran pagarlo. Adoptando a veces algunas variaciones en sus
formas, pero siempre blandengues, blanduzcos, con sus botoncitos forrados
geométricamente ubicados.
Se anuncia que los bancos -rebautizados banquetas
en Buenos Aires-, aunque onerosos, son antivandalismo. ¿No será que aparte de
la evidente intención de chasquear a peatones, fueron pensados para disciplinar
a las personas sin techo -y con plazas enrejadas- de manera que no pudieran echarse
un sueño sobre el desparejo, durísimo, engañoso "acolchado"? En la
llamada arquitectura del control o de la crueldad, figuran los bolardos
metálicos como balas gigantes incrustadas por la ciudad, particularmente en
calles peatonales. Y desde luego los bancos rectos, algunos con respaldo, pero
férreamente divididos en tres secciones, indiferentes ante el aumento de la
pobreza que ha puesto a tanta gente a dormir en las veredas. Porque los
zaguanes y cualquier otro recoveco que pudiera servir de refugio ha sido
protegido con pinchos.