Por Marina Soto
Hay películas que pueden ser estética o narrativamente impactantes, pero que, cuando se empieza a tirar del hilo que hilvana sus partes y se logra desarmar la producción en cuestión para quedarse con las piezas, puede verse que el mensaje no siempre está a la altura (como sucede, por ejemplo, con el Guasón de Joaquín Phoenix, devenido, ay, un referente para libertarios). Y no es que esté mal que nos cuenten una historia bonita solo para disfrutar del placer estético: sabemos que desde el remoto comienzo de la humanidad nos encanta escuchar cuentos. Pero cuando una obra narrativa, de cualquier tipo, tiene además un mensaje profundo, no solo disfrutamos de la historia, sino que recibimos también algo del orden de la revelación, de la epifanía. Y cuando esa creación está estructurada de manera completa, compleja, en la que todas las partes conducen al mismo fin (todas las partes cuentan la historia, todas las partes son el mensaje), la epifanía se convierte en catarsis, en la posibilidad de experimentar una liberación emocional, un insight que puede dar paso a la transformación.
La sustancia es una de esas
obras. Ya pasaron dos meses desde que la vi y todavía sigo pensándola, pelando
las capas que la construyen, perfectamente conectadas, entramadas, bordadas.
Sin duda, hay múltiples enfoques desde donde analizar La sustancia, y
es por esto que abundan las opiniones tanto muy a favor como muy en contra, los
artículos que reflexionan sobre distintos aspectos de la película; y los
posteos en redes sociales hablando sobre las referencias e intertextualidades
cinematográficas o explicando cómo afectan a la fotografía las distintas lentes
utilizadas para filmarla.
Particularmente, estoy
interesada (fascinada, debería decir) en cómo la parte estética está cosida a
la trama y al mensaje al igual que la espalda de Elizabeth, el personaje que interpreta
Demi Moore. El medio es el mensaje, sí; la historia es el mensaje, también; y
el medio es parte de la historia. La película cuenta no solo a través de la
narración, sino también con cada mínima decisión de arte y fotografía. Nada
está librado al azar, nada está puesto en escena para el mero lucimiento de la
puesta en escena. Todo cumple una función en la película como obra integral. La
directora no da puntada sin hilo.
La otra cosa que me
resulta interesante, y que se conecta con lo anteriormente mencionado, es que
Coralie Fargeat elige claras referencias a directores que tienen dos puntos en
común respecto del mensaje de la película: primero, hacen películas de terror o
de géneros relacionados (sobrenaturales, fantásticos, de misterio, policiales).
Segundo, son directores que ponen un foco en la parte estética de sus
películas. Kubrick, Lynch, De Palma, Hitchcock, Ducournau. Las referencias
están en todas partes: cámaras, luces, colores, composición, fotografía, arte,
música, planos.
Fargeat parece estar
diciendo: esta es una película de terror, y el terror es estético, y lo
estético puede provocar terror. Las alfombras de colores fuertes, el
minimalismo impoluto, los grandes ventanales, el brillo de la luz del sol, de
los focos de Hollywood, de los tapados amarillo eléctrico, las mujeres
convencionalmente hermosas: en todas esas cosas bellas de ver, ahí también se
esconde lo siniestro.
Y es que ser mujer es
una de terror, y los fantasmas que nos acosan desde niñas son la opresión sobre
nuestros cuerpos y mentes, formas del horror cotidiano con el que las mujeres
aprendemos a vivir, a convivir porque no queda otra. Ya sea el culto a ciertos
cánones de belleza, a la juventud eterna, el adoctrinamiento patriarcal sobre
lo que se espera de nosotras en todo sentido, la objetivación y la violencia
sexual, y un largo etcétera que ya conocemos bien: todo está ahí para
recordarnos cada día que, si lo sobrevivimos, es porque somos una final girl, y
podemos descansar hasta el día siguiente, en el que tenemos que empezar de
nuevo. Sísifo, un poroto de soja.
Es cierto que en el
actual imperio de la imagen y del cuerpo como equivalente de salud y fuente
inequívoca de felicidad La sustancia nos habla a todos los
humanos, más allá del género, porque somos presa de temores similares. Los
cuerpos son el campo de batalla, ahora más que nunca. Sin embargo, como suele
suceder en las guerras, donde el cuerpo de las mujeres es parte del territorio a
violar y/o destruir, somos las más afectadas en esta lucha, y es por esto que
resulta indiscutible que la película apela particularmente a la realidad de las
mujeres, quienes tenemos una presión social más fuerte y de más larga data
sobre nuestro cuerpo en todo sentido, desde el bíblico parirás con dolor al
contemporáneo recuperarás el cuerpo ideal a una semana del parto.
Por eso La
sustancia es una película centrada en las mujeres, en la que los
hombres solo sirven como vehículo para resaltar el horror de ser mujer (incluso
hasta los “buenos”, como el hombre enamorado de Elizabeth, que sin ninguna mala
intención y solo por su interés en ella, termina generándole un ataque de
ansiedad).
La sustancia no es
una película fácil de ver para quienes no soportan el body horror, y es una
pena que se la pierdan porque es una obra absolutamente necesaria, que invita a
reflexiones interesantes, a muchas lecturas posibles. Y además, es un film con
muchísimo humor (implícito), una de las mejores herramientas para enfrentar el
miedo, para tratar las cuestiones más tremendas.
La sustancia sigue en cartel en algunos cines, como Cinépolis
Recoleta. También puede verse en la plataforma MUBI.