Ese sonido tan reconfortante de la llave en la cerradura

Por Mariela Sexer

Escena de Roma, film de Alfonso Cuarón

Hace unos cuantos días se hizo viral una historia de Instagram de Juana Repetto en la que se mostraba desbordada por eventos de su vida cotidiana y la crianza de sus hijos. La actriz e influencer decía:

Les juro que estoy agotada, me está pasando de todo. Estoy cansada, frustrada, angustiada. Mi casa es un quilombo. Mi vida es un quilombo. Grace, que es la señora que trabajaba en casa, nos abandonó, nunca más volvió.

Después, como suele hacer en sus descargos, agregaba una serie de confesiones totalmente desafortunadas. Juana no parece conocer el límite entre lo público y lo privado. Tampoco el alcance de los white people problems ni el respeto por el trabajo de otro ser humano. Al revelar el origen principal de su angustia comentó: “Estoy agotada de lavar pantalones cagados”. La lluvia de comentarios negativos no se hizo esperar:

“Agarra la pala”

“Pobre Grace, lo bien que hizo en abandonarte”

“¿Se puede ser tan ridícula? Probá con psicólogo, no subiendo historias llorando… ¿O probá laburar un laburito de 6 hs? No te digo tomarte bondi como el 80 % de la población… O poné historias en ‘mejores amigos’ que vivan en nube de pedo con empleadas cuidando chicos sin laburar”.

Más allá de su falta de pudor y su indiscutible tilinguería Juana instaló un tema que desvela a muchas mujeres y a muy pocos hombres: la necesidad del servicio doméstico.

El mundo se divide entre la gente que depende de ese servicio y los que pueden prescindir alegremente de él aunque puedan pagarlo. Por supuesto, me encuentro en el primer grupo y envidio mucho a los que integran el segundo.


Lorena viene a mi casa dos veces por semana. Cuando escucho abrirse la puerta en los días que le toca, se apodera de mí una inefable paz mental. En la serie Según Roxy estaba muy bien descrito ese sentimiento cuando Roxy presentaba a Kerly, su empleada doméstica. Después de alabarla y de decir que no podía vivir sin ella, Roxy declaraba: “Hay gente que ama los fines de semana, yo amo los lunes cuando se escuchan las llaves en la puerta, y Kerly ya está en casa”.

La contracara de esto es el fatídico mensajito de WhatsApp, con cuentagotas:

“Hola..."

"No voy a poder ir hoy…”

No importa el motivo, el día ya está arruinado. Todo lo que planeaste, hay que recalcularlo. Si tenés hijos pequeños y un horario laboral que cumplir, directamente considerás tirarte por la ventana. Habría que hacer un tratado de psicología sobre la sensación de orfandad que nos provoca el faltazo de la empleada doméstica a “algunas” personas.

El humorista Moldavsky contaba que el estado de ánimo de su mamá dependía totalmente de la presencia o no de María, la empleada. En la familia había un momento de festejo o zozobra que puedo identificar claramente. María o Kerly tenían ropa y ojotas que usaban para la faena. La dejaban en la casa de sus empleadores para no llevar y traer. Los viernes una vez que se cerraba la puerta, la mamá de Moldavsky corría al lavadero y si la empleada había dejado sus pertenencias, había festejo familiar: ¡María iba a volver el lunes!


Ya lo decía el título del libro de Jessica Fainsod del 2008 editado por Sudamericana Se nos fue María y mi vida es un caosSuperado el albur de la asistencia diaria a la jornada laboral, cuando tenemos una relación estable y satisfactoria con la empleada, el siguiente ruego a Dios es que no se vaya.

Esta relación laboral cercana tan particular -extendida en las clases altas latinoamericanas- es mucho menos frecuente en los países desarrollados. En zonas suburbanas de Estados Unidos, por ejemplo, es común que la auxiliar de limpieza (maid, cleaning lady) llegue en su autito, e inclusive que traiga su aspiradora de confianza. En Argentina es un recurso que la clase media, aunque en menor medida que antaño, todavía puede permitirse. 

Más allá del país y de la forma de contratación, de si la empleada usa uniforme o la llaman con la campanita (¡horror!), de si almuerza con sus empleadores en la mesa familiar... siempre la naturaleza de la relación conlleva una cierta extrañeza. Se trata de una persona con la cual la mayoría de las veces solo nos conecta un número de celular, que comparte nuestra cotidianidad e intimidad. Ella sabe mucho de nosotras y nosotras poco de ella. Aunque le preguntemos por su familia, nos interese su salud, la ayudemos a conseguir un turno o le regalemos la ropa que ya no usamos, siempre estaremos del otro lado. Muy pocas veces se franquea esa desigualdad y nos transformamos realmente en familia de ella, como nosotros creemos que ella es parte de la nuestra. 

Tuve la suerte de ser testigo de casamiento de Alicia y de que Angélica viniera a mi casamiento. Ambas progresaron desde que dejaron de trabajar en casas de familia. Alicia es repositora de supermercado y Angélica se recibió de técnica radióloga y luego dio un vuelco a su vida, se fue a vivir a Bariloche y actualmente es instructora de yoga. Lamentablemente son excepciones a vidas de sacrificio que no suelen redundar en mejoras de movilidad social tangibles para ellas.

La Ceremonia

Sería muy sano poder pensar el vínculo como una relación laboral en la que una necesita un servicio, la persona le pone un precio, lo brinda, cobra, hacemos los aportes correspondientes y no experimentamos la menor culpa. La dificultad mayor para que esto suceda, más allá de las diferencias de clase, es que la relación se da en el hogar, puertas adentro. Eso la hace única y, en algún sentido, unilateral.

Será por esas características que la ficción, en todas sus formas, le ha dedicado muchas obras a representar este vínculo. He aquí algunos ejemplos bastante conocidos: Manual para mujeres de la limpieza, de Lucía Berlín; la idealización del rol en las novelas de Andrea del Boca como Celeste y Estrellita mía; la Milagros de Natalia Oreiro en Muñeca bravaEn las expresiones brasileñas del género, la Nina de Avenida Brasil; Celsa y Antonia de la serie Nada. También tenemos a las películas argentinas Cama adentro (coproducción con España), con Norma Aleandro y Norma Argentina -asimismo empleada doméstica en la vida real-; el documental, menos famoso, Bajo el mismo techo, de 1997, dirigido por Marcelo Mosenson. La mayoría de estas producciones exploran y explotan una variante extrema de esta relación laboral tan peculiar: la empleada con cama adentro.

Las hermanas Papin durante el proceso judicial

Mi favorita en esta temática es la película de Claude Chabrol de 1995, La Ceremonia, nada menos que con Isabelle Huppert y Sandrine Bonnairedonde la relación se lleva al extremo de la tragedia. Y las "vencidas" se transforman brutalmente en "vencedoras". Este film es una adaptación de la novela Un juicio de piedra, de Ruth Rendell quien por su lado se inspiró libremente en el famoso affaire Papin y en la pieza teatral de Jean Genet Las criadas (Les Bonnes, 1947) muy representada en nuestro teatro alternativo, tomaba ese fait divers que convulsionó a Francia en 1933. Es decir, el crimen de las hermanas Christine y Léa Papin -cocinera y femme de chambre, respectivamente, de una familia pudiente- que, motivadas por un agravio, decidieron liquidar a la patronal.

Hace unos años Gustavo Noriega escribió sobre Roma, la gran película de Alfonso Cuarón, y supo poner en palabras la delicada ecuación que conlleva este trabajo:

El del servicio doméstico "cama adentro" es un fenómeno eminentemente latinoamericano: probablemente la única situación en que personas de diferentes clases sociales conviven cotidianamente en el hogar. Los que pertenecemos a la zona privilegiada de ese encuentro sabemos bien de la distancia única que se establece entre empleadores y empleada (uso el femenino porque prácticamente el 100% del servicio doméstico son mujeres): una mezcla de lejanía e intimidad desconcertante. El espectro de palabras posibles con que se describe esa relación es muy amplio: desde indiferencia y crueldad hasta demagogia e inclusión, pasando por todas las formas de mala conciencia que pretenden licuar en la vida cotidiana una relación de poder. Por supuesto que ese espectro no excluye el afecto sincero ni la empatía.

Lo que Gustavo describe en este párrafo lo experimenté vivamente cuando murió Hilda, la señora que cuidó a mi hijo Elías desde que tenía meses hasta que entró a la sala de dos del jardín de infantes. Hilda vivía en Florencio Varela, viajaba casi dos horas diarias para llegar a Boedo, y otras dos para volver a su casa. No faltó un solo día y siempre llegó a horario. Yo sabía que tomaba entre dos y tres colectivos para llegar. Poco tiempo después de trabajar con nosotros, enfermó de cáncer. Tuvo algunas internaciones y murió algunos meses más tarde, a los 61 años. Fuimos a despedirla a su velorio, a pocas cuadras de su casa. Viajamos en auto, atravesamos en un vehículo confortable el trabajoso camino que ella había recorrido durante dos años. Ese día tomé claramente conciencia de las dimensiones de la distancia que separaba su casa de la mía, y también supe que le iba a estar eternamente agradecida.

El pequeño Elías recibiendo gustoso su vianda de manos de Hilda

Nota publicada en La Inspectora, newsletter de Mariela Sexer