Melodrama: la felicidad de sufrir

 

Por Mariela Sexer

“Si yo la hubiese tenido a usted, solamente volviéndome ciego, sordo o imbécil, la habría dejado por otra”.

Juan del Diablo a Mónica en Corazón salvaje, 1993.

Lo que el viento se llevó (1939)

En 1984, cuando tenía 12 años, reabrió el cine Metro y se reestrenó Lo que el viento se llevó. Fui desde Devoto, donde vivía, con una amiga de la primaria a ver ese clásico. Fue una experiencia inolvidable. Lo que más recuerdo es la sensación de desazón y frustración que me invadió durante varios días después de ver la película. No podía entender cómo Scarlett prefería al pusilánime de Ashley y cómo el director y los guionistas habían permitido que Rhett se marchara. Me había compenetrado de tal manera con la historia que me resultaba desgarrador que Scarlett se hubiera dado cuenta tarde de cuál era su verdadero amor y que la historia no tuviera el final feliz que yo esperaba. En ese momento no lo sabía, pero con los años supe que esa desazón estaba en la esencia del género que más amo: el melodrama.

En los 90 me topé con la revista El Amante/Cine (en los 2000 con uno de sus directores) y comenzó mi educación cinéfila. El cine y la tele siempre formaron parte de mi vida, pero los 90 me permitieron sistematizar saberes y empezar a entender los géneros cinematográficos.

Desde que leía con devoción Susy, secretos del corazón, sabía que me apasionaban las historias de amor y si eran de amores contrariados o inesperados más aún.

En 1998, en la edición 75 de El Amante/Cine se publicó un extraordinario dossier Melodrama. En una de las notas introductorias, Silvia Schwarzböck da en la clave describiendo el valor diferencial del género:

Sus códigos amorosos son los contrarios de los de la comedia romántica. La pasión es lo opuesto de la seducción. El verdadero amor es el que responde al desorden sentimental y a la pasividad ciega de la pasión, no a las reglas pragmáticas del cortejo y a la actividad lúcida de la seducción. Así como en la comedia romántica las almas gemelas se creen incompatibles (solo hace falta entre ellas una serie de mediaciones que las una en el contrato matrimonial), en el melodrama, las almas incompatibles se creen gemelas (solo hay que aguardar la fatalidad del funesto destino que las cruce para hacerlas sufrir sin ningún provecho). El pathos que domina en el melodrama es el de la melancolía.

La melancolía, una forma sublime de la tristeza, es un arma poderosa de goce. Silvia lo desarrolla así:

En el melodrama se le impone al público un placer morboso en la contemplación del dolor ajeno, que no puede simplificarse diciendo que se trata de una identificación masoquista con la figura de la víctima. El refinamiento de la puesta en escena, la voluptuosidad de los rostros arrebatados por la pasión o contraídos por el dolor, la acumulación de acontecimientos funestos dentro de una trama delirante y casi imposible de resumir en pocas líneas…la cursilería de un discurso amoroso históricamente concebido para la platea femenina, son algunos de los elementos que permiten dar rienda suelta a una sentimentalidad habitualmente reprimida frente a los géneros considerados como serios. Hay una falta de pudor en el melodrama que se vincula directamente al patetismo y que permite gozar con el sufrimiento ajeno de una manera desvergonzada, tal vez porque permite ver el propio bajo una nueva luz: aquella que hace resplandecer los momentos intensos por encima de la opacidad de una vida cotidiana sin demasiados matices…Esa vía de salvación de la vida cotidiana por la simple experiencia de una situación disparatadamente dolorosa, el melodrama la presenta de manera paradójica: está al alcance de cualquiera, pero en realidad es para unos pocos. Y es que no se trata solamente de convertir en expresiones de lo sublime a la pérdida de la autoestima, a la anulación del sentido práctico de la vida, y a la ceguera pasional, sino de alimentar a través de ellas un contacto secreto entre lo popular y lo culto a través de ese goce reflexivo que se conoce como morbo. Porque la puesta en escena misma del melodrama plantea la siguiente paradoja: el distanciamiento del director es directamente proporcional a la intensidad extraordinaria de los sentimientos que experimentan los personajes (cegados por el amor, el odio, la envidia, la culpa o el deseo de venganza). Esta distancia no es una distancia crítica, que busque a través de la parodia mecanizar un procedimiento particular previamente conocido por el espectador... Esta toma de distancia es la condición necesaria para la estilización de la vida cotidiana, porque no es otro el escenario del melodrama que el espectador reconoce inmediatamente como propio. Solo así lo familiar puede volverse extraordinario y producir esa clase especial de goce reflexivo que es el morbo. Como el placer por lo viscoso, lo sucio, lo pestilente, el pus y la sangre, que exorcizó el cine de terror contemporáneo, esta morbosidad -asociada a la falta de decoro, al patetismo, ya la libertad de entregarse al lenguaje estrafalario de la cursilería- le dio al melodrama un carácter único e intransferible.

La obra maestra de Douglas Sirk:
Imitación de la vida (1959)

Melancolía, falta de pudor, estilización de lo cotidiano y goce con el sufrimiento ajeno son los elementos del melodrama. Un humor zumbón y la ironía también. El prejuicio generalizado es menospreciarlo entendiéndolo como un género menor, pueril y maniqueo. Basta ver todas las películas comentadas en el dossier de El Amante para entender cuán equivocada está esa idea. La línea es fina entre la obra maestra y la caricatura. Mis preferidas: Imitación de la vida, La Loba, Stella Dallas, Mildred Pierce (no está en el dossier) y Que el cielo la juzgue.

Douglas Sirk, el mejor director del género, en el libro de Jon Halliday, Douglas Sirk por Douglas Sirk, explica a la perfección esa delgada línea: “Esta es la dialéctica: existe una distancia muy pequeña entre el gran arte y la basura, y la basura que contiene el elemento de la locura se halla, por esta cualidad misma más cerca del arte”.

A partir de los años 60, el melodrama cinematográfico se fue replegando para refugiarse en las telenovelas.

Hace unos meses, gracias a la recomendación de mi amiga Laura y a la plataforma VIX descubrí la novela mexicana Corazón salvaje de 1993. Nunca había visto una novela mexicana, tenía la idea que estaban más cerca de la basura que del arte. Esta versión es la tercera telenovela basada en la misma historia de Caridad Bravo Adams (nombre melodramático). La primera se estrenó en 1966 y la segunda en 1977. También hay dos versiones en películas Corazón salvaje que están disponibles: una de 1956 en VIX y la otra de 1968 en Amazon Prime. Vi las dos, son objetos curiosos que resaltan la calidad de obra maestra del género que es la novela de 1993.

Juan y Mónica, Andrés y Aimée,
los personajes de Corazón salvaje (1993)

Un breve resumen del guion adaptado por la italiana María Zarattini:

La historia se sitúa en 1900 y narra la historia de Juan del Diablo, valiente y noble contrabandista, nacido pobre y privado de apellidos y familia, aunque en realidad es hijo natural del rico terrateniente Francisco Alcázar y Valle. Juan inicia un romance con Aimée, condesa de Altamira, sin saber que esta es la prometida de su hermanastro Andrés, el heredero legítimo de los Alcázar y Valle. Antes de casarse con Aimée, Andrés también había renunciado a su compromiso matrimonial con la hermana de ésta, Mónica, quien queda sumamente abatida por el rechazo. Despechados ambos, Mónica y Juan acaban enamorándose en medio de un mar de encuentros, desencuentros y pasiones cada vez más agónicos y emocionantes, que mantienen el suspense y la tensión desde el primero de los capítulos hasta el final.

Esta versión de Corazón Salvaje tiene puntos en común con Lo que el viento se llevó. Transcurre en un período similar y es también una gran superproducción que cuida muy bien los detalles de época desde el vestuario, a los diálogos. Gran parte se desarrolla en una hacienda como Tara y los criados juegan un rol muy importante en la trama. Mónica, la protagonista (la angelical Edith González), también está enamorada de un hombre timorato, Andrés, pero por suerte, a diferencia de Scarlett, se da cuenta a tiempo de las virtudes de Juan Del Diablo y se enamora perdidamente. La novela contrabandea en los 90, en un México que seguía siendo casi igual de conservador y machista que el del 1900, ideas sobre la mujer emancipada con intenciones de trabajar e independizarse.

En este contexto no recuerdo un personaje masculino con una empatía femenina tan marcada como el de Juan Del Diablo, encarnado brillantemente por Eduardo Palomo. Juan cuestiona y desafía las costumbres de la alta sociedad. Una vez comprometido con Mónica va a visitarla y ella le dice:” No podemos vernos porque estamos solos", y él le contesta: “Pero ya estuvimos solos otras veces” y ella responde: “No estábamos comprometidos”. A lo que él le dice: “Son raros ustedes”.

Eduardo Palomo, como Juan del Diablo,
y Edith González, como Mónica.

La frase “has perdido el juicio” se repite infinidad de veces a lo largo de la novela, la pérdida de la doncellez es “el” tema y el descubrimiento del amor entre los dos protagonistas un hito romántico pocas veces logrado en una telenovela.

Hay otro personaje masculino entrañable, el Licenciado Noel Mancera, padre putativo de Juan interpretado por el actor Enrique Lizalde. Un Alfredo Alcón mexicano, de una voz y dicción perfecta que fue el primer Juan del Diablo en la telenovela de 1966. Las escenas entre Juan y Don Noel son para el cuadrito.

Al momento de su estreno y a lo largo del tiempo la telenovela fue un suceso, despertando pasiones en todo el mundo. Diez años después sucedió una tragedia digna del género: Eduardo Palomo de 41 años vivía en Los Ángeles con su esposa y sus hijos, una nena de 5 años y un nene de tres. Fue a comer a un restaurant con su mujer y amigos y sufrió un infarto fulminante. Dicen que murió de la mano de Carina, su esposa, dejando hijos muy chiquitos.

Su Juan del Diablo trasmitía una melancolía profunda, su muerte temprana no hizo más que acentuarla. La esposa actriz y cantante al estilo de la trama de una telenovela nunca volvió a casarse. Sus hijos son artistas. Fiona actriz y Luca músico.

La fuerza del melodrama es tal que hasta hace dos meses yo no sabía de la existencia ni da la novela ni de la historia de los actores protagonistas. (Edith González también murió joven de cáncer a los 54 años en el 2019) y hoy sufro por la novela y por lo que pasó en la vida real. La locura personal tampoco hay que descartarla.

En estos días de pasión y consumo desenfrenado de Corazón Salvaje, otro amigo me recomendó una película, Un actor malo, recomendada hace un par de semanas en la Agenda personalísima. No pude salir de mi asombro ante la casualidad cósmica cuando comprobé que la protagonista era la bella Fiona Palomo, hija de mi amado Juan Del Diablo. La película es buenísima, la actuación de ella, impresionante. Tiene una cara preciosa y una gran expresividad. Mientras la veía no podía dejar de pensar en su padre. En la descendencia y en lo que hubiera pensado Palomo al verla en escena. Será por eso por lo que el melodrama es tan atractivo, se acota a una pantalla y funciona como refugio, para el drama verdadero está la vida misma.

 

Nota publicada en La Inspectora, un newsletter de Mariela Sexer