La selva

Por Cecilia Sorrentino

Leon Spilliaert, Ostende 1881- Bruselas 1946

Una tarde mi mamá me dice que vamos a visitar a la tía Elsa. Que también va la tía Rosa. Elsa y Rosa son hermanas de mi papá.

Tomamos el té sentadas a la mesa del comedor diario. En el comedor de la tía Elsa siempre está la luz encendida. Y las persianas cerradas. También las de la puerta que da al patio. Las persianas de toda la casa están cerradas. Mi mamá dice que las casas en las que no se abren las ventanas están sucias. Yo no veo sucio el comedor. Lo veo lleno de cosas. Cosas del trabajo de mi tío, cajas apiladas, herramientas, rollos de papel. Libros, revistas, diarios viejos. El tablero de mi primo.

Tampoco está sucia la cocina, que no tiene ventanas. Quedó atrapada en medio de la casa.

Me gusta distraerme y volver a la conversación, a las voces de ellas.

Estarán hablando de algo que les preocupa porque la tía Rosa dice “qué cosa”, y se quedan un momento calladas. Como si pasara un nubarrón. Hasta que mi mamá le pide a la tía Elsa una receta de cocina.

También me gusta mirar como mueven las manos. La tía Rosa da unos golpecitos sobre la mesa con la yema de los dedos. La tía Elsa pone la mano de costado y hace como que pica ajo. Dobla y desdobla la servilleta. Con un dedo aplasta una miga sobre el mantel y después la deja en un plato. La tía Elsa tiene manos contentas. Como ella. Siempre encuentra algo que le hace gracia. Su carcajada es la más alegre de toda la familia. También me hace reír cuando juega a cambiarme el nombre: ¿y vos qué contás, Filomena?

Después de un rato me aburro. Quiero salir al patio a ver los pájaros. En el patio hay jaulas con canarios, jilgueros, cabecitas negras. El más lindo es el calafate. Mi primo me contó que apareció un día. Volaba entre el naranjo y las jaulas de los otros pájaros. Él armó una trampera con alpiste y la colgó cerca de los canarios. Se escondió en el comedor y enseguida escuchó el golpe de la jaulita cerrándose. Después me explicó que es por eso que se dice “pisar el palito”.

El patio está lleno de macetas. Las más grandes tienen cuatro patas y están en línea junto a la pared. Las otras cuelgan de un gancho o de una rama del naranjo, al borde del jardín.

El jardín no es como el de mi casa, no tiene césped. Es una selva de plantas apretadas. Se llaman filodendros. Tienen hojas enormes que crecen enredándose. Algunas son tan altas como el naranjo. Mi tío siempre dice que esas plantas valen mucho y que cuando las venda va a ser rico. También dice que cuando se haga una parrilla le va a poner bordes de oro.

Me gusta mirar esa selva cuando él no está. Me levanto de la mesa, abro una hoja de la persiana y salgo.

No sabía que mi primo y sus amigos estaban ahí. No los escuché llegar. Quería estar sola en el patio y ahora me da vergüenza volver atrás. Son cuatro o cinco, están sentados en el piso. Deben tener 18 años, como él. Camino hacia el jardín por un costado, sin mirarlos, pero mi primo dice que quiere presentarme a sus amigos. Me agarra de la mano y me sienta sobre sus piernas estiradas, de frente al grupo. ¿Te da vergüenza? Me arde la cara. No respondo. Él les dice cómo me llamo. Y que ya sé leer. Entonces dice que podríamos jugar a las adivinanzas. Que es divertido jugar a las adivinanzas. Los amigos se ríen. Él toma mi mano, la lleva hacia atrás, hacia mi espalda: tengo que adivinar qué toca mi mano. Pienso que tendré que acertar con el nombre de una hoja o una flor.

Pero no.

¿Viste qué suavecito?, dice. No quiero responder. Él insiste. ¿Qué es?

Es tu dedo, digo. No, no es mi dedo, mi dedo está acá, mirá. Se ríen más todavía.

Entonces me pregunta si me gusta. ¿Te gusta? Y es como una explosión, como un golpe que me hace cerrar fuerte la mano. No puedo moverme, pienso justo cuando me suelto de un tirón. Mis piernas me levantan. Salgo del círculo. Un frío empuja mi espalda: cualquiera de ellos podría agarrarme. Pero ya casi llego. Entro al comedor y cierro la persiana. Me agacho a hacer algo con una de mis sandalias, como si se hubiera desprendido. Respiro hondo. Después vuelvo a sentarme al lado de mi mamá. Me sueno la nariz para que no se note que tiemblo. Espero que ellas no me miren. Si la tía Rosa me mira, va a preguntar qué me pasa. Está cortando una porción finita de torta de manzanas. Conversan sobre algo que les da risa. No escucho lo que dicen. Un montón de abejas zumban en mi cabeza. El corazón me late fuerte. Me late también en la cabeza. Sé que estoy en el comedor con ellas, pero parece que sigo en el patio, mirando lo que pasó como si fueran fotos que corren, una tras otra, hasta donde estaba yo. Ahí hay una luz tan blanca que no veo nada.

¿Para qué se me ocurrió salir al patio? ¿Por qué no volví al comedor cuando vi que estaban ellos? Me dio vergüenza. Pero ahora, esta vergüenza es peor. Es más grande que todas las demás.

Pienso en mi papá. No tiene que saberlo mi papá.

La tía Elsa me pregunta si quiero torta de manzanas y le digo que sí.

Dice tomá tesoro, me acerca el plato, y me da pena. Que esté contenta. Que se quieran tanto con mi papá. Me da pena mi papá.

Es como si ellos fueran a romperse.

No tiene que saberlo nadie.

Mi primo entra al comedor y dice que va a comprar algo con los amigos, que enseguida vuelve. Me pregunta si está rica la torta de manzanas.

Digo que sí con la cabeza. Es como si en vez de preguntar por la torta de manzanas me avisara que sabe que no voy a decir nada.

Cuando escucho que cierran la puerta de calle quiero que mi mamá diga bueno, vamos. Que lo diga pronto. Antes de que él vuelva. Y cuando al fin lo dice, y nos levantamos, tengo miedo de encontrarlo al salir.

A la noche, en la cama, quiero pensar en otra cosa, pero no puedo. ¿Qué voy a hacer cuando él venga a mi casa? ¿Y cuando volvamos a visitar a la tía Elsa? No tengo que quedarme sola con él. Pero voy a tener que darle un beso. ¿Cómo voy a darle un beso? ¿Cómo voy a hablarle?

 

Después, otro día, mi mamá tiene que ir al centro y me deja en casa de la tía Elsa. La tía me cuenta que hizo flan con muchos agujeritos, como a mí me gusta. Le dice a mi mamá que no se preocupe por la hora y que cuando vuelva del centro no hace falta que venga a buscarme. Sonríe como si fuera a contarnos una travesura. Dice que a mi primo ya le dieron el registro. Y que seguro va a querer llevarme a casa en auto.