Por MS
Según pasan los años, Anahí Berneri va dando pruebas de que sabe moverse con pareja desenvoltura tanto en el teatro como en el cine. Más conocida por sus películas, sin embargo, ella fue responsable de la arriesgada puesta en escena de una pieza inquietante de Santiago Loza, allá por 2007 en el Rojas, titulada Nelidora, sobre dos hermanas siamesas unidas por la piel de la espalda. Condenadas a ir pegadas de por vida, pero separadas por sus respectivas maneras de ser, de pensar, de desear. Asimismo, previamente, AB había presentado un musical para niños que escribió y dirigió.
En el reciente estreno Lo que se pierde se tiene para siempre, Berneri trabaja con un material de suma delicadeza, proveniente de la literatura: algunos de los primorosos cuentos de Alejandra Kamiya -hija de una argentina y un japonés- en los que las reseñas han señalado reiteradamente la influencia del haiku. Los relatos en cuestión fueron tomados por Javier Berdichesky y Andrés Gallina para elaborar una creativa y a la vez respetuosa escritura teatral que elige como estructura principal el cuento Separados, al que se le intercalan citas o frases en otras narraciones (Arroz, etcétera) que se acoplan con naturalidad, acaso porque los diferentes textos de AK guardan entre sí una secreta afinidad.
En esta adaptación o teatralización, algunas líneas funcionan casi como didascalias en el discurrir y el accionar de la protagonista -alternadamente niña, adolescente, adulta- que conduce esta historia de familia (padre, madre, hija) que se desarma pero no del todo, con saltos temporales y cierto discreto distanciamiento en el tratamiento de situaciones que implican alguna forma de dolor, que se proponen condensadas, sugeridas, generando emociones contenidas en el público.
No hay señales de lugar o de época en el texto teatral, aunque el estilizado vestuario, inalterable a través de las distintas edades de los personajes, parece remitir a las últimas décadas del siglo XX. Impresión que se confirma en la lectura del cuento Separados, cuando la hija dice que encontró la foto de ella muy chiquita con sus padres -previa a la separación- en un libro que perdió el lomo dejando las costuras a la vista: La casa redonda. Probablemente se trate de la novela de la italiana Adriana Henriquet Stalli, 1900-1980, publicada en la Argentina en 1953 y luego en 1962 por la editorial católica Heroica, acerca de las penas y alegrías de una madre (no confundir con la novela del mismo nombre editada por Siruela, 2019). Vale mencionar que en Separados y en Lo que se pierde…, la madre es descrita como piadosa y gorila, mientras que el padre es peronista. Por otra parte, en lo que hace al televisor “a color” que regala el padre a su ex en el cuento, en la adaptación se convierte en un “plasma”, detalle que acercaría la historia en el tiempo. Otro aporte de los autores de la dramaturgia es que la madre dice una conocida línea de un poema de Alejandra Pizarnik (“mirar una rosa hasta pulverizarse los ojos”).
La protagonista y narradora está magníficamente encarnada por una Sofía Gala que sabe dar cuenta con sutileza de las mutaciones de su rol; va y viene en el tiempo, de una casa a la otra cuando ellos se separan, siempre llevando la voz cantante de la historia. Una madre tradicional dedicada a sus labores, sobre todo a cocinar, que Marita Ballesteros compone con su habitual maestría; un padre a su modo protector, de pocas palabras, orgullosamente consagrado a su oficio de ebanista. De este terceto se deslizan escuetos datos personales antes de que se revele la profunda herida que lo ha marcado y de la que no se habla.
Con mano diestra para marcar una coreografía precisa que se acelera cuando la ocasión lo pide y una elocuente impronta en el empleo de las sombras sobre las paredes laterales (parte del experto manejo de las luces), más la afinada conducción de intérpretes, Anahí Berneri -apuntalada por sus dramaturgistas- brinda una acabada muestra escénica de fragmentos significativos de la literatura de Alejandra Kamiya.