Todos los lugares desde todos los ángulos

Por Marina Soto

Filet de pêche sur planche de bois,
Basil Morin, 2021

Existe un remanido cliché que compara la internet con el Aleph de Borges. Cliché que -vale reconocerlo- tiene bastante de verdad: en la red están abarcados el horror y la belleza, el engranaje del amor y la modificación de la muerte y, al igual que el infinito que rodea nuestro planeta, se trata de un universo inabarcable y en constante expansión. Es tan vasta que resulta imposible cubrir todos los aspectos para analizarla y, como cualquier espacio demasiado grande y complejo para regular, incluye peligros.

Sin duda, tiene múltiples aspectos positivos. Por caso, la democratización del acceso a la información, a las artes; la aparición de una verdadera aldea global que permite crear comunidades que no podrían tener lugar en el mundo no virtual; la posibilidad de compartir nuestras experiencias personales con la ilusión de que les resuenen a otros, la proverbial amabilidad de los extraños... Todos estos beneficios tienen su contracara, lamentablemente, en la abundancia de las fake news (en este momento tan excesiva que cuesta chequear la veracidad de los datos), las personas que utilizan las comunidades virtuales para hacer estafas, o quienes arman una personalidad completamente falsa solo para conseguir likes y sponsors, los trolls.

Todos/as somos en algún punto presa de la manipulación de la internet: los mayores porque no llegaron a adaptarse; los más jóvenes porque caen en creer lo primero que leen, puesto que no saben cómo chequear la información con otra fuente que sea externa a la web; los que estamos en el medio que, en general, solemos estar más preparados porque que vimos esta tecnología desarrollarse desde su nacimiento, y nos acordamos de lo que pasó (de los cuentos del tío por email, de los videos trucados, de los links truchos y un largo etcétera), porque ya nos empieza a pegar la edad y no llegamos a estar al tanto de todas las nuevas aplicaciones y sus usos.

Dicho esto sin mencionar que hay una parte de cómo se maneja la información en internet que impacta directamente en la zona emocional de nuestro cerebro, que suele reaccionar automáticamente, sin pasar esa acción-reflejo por un pensamiento crítico. Siento, luego actúo. Y después, tal vez, con suerte, si me queda tiempo, pienso. Así es como las empresas de comunicación por redes sociales pueden manipular a los electores, del mismo modo que se maneja el consumo hoy en día (para qué gastar plata en una propaganda en un canal que nadie ve, cuando se puede viralizar un video). Así es como seducimos disfrazados/as por filtros.

Al igual que el Aleph, es interesantísimo, apasionante, aterrador, intrigante. Contradictorio, dual, ambiguo. Tomemos el tema de los filtros. Tampoco es que nadie publique fotos sin filtros, pero convengamos en que tienen una utilidad real: incluso quienes no se “alindan” a fuerza de trucos de maquillaje, buena iluminación y filtros que corrigen lo que natura non da, los usan porque mejoran la calidad de la imagen, de los colores, le ponen onda. No es que todo el mundo publique fotos "mejoradas", pero la mayoría lo hace.

Y así como todas las imágenes están -en mayor o menor medida- manipuladas, se perdió por completo el tamiz para lo que decimos. Las redes sociales nos generan la sensación de que podemos y, más aún, necesitamos decir todo lo que brota de nuestra mente. Todas nuestras ideas y sentimientos serían valiosos y, por lo tanto, pareciera de vital importancia compartirlos. No importa si se trata de una presunta poesía que una adolescente escribió porque el novio la dejó por cinco minutos, o la fundamentación “científica” de un “librepensador” que demuestra que la tierra es, efectivamente, plana. Nada importa, salvo la publicación.

Y con esa constante ansiedad de publicación involucra la falta de filtro, con la reacción automática emocional y merced a la protección del anonimato, surgen los trolls, esos seres cuyo único objetivo es agredir al otro y que, en su amplia mayoría, son varones cis heterosexuales. Es una variación más del sistema del abuso: reclamar el poder a través de hacer sentir mal o rebajar al otro, ya sea con un presuntamente elevado discurso o con las más burdas amenazas.

Lo mismo que el resto de los abusadores, el troll no es un monstruo que vive en un sótano oscuro y se alimenta del sufrimiento y las lágrimas ajenas. Fuera del mundo virtual, no es sino un ser humano más, con amistades, familia, trabajo, hasta capaz de escuchar a Mozart. Lo peor es que la anonimidad de la internet le permite mostrar esa parte de sí sin temor a ser expuesto o reconocido después. Generalmente.

Una vez leí un caso en el que, justamente, una mujer había descubierto que su marido era un troll. Como pasa en la mayoría de las películas sobre asesinos seriales, el hombre no daba muestras de ser agresivo, racista, violento. Y, sin embargo, pasaba su tiempo libre acosando a personas en la internet con una crueldad desmedida. Asocié este caso con el relato de una amiga que una vez necesitó usar la computadora del salame del novio para trabajar, y se topó con el perfil paralelo del chico dejando mensajes excesivamente subidos de tono a chicas jovencitas en Fotolog (el pre-Instagram), donde les prometía proezas sexuales que jamás había realizado con ella.

Internet es un mundo que hay que aprender a navegar, con la conciencia de que una probablemente nunca va a lograr realmente timonearlo del todo. Tal vez una ayuda puede venir de parte de los filtros, pero no en las imágenes, sino en poner en duda lo que leemos online, en mirar críticamente nuestras reacciones ante los posteos, y en tomarnos dos segundos de distancia para releer lo que escribimos antes de publicarlo.

Y, en lo posible, tener claro que los trolls no pueden crecer si no se les da de comer. Borrar el comentario, botón de bloqueo y a otra cosa, mariposa (virtual).