Es la única obra
de Shakespeare que se puede tildar, inequívocamente, de machista,sexista,
misógina. Elijan el término que más les disguste. Se trata, obvio es decirlo,
de The Taming of the Shrew, título que alguien en España -a juzgar por
el uso del diminutivo- tradujo La fierecilla domada; comedia también
conocida (Luis Astrana Marín, Madrid, 1930, en su criticada pero subrepticiamente
saqueada versión al castellano de las obras completas de WS) como La doma de
la bravía. Y cuyo asunto no es original del grandioso escritor puesto que
el esquema argumental parte de relatos anteriores que se le asemejan, de
tradición oral y escrita, provenientes de alguna fuente quese pierde en
lontananza patriarcal.
Porque la idea
de que la mujer rebelde a normas largamente impuestas es una especie de
animalejo (con perdón) degenerado que hay que domesticar y poner en vereda
viene de bastante antes del siglo XVII. En otras palabras, la mujer descarriada
como generadora de desorden que habría que disciplinar por distintos métodos
hasta lograr rendirla a la autoridad masculina (del padre, del marido, de un
hermano varón) más próxima. Una de las maneras de delimitar su territorio, de
reducirla, era casándola: la famosa distribución de las mujeres entre los
hombres. Otras formas, según época y lugar, iban de la reclusión en gineceos o
en conventos a la mutilación sexual (que todavía se practica), sin descartar la
aniquilación total de las desobedientes en la hoguera en temporada de brujas, o
de guerreras travestidas como Juana de Arco…
En La
fierecilla domada, Catalina, la protagonista, es una chica en extremo
insumisa y levantisca, terror de
posibles pretendientes, situación que obstaculiza el casamiento de su hermana
menor -dechado de la más rancia femineidad- que debe esperar que la iracunda abandone
la soltería. Tal la exigencia paterna que mantiene a raya a los candidatos de Blanquita.
Hasta que finalmente aparece el domador veronés Petrucho y, ya saben ustedes, luego
de negociar una generosa dote con el pater familias, mediante torturas y
humillaciones surtidas consigue avasallar, quebrar, bah, domar a Cata. La chica
-que cuando deslenguada e ingobernable
resultaba más interesante- luego de ser derrotada se vuelve una suerte de
títere chupamedias a tal punto que, para ella, todo lo que brille en el cielo,
será el sol o la luna según lo que disponga su amo y señor.
Variaciones
en torno a la damisela disidente
El cine
estadounidense adoptó a su antojo este esquema de la mujer que debe ser puesta
en caja por un Cary Grant o un Clark Gable o un Spencer Tracy antes de recibir
el visto bueno y poder considerarse aceptada. Comedias como Sucedió una
noche o La mujer del año pusieron en evidencia cómo una heredera
malcriada o una mujer demasiado independiente tenían que amoldarse a
gustos e intereses del galán de turno. Pero eso fue hace muchas décadas, durante
el siglo anterior: en el cine y en la vida, estos domadores se fueron volviendo
obsoletos.
En todo caso,
como sucede en un film que está cumpliendo 25 años de su estreno, que devino de
culto y está en la plataforma de Disney, Diez cosas que odio de ti
-versión muy aggiornada, en más de un sentido, de La fierecilla…-, puede
demostrarse que lo inteligente, si hacen faltan cambios en personajes de
varones y/o mujeres, sería la reciprocidad. Que nadie debería resultar vencido,
doblegado, oprimido.
Julia Stiles en Diez cosas que odio de tí
Incluso las
guionistas de esta teen comedy romántica, Karen McCullah Lutz y Kirsten Smith,
autoras de la muy libre e ingeniosa adaptación, tuvieron la amabilidad de
explicar las razones de la aspereza de Kat (Julia Stiles, actriz que al año
siguiente, fue una Ofelia atípica en el rescatable Hamlet de Michael Almereyda), una adolescente que lee a
Sylvia Plath, camuflando un corazoncito tierno bajo la coraza que se ha
inventado. En verdad, tanto ella como Patrick Verona (recordar de dónde venía Petrucho
en el original) bajan de a poco, de buena fe sus defensas y pulverizan sus
respectivas leyendas de chico malo y chica cactus. Invirtiendo los roles, la
que enumera las diez cosas que odia del otro es Kat, pero su supuesta que queja
es, ciertamente, una declaración de amor. Sin obsecuencias y sin capitulaciones.
Además de Stiles,
ideal en su estudiante indómita fan de Riot Grrrls, tenemos un elencazo
masculino que incluye al siempre estupendo por donde lo miren Heath Ledger en
el rol de Patrick que, de yapa, ¡entona I Love Baby!; a Joseph Gordon
Levitt, otro impagable, y a Larisa Oleynik en una Bianca no tan sumisa, rebosante
de alegría de vivir y luciendo un elocuente vestuario que -para la secuencia
del baile- propone corsage de tafetas con escote bote y vaporosa falda
de tul, todo en rosa; mientras que Kat porta en la misma ocasión traje azul brillante
de finos breteles y collacito de perlas. Dándole la razón a Kat en su
inconformismo, Diez cosas… ajusta alegremente cuentas con un clásico que
fue llevado al cine en los inicios del sonoro, 1929, el reparto encabezado por
la llamada Novia de América, Mary Pickford. Y entre incontables adaptaciones tenemos
una actualizada en Polonia, 1923, dirigida por Anna Wilczvr, vista en Netflix
bajo el título La fierecilla indomable. De mediana calidad según reseñar
del exterior.
Cantando y
bailando, riñendo y besando
Charlie Stemp y Georgina Onuorah en Kiss Me Kate. Ph Johan Persson
En 1948, en
plena edad de oro de los musicales, el portentoso compositor y letrista Cole
Porter presenta una de sus mayores piezas, inspirada parcialmente en La
fierecilla shakespeariana. Hombre culto y muy viajado, parisino de
espíritu, refinado y elegante, rompió records de éxito al presentar en Broadway
KissMe Kate. Porter, en un acto de magia, hizo que la creación
teatral del siglo XVII se convirtiera en una obra dentro de otra obra donde un
director presumido, Fred, contrata a una actriz talentosa pero en descenso, su
exesposa Lili, para interpretar a la arisca Katherine. A las dos situaciones de
pareja que dialogan entre sí, se suma el romance en ciernes entre otra
intérprete, Lois -a la que arrastra el ala Fred- de la futura puesta y el
principal bailarín, Bill guapo y seductor como él solo, que también interesa un
poquitín a Lili. Complicado marivaudage, donde -de todos modos- se sabe
cómo culminarán estos juegos del amor y del azar, lo que no quita que la
tensión crezca y que en el segundo acto se acelere vertiginosamente en los dos
planos que se despliegan con bailes y música para salir tarareando. Esta
comedia dio paso a una magnífica película de 1953, nada menos que con Kathryn
Grayson, Howard Keel y Ann Miller. A gente distraída u olvidadiza vale
refrescarle que temas de Porter fueron cantados por Ella Fitzgerald, Frank
Sinatra, Billie Holiday, Marilyn Monroe… Y que, entre cientos de canciones,
dentro y fuera del musical, figuran Night and Day, Easy to Love, True
Love, You´re the Top, Anything Goes…
Todos juntos ahora bailando en Kiss Me Kate
Desde el mes de
junio pasado, Kiss Me Kate se está representado en el londinense teatro
Barbican, enloqueciendo al público y a la crítica, brindando esa felicidad
efímera en el tiempo pero duradera en la memoria, energizante y esperanzadora
de los buenos musicales. Dirige Bartlett Sher y protagonizan el actor irlandés
Adrian Dunbar, la leyenda de Broadway Stephanie J. Block, Georgina Onurah y
Charlie Stemp. Según las reseñas, la misoginia de la obra de WS es acentuado
objeto de burlas durante los ensayos, en pasillos y camarines y el inaceptable
discurso de sumisión de Katherine es cantado con maliciosa doble intención por
la espléndida Block mirando al personaje del director, indicando que está de
acuerdo con sus indicaciones sobre las tablas, pero nunca fuera de ese espacio.
Hay elogios a
granel para las actuaciones, las coreos, los músicos que interactúan con
actores y actrices con mucha química y ritmo incesante. Block, gran diva, deja
sin aliento entonando I Hate Men; Dunbar sorprende con su manera de
cantar; abundan las alabanzas para la monumental escenografía giratoria que
lleva al público de la escena al detrás de escena, para el excelente vestuario.
Y entre las canciones más aplaudidas, Brush Up Your Shakespeare,
encarada por ese inefable dúo de gangsters que encima se bailan todo el tap del
mundo, y la sala se viene abajo. “Fantástica y divertida a la felizmente antigua
usanza”, anota Claire Roderick. “Esta reposición deja de lado toda sombra de
sexismo con su renovada lectura y sus formidables interpretes”, se entusiasma
Frances Tate, quien añade: “Un par de compases de la obertura de Cole Porter y
sale el sol en el escenario y nos ponemos todos de buen humor”.