Hacerse el propio service y salir con orgullo del intento

Por Guadalupe Treibel


Parecería que todo tiempo pasado fue mejor en el muy prosaico campo de los electrodomésticos. Y no solo porque las heladeras de las abuelas tuviesen agradables colores y curvas, con mucha más personalidad que las desangeladas versiones actuales, sino porque efectivamente estaban pensadas para durar una o dos generaciones enteras ¡Qué potencia fulminante la del motorcito de la licuadora de antaño!, ¡qué aguante sus aspas! En las de ahora, basta con poner un hielo de más para que expire o, al menos, agonice. Y ni hablemos de las aspiradoras que se recalientan más que el asfalto en verano; de la tostadora que se niega a encenderse… Hasta la ducha eléctrica, en uso continuado, es muy capaz de caducar al cabo de unos pocos meses. 

La contracara del asunto es todavía más nefasta que dejarse sueldos completos en caloventores o celulares cada un par de temporadas: incontables aparatos eléctricos y electrónicos se desechan porque se arruinan año a año, volviéndose una amenaza real para el medioambiente y la salud humana. Lo dice claramente la Organización Mundial de la Salud: son los residuos sólidos que más aumentan, tres veces más rápido que la población del mundo. Se innova y se produce rabiosamente, y frenéticamente se compra y se descarta; et voilà la peligrosa situación, con decenas de millones de toneladas de basura eléctrica y electrónica contaminando el exigido planeta, que encuentra un enemigo silencioso pero fatal en la velocidad de la obsolescencia.

Suele achacársele -en parte- a nuestros ancestros el negro devenir de la historia climática cuando antaño al menos, y sin saber ni medio sobre emisiones de carbono, se practicaba una de las conductas más a favor de la ecología: resolver las propias averías domésticas con sus surtidas cajas de herramientas. Un ámbito monopolizado por los varones, es cierto, aunque también hubiese excepciones que confirmaran la regla. Así lo advierte la historiadora Amy Bixen en su ensayo Chicks Who Fix, donde señala que “después de la Primera Guerra Mundial, profesionales de economía hogareña promovían que la mujer moderna tuviese conocimientos técnicos esenciales”. En aquel entonces proliferaron clases de ingeniería doméstica donde se enseñaba, entre otras cosas, a desmontar un refrigerador y volver a armarlo; las girlscouts ganaban sus chapas aprendiendo a construir un tendido eléctrico, crear un gallinero o empapelar un cuarto; y populares revistas femeninas daban tips para convertirte “en tu propia plomera”.

Tras la Segunda Guerra Mundial, como es sabido, los maridos reclaman el dominio de estas tareas (además de los empleos de distintos rubros), y las esposas quedan relegadas a los fogones y otras labores, deponiendo picos de loro, destornilladores y martillos. Al menos, hasta la segunda ola feminista, en los 70s, cuando “el movimiento conecta estos conocimientos con igualdad e independencia, multiplicándose workshops para que aprendan indispensables”, modificando parcialmente el panorama. A modo de ejemplo, Amy Bixen cita In Christina’s Toolbox (1981), libro infantil sobre una niña afronorteamericana que quiere ser constructora como su mamá y, entretanto, repara objetos en casa con su caja de herramientas, entonces editado por el colectivo The Lollipop Power.

Hoy día, hay un bienvenido reverdecer de chicas resolutivas que, lejos de apichonarse cuando el lavarropas gotea, se dan maña a través de tutoriales en línea para superar cualquier desperfecto. Tomemos el buen ejemplo de Francia: allí la empresa Spareka -especializada en la venta de todo tipo de repuestos- tiene su propio canal de YouTube con videos explicativos para conocer las averías más frecuentes, saber de qué modo prevenirlas, detectarlas y repararlas, y casi el tercio de su audiencia es femenina. También imparte clases  de iniciación presenciales -a cargo de expertas- exclusivamente a mujeres, en alianza con la Académie du Climat, que aboga por una enseñanza en favor del medioambiente, vinculando conocimientos teóricos con aplicaciones prácticas en pos de soluciones sostenibles. “Más del 66% de los dispositivos que se encuentran en los centros de reciclaje de Francia son fácilmente reparables y reutilizables”, aclaran desde las líneas de Spareka, llamando a “luchar contra la obsolescencia programada y el desperdicio de electrodomésticos”.

“Es importante poder valerse por sí misma, ser independiente y liberarse de ideas arcaicas”, subraya Balqis B, una arreglatutti veinteañera de Spareka que atestigua cuán satisfactorio resulta reparar una plancha que no calienta, las arandelas de un grifo, una radio que no emite sonido o los fusibles quemados, todo ello sin asistencia masculina. Porque puede que las mujeres no hayamos sido tradicionalmente educadas en herramientas y técnicas, pero a falta de lecciones en la casa o la escuela -donde bueno sería que todas las chicas salieran sabiendo el ABC de electricidad, plomería y albañilería- quedan los cursos y talleres, socorrido recurso incluso en Argentina. Una manera gratificante de volverse casi superpoderosa ahorrando unos mangos y salvaguardando al planeta.