Por Guadalupe Treibel
La contracara del asunto es todavía más nefasta
que dejarse sueldos completos en caloventores o celulares cada un par de
temporadas: incontables aparatos eléctricos y electrónicos se desechan porque
se arruinan año a año, volviéndose una amenaza real para el medioambiente y la
salud humana. Lo dice claramente la Organización Mundial de la Salud: son los
residuos sólidos que más aumentan, tres veces más rápido que la población del
mundo. Se innova y se produce rabiosamente, y frenéticamente se compra y se
descarta; et voilà la peligrosa situación, con decenas de millones de toneladas
de basura eléctrica y electrónica contaminando el exigido planeta, que
encuentra un enemigo silencioso pero fatal en la velocidad de la obsolescencia.
Suele achacársele -en parte- a nuestros
ancestros el negro devenir de la historia climática cuando antaño al menos, y
sin saber ni medio sobre emisiones de carbono, se practicaba una de las
conductas más a favor de la ecología: resolver las propias averías domésticas
con sus surtidas cajas de herramientas. Un ámbito monopolizado por los varones,
es cierto, aunque también hubiese excepciones que confirmaran la regla. Así lo
advierte la historiadora Amy Bixen en su ensayo Chicks Who Fix, donde señala que “después de la Primera Guerra
Mundial, profesionales de economía hogareña promovían que la mujer moderna
tuviese conocimientos técnicos esenciales”. En aquel entonces proliferaron
clases de ingeniería doméstica donde se enseñaba, entre otras cosas, a
desmontar un refrigerador y volver a armarlo; las girlscouts ganaban sus chapas
aprendiendo a construir un tendido eléctrico, crear un gallinero o empapelar un
cuarto; y populares revistas femeninas daban tips para convertirte “en tu
propia plomera”.
Tras la Segunda Guerra Mundial, como es sabido,
los maridos reclaman el dominio de estas tareas (además de los empleos de
distintos rubros), y las esposas quedan relegadas a los fogones y otras
labores, deponiendo picos de loro, destornilladores y martillos. Al menos,
hasta la segunda ola feminista, en los 70s, cuando “el movimiento conecta estos
conocimientos con igualdad e independencia, multiplicándose workshops para que
aprendan indispensables”, modificando parcialmente el panorama. A modo de
ejemplo, Amy Bixen cita In Christina’s
Toolbox (1981), libro infantil sobre una niña afronorteamericana que quiere
ser constructora como su mamá y, entretanto, repara objetos en casa con su caja
de herramientas, entonces editado por el colectivo The Lollipop Power.
Hoy día, hay un bienvenido reverdecer de chicas
resolutivas que, lejos de apichonarse cuando el lavarropas gotea, se dan maña a
través de tutoriales en línea para superar cualquier desperfecto. Tomemos el
buen ejemplo de Francia: allí la empresa Spareka -especializada en la venta de
todo tipo de repuestos- tiene su propio canal de YouTube con videos
explicativos para conocer las averías más frecuentes, saber de qué modo
prevenirlas, detectarlas y repararlas, y casi el tercio de su audiencia es
femenina. También imparte clases de
iniciación presenciales -a cargo de expertas- exclusivamente a mujeres, en
alianza con la Académie du Climat, que aboga por una enseñanza en favor del
medioambiente, vinculando conocimientos teóricos con aplicaciones prácticas en
pos de soluciones sostenibles. “Más del 66% de los dispositivos que se encuentran
en los centros de reciclaje de Francia son fácilmente reparables y
reutilizables”, aclaran desde las líneas de Spareka, llamando a “luchar contra
la obsolescencia programada y el desperdicio de electrodomésticos”.
“Es importante poder valerse por sí misma, ser
independiente y liberarse de ideas arcaicas”, subraya Balqis B, una
arreglatutti veinteañera de Spareka que atestigua cuán satisfactorio resulta
reparar una plancha que no calienta, las arandelas de un grifo, una radio que
no emite sonido o los fusibles quemados, todo ello sin asistencia masculina.
Porque puede que las mujeres no hayamos sido tradicionalmente educadas en
herramientas y técnicas, pero a falta de lecciones en la casa o la escuela
-donde bueno sería que todas las chicas salieran sabiendo el ABC de
electricidad, plomería y albañilería- quedan los cursos y talleres, socorrido
recurso incluso en Argentina. Una manera gratificante de volverse casi
superpoderosa ahorrando unos mangos y salvaguardando al planeta.