Por Rebecca Sullivan
Vale la pena reproducir este artículo que salió publicado en The Conversation, escrito por Rebecca Sullivan, profesora de Estudios de Género y Sexualidad de la Universidad de Calgary, frente a la lamentable y tan difundida noticia respecto a Alice Munro.
Munro (izq.) recibe el Premio Literario del Gobernador General 1986 de Ficción en lengua inglesa de manos de la gobernadora Jeanne Sauvé en Toronto. Ph: CP Photo/Blaise Edwards |
En un artículo en primera persona en el Toronto
Star, la hija de Munro, Andrea Skinner, detalla los abusos sexuales que sufrió
a manos de su padrastro, Gerald Fremlin, desde que tenía nueve años. Ya en una
pieza anterior, Skinner había escrito: “El abuso sexual de un niño es una
violación de la mente, en la que se roba cualquier herramienta incipiente para
la curación”.
Aunque Skinner se lo contó a su padre, Jim
Munro, éste inexplicablemente decidió no contárselo a su exmujer. De algún
modo, pensó que podía proteger a su hija desde la distancia mientras le
permitía visitar a su madre y a su padrastro. Los abusos persistieron de
múltiples maneras y Skinner se quedó sola a la hora de enfrentarse a la
situación.
Cuando a los 25 años Skinner hizo partícipe a
su madre del terrible secreto, Munro decidió quedarse con su marido, incluso
después de que él se declarara culpable y fuera condenado por agresión sexual
en 2005. También utilizó su fama para ayudar a crear un relato positivo sobre
él, así como para evitar que el secreto llegara a oídos de su público.
Mientras que las acciones de Fremlin son fácil
y rápidamente condenables, el apoyo inquebrantable de Munro a su marido a
expensas de su hija ha provocado un escalofrío mortal en muchos de los que han
leído y amado su obra, o simplemente apreciado su estatus como icono.
Un monumento al Premio Nobel de Literatura 2013 de Alice Munro frente a la Biblioteca en Clinton, Ont. en julio de 2024. Ph THE CANADIAN PRESS-Geoff Robins |
Única canadiense galardonada con el Premio
Nobel de Literatura, Munro ha sido aclamada por desarrollar precisamente un
género esencialmente canadiense, el gótico del sur de Ontario, con heroínas
intrigantemente imperfectas.
El gótico es un género repleto de personajes
femeninos psicológicamente complejos y muy influido por algunas de las autoras
más reconocidas de la literatura occidental: Ann Radcliffe, Mary Shelley, las
hermanas Brönte, Daphne Du Maurier y la propia Munro. Aunque tiene muchas
definiciones, el gótico a menudo presenta infancias erotizadas, espectros de
madres muertas, hogares atormentados por tragedias y secretos familiares y
personificaciones siniestras de paisajes salvajes.
Durante el movimiento feminista de los años
setenta y ochenta, la literata estadounidense Ellen Moers revisó este género
desde la óptica del feminismo de la segunda ola. Su tesis central era que el
“gótico femenino” dependía de las emociones opuestas pero conjuntas de la
maternidad. La maternidad, decía, contenía tanto revulsiones como deleites: el
poder extático de crear vida perpetuamente en guerra con el miedo a destruirse
a una misma.
Insoportables
expectativas de la maternidad
La maternidad fue, por supuesto, un tema
importante para el feminismo de la segunda ola: el derecho a controlar la
propia capacidad reproductiva, las necesidades de las madres trabajadoras, su
condición de trabajo no remunerado y, sobre todo, las expectativas culturales
de que la maternidad se expresara a través de un sacrificio abnegado y
desinteresado.
Lo maternal se entrelazó problemáticamente con
la conciencia feminista. La filósofa Linda Alcoff explica cómo las corrientes
culturales y psicoanalíticas del feminismo insistían en la singularidad de la
mujer por su capacidad de ser madre. Otras feministas rechazaron airadamente
ese esencialismo biológico, reconociendo al menos las condiciones sociales de
la maternidad.
Incluso en medio de esta era contemporánea de
pensamiento feminista, la maternidad sigue siendo un factor problemático tanto
para la seguridad socioeconómica como para la identidad cultural de las
mujeres.
Sin embargo, la insoportable carga de la
maternidad idealizada no es nada comparada con la ferocidad de la traición de
una madre.
Lazos familiares rotos
Casada en 1951 a la edad de 20 años, Munro
afirma que el regalo de cumpleaños de su primer marido, una máquina de
escribir, selló su identidad como esposa/madre y escritora –“las elecciones
gemelas de mi vida”, dijo–.
A los 26 años, Munro había dado a luz a tres
hijas, una de las cuales murió el mismo día de su nacimiento. La más joven,
Andrea, nació mucho más tarde, en 1966, un año que Munro también recuerda como
el principio del fin de su primer matrimonio. En 1976, Munro se casó con
Fremlin, al que definió como el verdadero amor de su vida. Ese mismo año,
Fremlin agredió sexualmente a su hija menor.
Cuando, 16 años después, Munro conoció los
abusos, abandonó a su marido. Pero no para consolar a su hija. Como cuenta
Skinner, Munro se sintió humillada y traicionada personalmente, e hizo que toda
la familia estuviese pendiente de sus sentimientos. Fremlin acusó a la niña de
seducirle y convenció a Munro para que regresara, a lo que siguió una
conspiración de silencio. Para protegerse, Skinner se distanció de su familia.
The Gatehouse, una agencia que apoya a los
supervivientes de abusos sexuales en la infancia, afirma que este tipo de
respuesta familiar es trágicamente frecuente. Skinner y sus hermanos buscaron
asesoramiento en la organización para ayudarles a aceptar los abusos que se
produjeron en su familia.
La razón de Munro para quedarse finalmente con
Fremlin hasta su muerte en 2013, y guardar el secreto hasta su propia muerte
este mes de mayo, fue una parodia nacida de su retorcida interpretación de la
política feminista de la maternidad. Según una carta que Munro escribió, veía a
su hija como una rival sexual, no como una víctima.
Munro escribió a Skinner diciendo que “se lo
había dicho demasiado tarde”, que “le quería demasiado” y que “nuestra cultura
misógina tenía la culpa si esperaba que ella negara sus propias necesidades, se
sacrificara por sus hijos y compensara los fallos de los hombres”.
Munro, 2014, Ph THE CANADIAN PRESS/Chad Hipolito |
Nuestro yo monstruoso
Incluso después de que se revelara que su marido
era un maltratador, Munro eligió ser “esposa” –no “escritora”– en lugar de
“madre”. Y lo hizo en nombre del feminismo: una traición a todas sus hijas
literarias.
Ahora nos quedan los fragmentos destrozados de
su legado, que la familia dice que quiere conservar, pero no a costa de
Skinner. El artículo del Toronto Star incluye en el prefacio: “Quieren que el
mundo siga adorando la obra de Alice Munro. También se sienten obligados a
compartir lo que significó crecer a su sombra y cómo la protección de su legado
tuvo un coste devastador para su hija”.
Para algunos, eso puede significar releer a
Munro a través del prisma de su biografía, pero creo que es demasiado fácil.
Nos exime de reconocer el placer que nos han producido sus cuentos góticos de
madres e hijas. Nos quedamos con la ferviente y esperanzada creencia de que si
recibiéramos las mismas terribles noticias de nuestros hijos, tomaríamos
decisiones mejores. Pero Munro también creía eso de sí misma hasta que sucedió.
Parte de nuestra horrorizada repulsión
colectiva hacia Munro proviene de la pesadilla de confrontar a nuestro peor yo.
Por supuesto, eso forma parte del placer de la ficción gótica: entregarse a
narraciones imaginarias depravadas ancladas en un amor obsesivo. Pero esto no
es ficción. Parafraseando a Moers, nos hemos visto obligados a sostener nuestra
ansiedad maternal colectiva frente al espejo gótico de la realidad, y tememos
al monstruo del reflejo.