Diccionario caprichoso. Segunda entrega

Por María José Eyras


El orden recobrado

La que alguna vez fue una niña que leía novelas traducidas al más castizo español andaba dándole vueltas al orden del Diccionario, no se decidía entre criterios de selección y alcances, perdida en un horizonte difuso de términos, cuando de pronto, se vio: despatarrada sobre los mosaicos fríos, en verano, panza abajo, acodada en el piso, mañanas enteras con la nariz entre las páginas, siguiendo los pasos del vizconde de Bragelonne, el deambular del jorobado por  las naves de Nôtre Dame, la historia del hombre que reía… Y viéndose así, fuera del tiempo, fuera del mundo, desde el frío que subía por los mosaicos y la aliviaba del calor estival, como si el hada de la memoria lo hiciera surgir de un varitazo, se fue elevando, alrededor, el espacio de la casa: aparecieron primero las patas de los sillones a medio metro de aquel rincón donde leía, los almohadones de tapizado antiguo, los apoyabrazos de madera, los respaldos, enseguida las paredes subieron desde los zócalos y en ellas se dibujaron las ventanas, netas detrás del voile de las cortinas; y más allá se distinguió la mesa ratona con los retratos de congelada juventud, y la envolvente espacial siguió avanzando, giró, y fue dejando ver cómo se alzaban del piso de mosaicos la sala alargada con su chimenea, la repisa de mármol negro sobre el hogar, y sobre ella la caramelera, el florerito de asas negras, y luego la mesa pequeña para el teléfono en un ángulo, llevando el movimiento  hacia las puertas que daban al comedor, dibujando más ventanas vestidas con aquel voile que volaba cada vez que se ventilaban los cuartos, entrando en la penumbra de las piezas, saliendo a la galería, a los patios, al cielo. Y entonces la confusión cesó; la que alguna vez leía novelas traducidas al más castizo español encontró, asombrada, el orden, los alcances, el esquivo criterio: la casa albergaría las palabras.

La casa era una de esas casas de habitaciones en fila, con sus puertas alineadas una tras otra, por las que se podía ir y venir de la vereda al fondo, del zaguán  al cobertizo donde anidaban las gallinas, desde el afuera del pueblo y su altiva civilización de planta baja, hasta el adentro de tierra húmeda, olorosa a plumas sucias y albahaca que rodeaba la higuera. ¿O no había sido allí dónde, de los siete a los diecisiete años, había leído aquellas novelas, las mismas que su abuelo le regalara a su abuela cuando eran novios; no había sido en esa casa donde las palabras resonaron, donde las habían pronunciado las voces de sus muertos?  

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Próxima entrega:  

Las palabras del zaguán

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