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Y la susodicha mostacilla, con todo derecho,
desearía tener mucho charme, pero a veces equivoca el camino para lograr este
atributo que remite a un atractivo especial, a una cualidad fascinadora que
reside sobre todo en la actitud. Y que suena mejor en francés, pronunciando
sharm. “Tantas chicas quieren ser irresistiblemente simpáticas, distinguidas,
saber hablar con el novio o las personas importantes, gozar del aprecio
general”, reconoce Tina Lorena en la publicación citada. “¡Y tantas chicas se
asombran de no tener más éxito a pesar de todos sus esfuerzos, de ser mal
comprendidas precisamente por aquellas personas con quienes han hecho mayor
gasto de charme!”.
Bueno, hijas, la vida es dura pero no tanto, y
la legítima aspiración a ser charmantes de la mostacilla puede alcanzarse si se
siguen las indicaciones de Rosalinda. Para empezar, “la conducta ha de ser
total y permanente: nada de ser encantadoras solo en ciertas ocasiones y con
determinada gente; nuestras malas costumbres nos persiguen como duendes allá
donde vamos, dejando traslucir expresiones de enojo, impaciencia, desprecio o
duda”. Para saber en qué se está fallando, la mostacilla debe hacerse las
siguientes preguntas y responder con la mano en el corazón:
¿Me desahogo de fastidios personales y ventilo
mi complejo de inferioridad, tratando con majestuoso menosprecio a quienes se
ven obligados a servirme, por ejemplo, la criada o el mozo de la confitería?
¿En las fiestas entro y salgo sin preocuparme
de saludar y decir unas palabras de agradecimiento a los dueños de casa o a los
organizadores del ágape?
¿Me jacto de ser la mar de franca y para
mantener esa reputación digo cosas hirientes a quien se me ocurra?
¿Meto las narices en la correspondencia ajena y
escucho las comunicaciones telefónicas de otros?
¿Me inmiscuyo en la vida privada de los
sirvientes para demostrar que soy sencilla y comprensiva?
¿Interrumpo diálogos ajenos al parecer
apasionantes para satisfacer mi curiosidad?
Seguro que ya adivinaron: si las jovencitas
pueden responder negativamente a todas estas preguntas, serían campeonas
nacionales -incluso hasta latinoamericanas- del ansiado charme. Pero “si las
contestaciones son dudosas, será bueno que apliquemos un poco de cirugía
estética a nuestra conducta”. Tal cual. Es decir, cortemos por lo sano y
aventemos lo antes posible todo aquello que empañe nuestro anhelado encanto. Y
no estará de más que refresque aquel romance (1582) con estribillo, del Siglo
de Oro, que lleva la firma del poeta Luis de Góngora (un toque edadista hace
varias centurias, todo hay que decirlo).
Mozuelas las de mi barrio,
loquillas y confiadas,
mirad no os engañe el tiempo,
la edad y la confianza.
No os dejéis lisonjear
de la juventud lozana,
porque de caducas flores
teje el tiempo sus guirnaldas.
¡Que se nos va la Pascua, mozas,
que se nos va la Pascua!
Vuelan los ligeros años
y con presurosas alas
nos roban, como harpías,
nuestras sabrosas viandas.
La flor de la maravilla
esta verdad nos declara,
porque le hurta la tarde
lo que le dio la mañana.
¡Que se nos va la Pascua, mozas,
que se nos va la Pascua!
Mirad que cuando pensáis
que hacen la señal de la alba
las campanas de la vida,
es la queda, y os desarma
de vuestro color y lustre,
de vuestro donaire y gracia,
y quedáis todas
perdidas
por mayores de la marca.
¡Que se nos va la Pascua, mozas,
que se nos va la Pascua! […]
Por eso, mozuelas locas,
antes que la edad avara
el rubio cabello de oro
convierta en luciente plata,
quered cuando sois
queridas,
amad cuando sois amadas;
mirad, bobas, que detrás
se pinta la ocasión calva.
¡Que se nos va la Pascua, mozas,
que se nos va la Pascua! (...)