Charme al por mayor para la mostacilla

Crédito La Boutique Vintage

Aunque ahora se las llama teenagers, centennials, genZ... Y si nos queremos poner castizas: chavalas, zagalas, mozuelas, la verdad es que la palabra que mejor define a las jovencitas es mostacilla, según nos lo recuerda la revista Rosalinda Nº 235, de mayo de 1951.

Y la susodicha mostacilla, con todo derecho, desearía tener mucho charme, pero a veces equivoca el camino para lograr este atributo que remite a un atractivo especial, a una cualidad fascinadora que reside sobre todo en la actitud. Y que suena mejor en francés, pronunciando sharm. “Tantas chicas quieren ser irresistiblemente simpáticas, distinguidas, saber hablar con el novio o las personas importantes, gozar del aprecio general”, reconoce Tina Lorena en la publicación citada. “¡Y tantas chicas se asombran de no tener más éxito a pesar de todos sus esfuerzos, de ser mal comprendidas precisamente por aquellas personas con quienes han hecho mayor gasto de charme!”.

Bueno, hijas, la vida es dura pero no tanto, y la legítima aspiración a ser charmantes de la mostacilla puede alcanzarse si se siguen las indicaciones de Rosalinda. Para empezar, “la conducta ha de ser total y permanente: nada de ser encantadoras solo en ciertas ocasiones y con determinada gente; nuestras malas costumbres nos persiguen como duendes allá donde vamos, dejando traslucir expresiones de enojo, impaciencia, desprecio o duda”. Para saber en qué se está fallando, la mostacilla debe hacerse las siguientes preguntas y responder con la mano en el corazón:

¿Me desahogo de fastidios personales y ventilo mi complejo de inferioridad, tratando con majestuoso menosprecio a quienes se ven obligados a servirme, por ejemplo, la criada o el mozo de la confitería?

¿En las fiestas entro y salgo sin preocuparme de saludar y decir unas palabras de agradecimiento a los dueños de casa o a los organizadores del ágape?

¿Me jacto de ser la mar de franca y para mantener esa reputación digo cosas hirientes a quien se me ocurra?

¿Meto las narices en la correspondencia ajena y escucho las comunicaciones telefónicas de otros?

¿Me inmiscuyo en la vida privada de los sirvientes para demostrar que soy sencilla y comprensiva?

¿Interrumpo diálogos ajenos al parecer apasionantes para satisfacer mi curiosidad?

Seguro que ya adivinaron: si las jovencitas pueden responder negativamente a todas estas preguntas, serían campeonas nacionales -incluso hasta latinoamericanas- del ansiado charme. Pero “si las contestaciones son dudosas, será bueno que apliquemos un poco de cirugía estética a nuestra conducta”. Tal cual. Es decir, cortemos por lo sano y aventemos lo antes posible todo aquello que empañe nuestro anhelado encanto. Y no estará de más que refresque aquel romance (1582) con estribillo, del Siglo de Oro, que lleva la firma del poeta Luis de Góngora (un toque edadista hace varias centurias, todo hay que decirlo).

Mozuelas las de mi barrio,

loquillas y confiadas,

mirad no os engañe el tiempo,

la edad y la confianza.

No os dejéis lisonjear

de la juventud lozana,

porque de caducas flores

teje el tiempo sus guirnaldas.

 

¡Que se nos va la Pascua, mozas,

que se nos va la Pascua!

Vuelan los ligeros años

y con presurosas alas

nos roban, como harpías,

nuestras sabrosas viandas.

La flor de la maravilla

esta verdad nos declara,

porque le hurta la tarde

lo que le dio la mañana.

 

¡Que se nos va la Pascua, mozas,

que se nos va la Pascua!

Mirad que cuando pensáis

que hacen la señal de la alba

las campanas de la vida,

es la queda, y os desarma

de vuestro color y lustre,

de vuestro donaire y gracia,

y quedáis todas perdidas

por mayores de la marca.

 

¡Que se nos va la Pascua, mozas,

que se nos va la Pascua! […]

Por eso, mozuelas locas,

antes que la edad avara

el rubio cabello de oro

convierta en luciente plata,

quered cuando sois queridas,

amad cuando sois amadas;

mirad, bobas, que detrás

se pinta la ocasión calva.

 

¡Que se nos va la Pascua, mozas,

que se nos va la Pascua! (...)