Ilustración de la primera edición de La balanza, de Álvaro Mutis |
Por Reina Roffé
No resulta azaroso que el ensayista Blas
Matamoro calificara a Álvaro Mutis (Colombia, 1923-México, 2013) como “el gran
impertinente” de los escritores latinoamericanos que surgieron en la segunda
mitad del siglo XX por su forma de estar a contracorriente en materia literaria
y política. Si en la poesía de los ‘50 se ejercita “un coloquialismo sembrado
de experimentos verbales a la sombra de un maestro: César Vallejo”, señala, o,
por el contrario, se sigue la propuesta nerudiana de “americanismo telúrico”,
Mutis, por su parte, se decanta por una “poesía versicular”, con atisbos cultos
y cierta exuberancia contenida y trabajada hasta el paroxismo. Más tarde, a la
hora de narrar, y cuando el boom impone una línea de experimentación formal y
la mirada atenta a la especificidad geopolítica, el autor colombiano prefiere
afianzase en la tradición y componer “una larga saga en clave de aventura caballeresca”
presentando a su héroe, Maqroll, como un personaje errático y desencantado, una
especie de exiliado natural que vaga por el mundo. Su lento viraje hacia la
prosa culmina en siete novelas reunidas bajo el título genérico de Empresas y tribulaciones de Maqroll el
Gaviero.
Las voces de Proust,
Conrad, Faulkner, Joyce, Eliot, Saint-John Perse resuenan en su escritura
¿Estos autores son sus interlocutores cuando escribe?
-Nunca pienso en ellos cuando escribo. Proust,
ciertamente, es uno de los autores que más quiero y más leo. Y a Conrad lo
disfruté mucho, sobre todo de joven. La presencia de estas voces en mi
escritura corre por parte del lector. Yo escribo lo que va saliendo, de una
forma un tanto sonámbula, y no veo esas presencias que usted menciona.
Algunos escritores
dialogan con otros escritores cuando escriben, ¿usted no?
-Yo sólo dialogo con mis fantasmas y no me
acuerdo de Faulkner cuando lo hago. Pero se lo digo con mucha sinceridad, no
estoy tratando de defenderme de nada.
¿Los ríos son sus
patronos tutelares, sus protectores como se deja intuir en el poema V de su
libro Un homenaje y
siete nocturnos?
-Sí, lo digo allí. Y hablo de una visión que
tuve cuando llegué a Nueva Orleans y me subieron a la habitación de un hotel
que daba sobre el Mississippi y no pude dormir, me quedé en el balcón, puse una
silla y ahí pasé toda la noche. Y después escribí el poema. Nuestros ríos son las
vidas que van a dar a la mar, que es el morir, ya sabemos todos ese poema
maravilloso, las Coplas por la muerte de
su padre, de Jorge Manrique. Nuestras vidas son los ríos... Para mí es una
imagen maravillosa del destino humano, fuera de la voz de la naturaleza, que me
dice tantas cosas, que me acompaña siempre.
-No, para nada. Es decir, no tengo nada que ver
con Onetti, pero en verdad yo veo así el mundo. Veo el mundo y a la especie
humana como un desastre. Escribí un artículo cuyo título es “Fallamos como
especie”. Es lo que siento. Estamos destruyendo el mundo, el mal es uno de los
deportes favoritos del hombre, pero hay que dejar que sea así y no tratar de
arreglarlo ni ponerse de salvador ni de apóstol, porque eso es perfectamente
inútil.
¿Es un descreído como
lo fue Borges?
-Yo nunca he participado en política, no he
votado jamás y no me interesa la política. No sé si soy un descreído como
Borges, pero estoy totalmente de acuerdo con él cuando decía que la política es
una de las formas de la superficialidad.
Sin embargo, usted fue
amigo de gente a quien le preocupaba mucho la cuestión política. Por ejemplo,
Luis Buñuel.
-La amistad con Luis fue muy valiosa para mí y
muy llena de gratificaciones magníficas, sentimentales y también gustativas,
porque preparábamos cócteles y discutíamos largamente sobre surrealismo, sobre
ciertos escritores que a él le interesaban y sobre la novela gótica inglesa.
Además, cuando yo estuve en la cárcel de Lecumberri, en México, encerrado
durante quince meses, él me iba a visitar todos los domingos, y lo quise mucho.
Una amistad, pues, una amistad lo es todo.
-En todo caso, retorno a mis obsesiones y mis
intereses de siempre. Desde niño, fui un aficionado a leer libros de historia.
Casi le puedo decir que leo más historia que literatura. Me interesa mucho ver
el destino del hombre a través de la historia. En Crónica regia y alabanza del reino también aparece lo histórico; y
de vez en cuando surge Bizancio, que es otra de mis obsesiones.
¿Como la infancia, que
tanto emerge en sus escritos?
-Desde luego, porque yo sostengo que se debe
mantener vivo al niño que fuimos, y no tratar de matarlo para convertirlo en
esa cosa tan oscura, tan indefinida que es un adulto. Los niños son visionarios
como los poetas. Por eso, hay que conservar al niño intacto en nosotros. El
niño que fuimos nos va a decir todo.
Simbólicamente,
Maqroll, el personaje principal de las siete novelas que ha publicado, ¿vendría
a constituirse en esa figura salvadora que lo preservó a usted de romper
definitivamente con su infancia?
-Sí, podría ser. Estoy de acuerdo.
Pero, no obstante,
Maqroll se presenta casi siempre como un viejo desencantado. ¿Por qué?
-Nació cuando escribía mi primera línea
poética. Yo me di cuenta de que mi poesía era bastante desencantada, bastante
desesperanzada. Era la poesía de alguien que ha pasado por experiencias
fuertes, tremendas. Entonces dije: mejor pongo en voz de Maqroll mi poesía, porque
detrás de sus experiencias tiene más sustancia, más solidez, más consistencia
lo que estoy mostrando, y así me ha funcionado.
Además, encarna al
hombre errático, al exiliado permanente.
-Claro, exactamente. Un hombre que no tiene
adonde regresar ni quiere regresar ni le interesa regresar ni tampoco anda
buscando aventuras. Deja que las cosas sucedan y se le vengan encima.
Hay quienes dicen que,
si hay en su obra poética una escuela regente, ésa le rinde tributo al
romanticismo. ¿Está de acuerdo?
-A mí no me preocupan ni me ocupan mucho las
escuelas, pero digamos que cierto ambiente, cierto aire que viene del
romanticismo me interesa enormemente. Y bueno, sí, esas ráfagas, esas rachas
pasan por alguien que está escribiendo poesía desde los diecisiete años.
Escribí solamente poesía durante cuarenta años.
Cuando usted empezó a
escribir, ¿quiso ponerse premeditadamente, digamos, en la otra vereda de los
modernistas?
-No, no, no.
En su poesía, ¿la
naturaleza es más lenguaje que paisaje?
-Sí, pero mire: no pensé nunca en Darío o en
Nervo o en Lugones cuando escribía poesía. Me salía del alma dejar esos
paisajes y esas impresiones que me inspiraban los paisajes. Nunca pensé en
estilos ni en escuelas.
Su primer volumen de
poesía, La balanza, desapareció incinerado en el “Bogotazo”
del 9 de abril de 1948, tras el asesinato del líder del Partido Liberal, Jorge
Eliécer Gaitán.
-Se imprimieron doscientos ejemplares de ese
libro que escribí con Carlos Patiño Rossell. Acababa de salir de imprenta y
estaba en tres librerías del centro de Bogotá, que ardieron en los incendios
que se produjeron a raíz de la protesta por el asesinato de Gaitán. Así que fue
un best-seller por cremación.
Dicen que usted
escandalizó, de joven, con sus diatribas en contra del modernismo.
-Nunca tuve en mente ese propósito. Hay poetas
del modernismo que ya entonces yo admiraba intensamente, como José Asunción
Silva.
Usted descubre su
continente y después celebra las culturas del mundo europeo.
-No.
-Bueno, pero esos han sido intereses míos desde
niño. Crónica regia, que es el libro
que dedico a Felipe II, lo escribí porque desde niño me apasionó este
personaje, este rey; y El Escorial, desde luego, es un sitio alucinante que me
acompaña también desde muy joven. Yo viví primero en Europa y entonces me
quedaron todas esas imágenes muy presentes.
También aparece en su obra
la nostalgia que produce el exilio.
-Desde México, donde vivo, en hora y media
puedo ir a lugares fascinantes, sitios que amo. Y con respecto al exilio, yo
creo que somos unos eternos exilados. En primer lugar, de nuestra infancia, y
eso es muy grave. Todo se va perdiendo y, al mismo tiempo, se va tratando de rescatar
como sea, ¿no?, con la escritura, con la vida.
Luis Cardoza y Aragón,
a quien usted dedicó su primer poema, “Tres imágenes” (1947), ¿fue una figura
importante para esos siempre necesarios nuevos aires en la poesía de aquellos
años?
-Fue mi amigo. Sí, muchísimo para esos aires
nuevos en la poesía. Fue embajador de Guatemala en Colombia. Nos acogió a todos
los de mi generación. Nos recomendaba muchas lecturas importantes, el Abate
Bremond, por ejemplo, libros de Baudelaire y sobre Baudelaire. Nos orientó
mucho y además era un amigo extraordinario, inolvidable. Yo no me conformo con la
ausencia de Luis. Después estuve con él en México y seguimos siendo muy amigos.
¿Coincide con algunos
críticos que dicen que el trópico, la tierra caliente o la tierra baja son, en
todos los poemas afines suyos, “patrias metafísicas” que usted trata de
recuperar, y que son “lugares sin fortuna”?
-Sí, en verdad es eso. De ahí que trate de
rescatar algo, de hablar de ellos, de escribir sobre ellos.
¿Y por qué lugares sin
fortuna?
-Hay que ir para conocerlos, son lugares que no
poseen, digamos, esa posición que puede tener la llanura castellana o el sur de
Francia, que están vinculados a la historia, a la literatura, a la aparición de
una civilización, sino que están como marginados. Y eso me encanta.
¿Lleva unos cuarenta y
cuatro años en México, es ya su país de residencia?
-Relativamente, porque me muevo mucho. Viajo a
Europa todos los años.
¿Y va a Colombia
seguido?
-De vez en cuando.
Decía usted en una
entrevista que todo poema válido es un poema finalmente suspendido; es decir,
el poema que ya no se puede corregir más. ¿Corrige mucho?
-Horriblemente. Sufro de la maldición de la
autocrítica, pero es una autocrítica que no tiene tanto que ver con el estilo,
como con qué tanto queda aquí de lo que yo quería decir, qué tanto hay. Por
eso, he quemado dos novelas completas y bastantes poemas, porque siento: aquí
no, aquí no pasó, no pasó a la página lo que, de veras, yo quería que pasara. Y
ésa es una obsesión que me hace a mí el escribir un trabajo muy duro, muy
difícil. Pero, bueno, me enfrento y lo hago.
-La primera vez que estuve en la Argentina fue
en el año 1954 y después en múltiples ocasiones, cuando yo trabajaba para
compañías de cine como Twenty Century Fox o Columbia Pictures. Era gerente para
América Latina de estas compañías en el ramo de televisión y llegué a conocer
muy bien Buenos Aires y Rosario. Es un país que me gusta mucho.
En Los elementos del desastre se advierte la necesidad de abarcar todos
los elementos posibles de la naturaleza. Surge, así, un espacio natural que
parece enraizado en una experiencia muy íntima.
-Ese material, si se puede llamar así,
relacionado con la vegetación y los ríos, pertenece a la experiencia que tuve
en Colombia de joven, en una hacienda que era de mi abuelo y después de mi
madre, una hacienda de café y caña que se llamaba Coello, y estaba rodeada de
ese medio. Para mí fue una revelación maravillosa ese paisaje, ese ámbito de la
tierra caliente (que no es el trópico, no tiene nada que ver con el trópico),
que está a unos 1.500 metros de altura, donde se da el café, el plátano o la
caña de azúcar. Y esto quedó muy incorporado a mi ser. De niño, yo había vivido
en Bruselas, mi primer idioma fue el francés, pero Coello representó para mí
una revelación extraordinaria y es ésa la que siento como mi verdadera tierra.
Yo no creo que uno nace donde lo da a luz su madre, sino donde nos encontramos
con el mundo que es de uno.
Para transmitir la
vitalidad del lenguaje, ¿el poema traiciona la realidad?
-No diría que traiciona, sino que revela la
auténtica realidad. Pone luz donde está la verdad. Siempre he dicho que todo
poeta debe ser un visionario. De lo contrario, no es poeta. La condición es
revelar un mundo distinto de la realidad y, al mismo tiempo, tan real como la realidad;
aquello que tenemos generalmente escondido y revuelto en el alma.
En su libro Un homenaje y siete nocturnos, como en otros, los ríos (el Coello, el
Escalda de sus recuerdos de Bélgica, el Sena y el Mississippi) propician una
suerte de teoría medular sobre las aguas, las aguas como materia fecundadora.
-¿Teoría? No soy personaje de teorías. Para
nada racionalizo esto. El agua tiene para mí un encanto extraordinario, es la
imagen más grande que hay de la vida, más evidente, más palpable. Yo veo agua y
como que se me confirma que estoy vivo; así como la inmensidad del mar es una
imagen que me acerca mucho a la posible imagen que se pueda tener de Dios. El poder
fecundador del agua lo es no sólo en el aspecto puramente biológico. Para mí un
río es la imagen misma de nuestro destino y de muchas otras cosas que tienen
que ver con lo más secreto que cada uno carga.
-Soy a tal punto admirador de la poesía de
Neruda que sus poemas políticos, con los que no estoy de acuerdo en absoluto,
los leo porque siempre surge, de repente, el poeta en medio de sus diatribas.
Creo que Residencia en la tierra es
uno de los libros de poesía más importantes del idioma de toda la época. Enrique
Molina fue mi amigo, me dedicó un poema muy bello. Pero antes de conocerlo, yo
ya había leído Las cosas y el delirio,
que es el primero o uno de sus primeros libros; y cuando lo conocí, como que
continuaba una relación que ya existía. Nos quisimos mucho.
Cuando habla de
Neruda, dice que se queda con los “Tres cantos materiales” que forman “Entrada
a la madera”, “Apogeo del opio” y “Estatuto del vino”, porque en ellos se le
revela al ser humano, “la presencia cotidiana de lo esencial”. De nuevo, ese ir
hacia la esencia de las cosas.
-Exactamente, al centro.
Usted siente
admiración por buena parte de su poesía, pero algunos episodios del ser humano
Neruda, episodios de odio contra Huidobro, por ejemplo, y de egolatría, le
resultan molestos.
-Bueno, haber jugado la carta de la política le
llevó a tener esas mezquindades.
¿Puede una obra
estupenda borrar a un autor controvertido?
-No lo borra, sencillamente lo pone en otro
lugar. Uno de los poetas más grandes de todos los tiempos es para mí Baudelaire,
y creo que era una pésima persona. No por ser pésima persona escribió lo que
escribió, ni el hecho de que haya escrito lo que ha escrito lo hace buena persona
a veces. Pero hay que reconocer que Baudelaire era un iluminado.
En De lecturas y algo del mundo, que recoge artículos publicados en
diversos medios, usted dedica algunas páginas a varios escritores argentinos:
Borges, José Bianco y Enrique Molina. ¿El hecho de que Molina fuera tripulante
de barcos mercantes durante algunos años fue uno de los lazos de unión entre
él, usted y, desde luego, Maqroll el Gaviero, ese marinero enigmático que lo
acompaña siempre en todas sus aventuras poéticas y narrativas?
-Pues eso lo supe yo cuando ya éramos muy
amigos. Y, en ocasiones, hablábamos de ese aspecto; aquel trabajo que Enrique
hizo, claro, también lo acercaba mucho a mi obra.
¿Conoció a Enrique
Molina cuando era pareja de la poeta Olga Orozco?
-Después. A Olga también la conocí y la admiro
mucho.
En su página sobre
Borges, usted comenta, entre otras cosas, el intencionado olvido de la academia
sueca, que no le concedió el Nobel ¿Fue una injusticia?
-Absurdo, sí. Sobre eso tuve oportunidad en
Estocolmo, cuando fui a la entrega del Premio Nobel a un amigo, de preguntarle
a funcionarios muy importantes de ese premio por qué no le habían dado el Nobel
a Borges, y la razón que me dieron es de una tontería tal que resulta casi irrepetible.
Me dijeron: como poeta no creemos que merezca el Nobel y como prosista tampoco.
Es muy destacado en los dos géneros, pero no alcanza el nivel. ¡Por favor!
Borges para mí es un clásico, tiene todas las condiciones de un clásico y ya es
un clásico.
En otra de sus notas,
usted comenta el “curioso destino” de Pepe Bianco, que escribió La pérdida del reino, novela que pasó inadvertida porque se
publicó en 1972 “cuando la histeria del boom llegaba a sus más lamentables
excesos, y por eso no se supo leer este libro”.
-Pepe era muy amigo mío. Compartíamos el amor,
no hay otra manera de decirlo, por Marcel Proust. Entonces, pasábamos largas
horas hablando de Proust. El boom fue una invención absurda; no existió, formó
parte de esas cosas típicas del mundo moderno, como el best-seller, que
pertenecen más al comercio y al mundo de los supermercados que al mundo de las
letras. Pero no tiene remedio, así estamos ya viviendo, y no hay nada que
hacer. La pérdida del reino a mí me
pareció un libro extraordinario.
Cuando iba a la
Argentina, ¿a quién más frecuentaba?
-Además de ver mucho a Pepe y a Enrique, veía a
Alberto Girri, a Borges; también a Silvina Ocampo y a Bioy Casares. Bioy era un
hombre de una gran elegancia en todos los sentidos, un lector maravilloso, un
lector sabio.
Hace ya muchos años
que no va a mi país. ¿Volverá pronto?
-Sí, estoy invitado, voy a ir este año. Pero
tendré el dolor de no ver a Enrique Molina vivo ni a Pepe Bianco.
-Pues no pasándose de inteligente en una
materia donde los que tienen que hablar son los sentimientos, los de verdad.
Pintar a ese niño, de quien justamente vengo hablando, como lo hizo Arreola,
sin magnificarlo, sencillamente narrando cómo era, cómo vivía y cuál era su mundo.
Cuando descubre la
poesía de Eliseo Diego, advierte que la atracción que ejerce este poeta cubano
en usted radica en “su poder de acercarse a lo cotidiano y simple con palabras
de una pureza inaugural, intemporal y originada en las más entrañables
corrientes del idioma”. ¿Esa conjunción de lo cotidiano con la pureza del
idioma la aplica usted en sus versos? ¿Es, a su entender, lo más importante de
la poesía?
-No. Es muy importante en Eliseo, pero no es
una condición sine qua non de la
poesía.
En los escritos
dedicados a Octavio Paz se desprende, usted mismo lo dice, que fue un amigo
generoso que lo acogió en México; alguien a quien, además, admira y respeta como
poeta y ensayista. Sin embargo, hay quienes afirman que su obra ensayística es
más merecedora de elogios que su obra poética. También, desde otro lado
diferente al de Neruda, Paz fue una figura controvertida. ¿Cómo fue su relación
con él?
-De una gran cordialidad y de mucho cariño.
Nunca hablamos de política, hablábamos de literatura, de poesía. Me ayudó
mucho, fue muy generoso en su amistad. Esto, por un lado; por el otro, un
hombre que escribe El laberinto de la
soledad, que es el libro clave para explicar a México, de una profundidad y
de una certeza realmente luminosas, tiene que ser un gran ensayista,
lógicamente. Pero también en su poesía tiene momentos de igual lucidez y
claridad. Yo no creo que se pueda decir que es mejor una cosa que otra, es otro
andar, pero para lo mismo, para llegar a lo mismo.
En uno de sus poemas
usted dice: «Pienso a veces que ha llegado la hora de callar,/ pero el silencio
sería entonces/ un premio desmedido,/ una gracia inefable/ que no creo haber
ganado todavía». ¿El silencio es una bendición para el artista? ¿A qué se
refiere exactamente?
–A eso, a dejar de escribir y a suspender.
Entonces, en ese poema, trato de explicar por qué creo que también se puede
dejar de escribir un día y lo que se escribió ahí queda, y punto, pero no
convertirlo en una especie de oficio, que nunca lo he visto así, por eso nunca
me he considerado ni intelectual ni escritor con mayúsculas. Es decir, se puede
suspender un día y, ya, dejar de hablar, y punto.
El personaje errante
de sus historias es un hombre que se forma leyendo, pero a quien la palabra
intelectual lo sobresalta, dice usted en Amirbar,
que es una de las siete novelas recogidas bajo el título genérico de Empresas
y tribulaciones de Maqroll el Gaviero. ¿También
para usted es una palabra incómoda?
-Siempre que me tratan de intelectual (que es
el escritor que participa en los hechos de la vida, de la política y que tiene
un ideal), yo lo rechazo. Es que me parece tan superficial. No soy eso, vaya,
no lo soy. No quiero salvar al hombre ni quiero mejorarlo, quiero escucharlo y
ya.
Para usted, entonces,
el escritor debe escribir y no convertirse en una figura pública.
-Exactamente. Escribir, sí. Mire, hay dos
frases de Epicuro que me han formado a mí desde niño. La primera es la
siguiente: “Huye, afortunado, con las velas desplegadas de toda forma de cultura”.
Y la otra: “Vive secreto”.
¿Y no es una paradoja
“vivir secreto” y haber ganado tantos premios como le ha sucedido a usted?
-Eso es culpa de los libros. Epicuro es un
filósofo con quien yo comulgo totalmente. Parece raro que tenga esas frases de
él como principios y esté aquí dando entrevistas y entregado a contactos con el
público, pero los libros y la vida de los libros, la vida que llevan mis libros
me obliga a esto.
Usted afirma que nunca
ha participado en política. Pero supongo que le debe preocupar la violencia en
la que vive inmersa la sociedad colombiana, así como a mí me preocupa la
tremenda situación por la que está pasando la Argentina.
-Lo entiendo, especialmente en un país como la
Argentina, al que uno llegaba y decía: “Ah, bueno, este país ya encontró una
estabilidad, encontró un camino” y, de pronto, vemos esto. Pero toda la
historia del hombre está llena de esa violencia, de esos descalabros y de la sandez
de los gobernantes. El caso de Colombia me duele en lo más profundo, esa
Colombia que estamos viendo ahora, no es la que yo viví, pero no tiene remedio.
Yo no leo los periódicos, la prensa, no veo televisión. A veces me entero de
ciertas cosas por los amigos o por mis hijos. Tengo tres en Colombia, uno de
ellos también es escritor. Claro que me duele.
Con Maqroll ha escrito
siete novelas y varios libros de poesía. Dice usted que Maqroll no es su alter
ego, sino un buen cómplice, un compañero de ruta. Fuera de la ficción, ¿qué
otro amigo ha sido su cómplice?
-¿En la vida real? Todos mis amigos tienen esa
condición, de lo contrario no serían mis amigos. Mis amigos, unos pocos a los
que quiero profundamente, son cómplices de mis obsesiones, cómplices de mis
debilidades, cómplices de mis momentos de plenitud, cómplices de mis desventuras.
Es tener esa compañía, es estar hombro con hombro, brazo con brazo.
Su amistad con García
Márquez ya dura mucho tiempo, ¿verdad?
-Somos íntimos amigos desde hace más de
cincuenta y cinco años, como hermanos, y es un ser que admiro. La primera vez
que García Márquez vio mi grafía, mi letra, me dijo: “Y usted por qué escribe
como Drácula, Mutis”.
¿García Márquez es
producto o víctima del boom?
-El boom no existe, lo hicieron alrededor de él.
No existe, es una invención de los libreros y del mundo comercial, un absurdo.
En las páginas sobre a
Gonzalo Rojas, usted destaca la impresión que le causó leer uno de sus poemas
titulado “Cerámica”, porque en él hay una sentencia final: “Casi todo/ es otra
cosa”.
-Bueno, Gonzalo es uno de los grandes poetas
del idioma y un ser adorable. Yo sé que estuvo de candidato muy cercano a que
le concedieran el Premio Cervantes que obtuve yo, y me hubiera alegrado
inmensamente que él lo tuviera. “Casi todo/ es otra cosa”, genial. Esa definición
no sólo es de la poesía, sino de la vida.
¿Se esperaba que le
otorgaran el Premio Cervantes?
-No, para nada. Yo ya había obtenido el
Príncipe de Asturias y el Reina Sofía. Esta es la primera vez que le dan a la
misma persona los tres premios. Así que me dije no, no puede ser para mí. Fue
una sorpresa. Y, claro, me alegra mucho tenerlo.
Entrevista realizada
en Madrid el 29 de enero del año 2002, incluida en el libro Voces íntimas. Entrevistas con autores
latinoamericanos del siglo XX, Reina Roffé, Punto de Vista Editores,
Madrid, 2021.