Por Brenda Howlin
Meses esperando su cumpleaños. Tachando los días. Haciendo listas con
las invitadas, viendo en Mercado Libre el traje de Nezuko (su personaje
favorito), eligiendo la decoración para la torta, pensando el menú, organizando
los distintos festejos. Y por sobre todas las cosas, preguntando, cada mañana, “¿cuánto
falta para mi cumple?”.
Y yo, prometiéndome un año más ser una mamá “normal” que organiza todo
con tiempo. No como los siete cumpleaños anteriores que salí corriendo al
negocio de cotillón el día antes y compré sin mirar todo lo que quedaba en los
estantes. Dejé mis pulmones en el piso inflando globo tras globo 15 minutos antes
de que lleguen las invitadas, y casi me fracturo un tobillo subida a una mesa,
esquivando vasitos de plástico para colgar unos banderines y recibiendo casi siempre
a las amigas con una toalla en la cabeza, porque no llegué a secarme el pelo.
Me lo propongo, lo deseo, lo prometo, me lo juro, pero hay algo extraño
con el paso del tiempo que unos días antes del evento, se me acumulan otros
compromisos, las horas avanzan más rápido de lo habitual y, de pronto, llega
intempestivamente el día.
Luego, la culpa. Me mortifico recordando todos los cumpleaños de sus compañeras
a los que asistió mi hija, en donde nos recibe una madre perfumada, tranquila,
maquillada, estrenando ropa y corte de pelo. Con un salón o casa especialmente decorada,
rica comida en las mesas, variada y colorida. Y desde luego, sin torta quemada
como es mi caso.
Y entro en una profunda contradicción: una parte de mí me consuela y me
dice “no te preocupes, cada madre hace lo que puede, vos sos así, tenés otras
cualidades”; y otra parte de mí me castiga sin piedad, “no hay nada más
importante que tu hija, ¿qué te costaba organizarlo con tiempo, disfrutarlo,
cumplirle sus deseos y conseguir la mejor animación del mundo?”.
No tengo respuesta. Es que no me sale ser esa mamá que le gana al tiempo,
que se anticipa, previsora. Pero lo que sí puedo afirmar es que cada vez que
ella o su hermano cumplen años, más allá de las corridas, ese día, es un día a
puro corazón. Eso sí.
Y para sincerarme, desde que soy madre vivo así: desbordada y a corazón abierto.
Cada pasito que dan en la vida, cada pirueta nueva en gimnasia, cada amiguito
nuevo, cada acto escolar, me genera una emoción sin igual.
¿Será que ser madre en estos tiempos es así, emoción y desborde?
Lila cumplió ocho años.
Ese día la desperté más temprano de lo habitual para servirle un
desayuno en mi cama y la alcé en brazos.
Ya pesa 30 kilos, pero se aferró a mí cuerpo como un koala bebé.
Porque en el fondo, ella sigue siendo mi bebita y cuando puedo, le hago
upa.
Y me dijo al oído: mamá, hoy es mi cumpleaños, hoy cumplo ocho.
Siento que ocho es un número que todavía puedo soportar.
Cada año pienso que el próximo no lo voy a poder soportar.
Es que se me escurren los años, la infancia, mi juventud.
Crecemos a la par. Y eso me asusta un poco.
Lo que sí logro hacer para sus cumpleaños es el ritual del nacimiento.
Un ratito antes del horario del parto, me acerco a ella, y hacemos la cuenta
regresiva hasta la hora en que nació, 14.50 hs. Cuando llega la hora, nos
abrazamos, yo lloro un poco, ella se emociona y le cuento el parto, cada año
con más detalles: mi caminata matutina perdiendo líquido amniótico por la
Avenida Cabildo buscando calzas nuevas, su papá despidiéndose de su jefe en el
trabajo (pues se la veía venir) y la orden del obstetra para que nos
internemos. La camilla avanzando por el pasillo de la clínica. Las luces
encandilantes del techo. Las voces del obstetra. El quirófano. La inyección que
“no te va a doler” y casi me deja paralítica, el frío en el cuerpo que me hacía
temblar como un saltamontes, la cofia en la cabeza, mis piernas abiertas, la
cara de su papá a quien no reconocí por el barbijo. Y esa cesárea que tiempo
después entendí que era innecesaria. Los sacudones, la voz del obstetra que me
decía “quedate quieta”, mis lágrimas, la nebulosa mental producto de la
anestesia, el tiempo suspendido, y la imagen de una bebita envuelta en una
manta rosa, que tejió mi tía. “Ya nació”, me dijo una voz a lo lejos. No sé si
me acuerdo de ese momento porque lo vi en una foto que sacó la partera o si
realmente me acuerdo. Pero de verdad, no lo podía creer. Era cierto que adentro
de la panza tenía un bebé, pensé. Estabas enterita, enorme, hermosa. Te
acercaron a mi cara para que pueda darte un beso, olerte y después no sé qué
más pasó.
Otra vez pasillos, las luces del techo blancas, velocidad, frío y el
inicio de los dolores más horribles que sentí. Y nuestra habitación. No
recuerdo quién llegó primero, pero sí que alguien te puso en mis brazos, y yo
te miré sin entender quién eras, de dónde venías.
Y este cumple, llegué con la lengua afuera, como siempre, pero para
compensar, redoblé la apuesta, o mejor dicho, tripliqué la apuesta y te festejé
tres cumpleaños diferentes. Para que puedas disfrutarlo con todo, vos y yo.
Estos ocho años juntas.
Que se cumplan tus deseos. El mío sigue siendo estar menos desbordada.
Tu hermano menor ya empezó a preguntar cuánto falta para su cumpleaños y
también quiere tres festejos. Con tres tortas diferentes.
Tengo una nueva oportunidad. Dos meses antes, arranco con los
preparativos.
Tengo que poder, tengo que lograrlo.
O no.