Mio Dio, come sono caduta così in basso!

Por Guadalupe Treibel


Puede que nadie olvide cómo andar en bicicleta, ¿pero ser pasajera en una moto? Ese sería otro cantar. Un grito inducido por el pánico amenaza con salir de mi garganta si el conductor no se digna tomar el manillar con ambas manos ya mismo. No, no estoy yo tras el volante de esta montaña rusa en dos ruedas: quien zigzaguea entre colectivos y coches es un tal Luis, virtual desconocido que acabo de contratar vía app. Una popular aplicación, onda remisería, que hace un tiempo diversificó su negocio añadiendo traslados con motocicletas; mucho más baratos, ideales para estas épocas de vacas flaquísimas. De tan tentadora la tarifa, aquí me tienen, sostenida de las agarraderas laterales como si no hubiera un mañana… Que acaso no lo haya si este Evel Knievel de cabotaje vuelve a acelerar en amarillo ¡con una sola mano! mientras con la otra revisa las notificaciones de su celular.

No conforme con encomendarme a este kamikaze (y yo, a la Santísima Trinidad), la app en cuestión tiró un warning no más confirmarme el viaje: “Estimada pasajera, haga lo que haga, ¡no toque al conductor!”. Lejos de mí emular a Audrey Hepburn en La princesa que quería vivir: ni el barrio de Once en hora pico se asemeja a Roma; ni Luis sería un calco del galán de galanes Gregory Peck. Y aunque el instinto de supervivencia me indique soltar las asas y estrujar la cintura de este hombre, toca mantener el impulso a raya, no vaya a ser cosa que me cuele una demanda por acoso. Tampoco la postal se presta para el delirio romántico de chica flechada que mueve la melena en el viento: mi cabeza baila, sí, pero dentro de un casco dos o tres talles más grande que, a juzgar por el tufillo a transpiración capilar, ha cuidado incontables testas sin que Luis se dignara a lavarlo. Así no hay idilio que resista.  

A favor del motero: no me echa la bronca cuando, cada dos por tres, mi casco choca contra el suyo por mi grandísima culpa. Cuando esto sucede, él se mueve hacia adelante poniendo más distancia entre nosotros; la máxima posible, que no es tanta por las obvias limitaciones de espacio. El tema es que, por obra del destino, cada vez que Luis se reacomoda, se come un bache, y yo, que soy agnóstica hace rato, recito una jaculatoria por lo bajo mientras él sigue avanti como potro desboca´o que no sabe a dónde va.

Ay, Luis, qué poca prudencia la tuya, y cuánta cobardía la mía. Pensar que antaño, cuando tenía 11, 12 años, piloteaba una Zanellita como una campeona en playas desérticas de la Costa Atlántica. No es por darme ínfulas pero, aunque breve, tuve mi pretendida época aventurera. Hice dedo en rutas de Centroamérica. Subí por escaleras derruidas. Me tiré en parapente con un exmilico colombiano, que me hizo saber en el aire que acababa de bajarse dos botellas de vino. Crucé en rojo con la bicicleta. Comí en antros que ni en chiste habrían pasado una inspección de bromatología. Intoxicada, sí, pero sin un gramo de susto.

Últimamente los miedos se me revelan en las situaciones menos oportunas: saliendo a fumar en el balcón de la casa de una amiga, por ejemplo, advierto que ahora le temo a las alturas; y yendo de Almagro a San Telmo, que viajar en moto no me resulta tan divertido como creía. Mi gozo se va al pozo, y el sueño de tener una Vespa, estacionado en forma definitiva. Con los nervios fundidos, le pido a Luis bajarme antes, y él estaciona justo frente a una confitería. Lo barato sale caro, corroboro mientras miro en la carta cuánto sale el té de tilo. Eso sí, hasta allí llegamos rapidísimo, en menos de lo que canta una gallinácea. O sea, nada. Porque estoy a años luz de entonar la canción Ay pena, penita, pena / pena de mi corazón / que me corre por las venas, pena / con la fuerza del ciclón, haciéndole coro a Lola Flores que traza firuletes flamencos con sus manos en YouTube.