Por Guadalupe Treibel
No conforme con encomendarme a este kamikaze (y
yo, a la Santísima Trinidad), la app en cuestión tiró un warning no más confirmarme el viaje: “Estimada pasajera, haga lo
que haga, ¡no toque al conductor!”. Lejos de mí emular a Audrey Hepburn en La princesa que quería vivir: ni el
barrio de Once en hora pico se asemeja a Roma; ni Luis sería un calco del galán
de galanes Gregory Peck. Y aunque el instinto de supervivencia me indique
soltar las asas y estrujar la cintura de este hombre, toca mantener el impulso
a raya, no vaya a ser cosa que me cuele una demanda por acoso. Tampoco la postal
se presta para el delirio romántico de chica flechada que mueve la melena en el
viento: mi cabeza baila, sí, pero dentro de un casco dos o tres talles más
grande que, a juzgar por el tufillo a transpiración capilar, ha cuidado
incontables testas sin que Luis se dignara a lavarlo. Así no hay idilio que
resista.
A favor del motero: no me echa la bronca cuando,
cada dos por tres, mi casco choca contra el suyo por mi grandísima culpa. Cuando
esto sucede, él se mueve hacia adelante poniendo más distancia entre nosotros; la
máxima posible, que no es tanta por las obvias limitaciones de espacio. El tema
es que, por obra del destino, cada vez que Luis se reacomoda, se come un bache,
y yo, que soy agnóstica hace rato, recito una jaculatoria por lo bajo mientras
él sigue avanti como potro desboca´o que
no sabe a dónde va.
Ay, Luis, qué poca prudencia la tuya, y cuánta cobardía
la mía. Pensar que antaño, cuando tenía 11, 12 años, piloteaba una Zanellita
como una campeona en playas desérticas de la Costa Atlántica. No es por darme
ínfulas pero, aunque breve, tuve mi pretendida época aventurera. Hice dedo en
rutas de Centroamérica. Subí por escaleras derruidas. Me tiré en parapente con
un exmilico colombiano, que me hizo saber en el aire que acababa de bajarse dos
botellas de vino. Crucé en rojo con la bicicleta. Comí en antros que ni en
chiste habrían pasado una inspección de bromatología. Intoxicada, sí, pero sin
un gramo de susto.
Últimamente los miedos se me revelan en las
situaciones menos oportunas: saliendo a fumar en el balcón de la casa de una
amiga, por ejemplo, advierto que ahora le temo a las alturas; y yendo de
Almagro a San Telmo, que viajar en moto no me resulta tan divertido como creía.
Mi gozo se va al pozo, y el sueño de tener una Vespa, estacionado en forma
definitiva. Con los nervios fundidos, le pido a Luis bajarme antes, y él
estaciona justo frente a una confitería. Lo barato sale caro, corroboro
mientras miro en la carta cuánto sale el té de tilo. Eso sí, hasta allí
llegamos rapidísimo, en menos de lo que canta una gallinácea. O sea, nada. Porque estoy a años luz de entonar la canción Ay pena, penita, pena / pena de mi corazón / que me corre por las
venas, pena / con la fuerza del ciclón, haciéndole coro a Lola Flores que
traza firuletes flamencos con sus manos en YouTube.