Mi madre es una canción

Por Rubén Szuchmacher

La Font del Gat, Jardines de Laribel,
Montjuic, Barcelona

Mi madre siempre nos hablaba de su familia. En cualquier circunstancia que considerase propicia, ella nos reunía a mis hermanas y a mí y comenzaba a desgranar alguna anécdota de sus antepasados. Aunque mi abuela Rosita aún vivía (prometo, poniendo la mano sobre el corazón, que alguna vez voy a escribir su increíble historia de mujer de avanzada en plenos años ’20), mi madre sentía la lejanía de sus parientes que, en casi su totalidad, vivían en otras ciudades del interior del país o habían quedado en Cataluña, la tierra de su padre.

Eran tiempos de llamadas de larga distancia por teléfono, en las que se hablaba a grito pelado porque -supongo-  en el fondo, se desconfiaba de que ese aparato negro pudiera llevar y traer las voces entre personas queridas. Y usar la telefonía tampoco era muy accesible para una familia perteneciente a la clase trabajadora. Así que mi madre armaba historias de la familia como si sus integrantes estuvieran bien cerca. No inventaba, simplemente poetizaba la realidad.

A ella le complacía mucho contar episodios de la vida de sus ancestros y siempre se las arreglaba para tener una pequeña platea que la rodeara y así poder desplegar sus relatos: vecinas, alguna comadre, una pariente de visita. Naturalmente, nos sumaba a nosotros tres – Victoria, Perla y yo- a escuchar sus narrativas de familia.

Una de las historias favoritas era la de su tía abuela catalana que había sido vestidora de Raquel Meller, una famosa cupletista que comenzó sus actuaciones en Barcelona en la primera década del siglo XX; primero en tugurios y luego en los teatros de variedades más importantes de esa ciudad, cantando cuplés picarescos del estilo:

Ven y ven y ven
Chiquillo vente conmigo
No quiero para pegarte, mi vida
¡ya sabes pa’ lo que digo!

No recuerdo el nombre de la mencionada tía abuela, pero sí los detalles de sus tareas de asistente de la cupletera Raquel Meller; que no se llamaba así sino Francisca Marqués López, pero por amor a un oficial alemán o belga (Möeller, según cuenta la leyenda), había españolizado el apellido; de este modo, le quedó un exótico nom de scène con el que llegó a fascinar al propio rey Alfonso XIII. La Meller usaba vestuarios colmados de mantillas, mantones de Manila y volados que le exigían a nuestra parienta tener que andar de aquí para allá con la plancha (todavía de carbón), revoleando marabúes, tocados y vestidos de sedas llegadas de Oriente. Cada vez que mi madre contaba la historia de la tía abuela, le agregaba algún condimento sabroso como, por caso, que la ayudanta debía encerrarse en los roperos de los camarines cuando llegaban los amantes de la diva. Situación ésta que a la gente pequeña nos despertaba una intriga que aún no podíamos descifrar...

Exhibir esa cercanía familiar con la reina del varieté catalán, que también hizo una gran carrera internacional, le daba a mi madre la oportunidad de arremeter con su bella voz de soprano un rosario de coplas que comenzaba siempre por la archiconocida Ojos verdes. Esta famosa canción que nos contaba ella -emocionada, con su pasión republicana intacta- el mismísimo Francisco Franco había mandado censurar, y hasta intentó prohibirla para que no se difundiera por radio, pese a que se había transformado en un éxito que sonaba por toda España a partir de la versión gramofónica de 1937 entonada por Concha Piquer, que ya era una estrella del género. Pero la romántica canción (en cuya letra, me vengo a enterar años después, participó el mismísimo García Lorca) sobrevivió a partir de un cambio en su primera línea. Estos son los versos originales:

Apoyá en el quicio de la mancebía,
miraba encenderse la noche de mayo…

Pero el Caudillo logró que sus escribas la transformaran en

Apoyá en el quicio de mi casa un día
miraba encenderse la noche de mayo

no fuera cosa que el pueblo advirtiera que se hablaba de un burdel, que eso era una mancebía. Un poco quedado, el cantante Raphael la grabó en los años ’90 con la letra pasada por el filtro franquista. Pero, afortunadamente, desde la muerte del Generalísimo, a ningún otro intérprete se le ocurrió estar en el quicio de su casa al cantar esta canción.

Volviendo a aquellos momentos, tengo que confesar que solía divertirme mucho como buscador de palabras supuestamente pecaminosas en el diccionario. De este modo, pude deducir que la célebre canción remitía a muchachas de vida ligera y no a una virginal señorita que riega la albahaca (como la que canta el Caballero del Alto Plumero en una zarzuela) en la puerta de casa. El vocablo “puta” no se pronunciaba en ese entonces, pero los niños no deconstruidos nos reíamos pícaramente pensando en esa palabra. Y a mi mamá la acompañábamos todos cantando a los gritos el estribillo

Ojos verdes,
verdes como la albahaca,
verdes como el trigo verde,
del verde, del verde limón.

Aunque mi madre pasaba por etapas muy melancólicas, creo que siempre se salvaba gracias a cantar a viva voz sus canciones españolas. Desde coplas a arias de zarzuelas que nunca supe bien cómo las había conocido, porque en mi casa no había discos de cantantes de ese origen, ni menos versiones de ese género alguna vez injustamente llamado "ínfimo". Había, sí, algunos tangos, mucha música clásica y bastante jazz. Deduzco que ella las aprendió de chica escuchando la radio, fuente de aprendizaje para mucha gente en la década del ’30.

Pero lo cierto es que mi madre me dejó en la memoria casi todo el repertorio de la Meller: La Violetera, Ven y ven y ven, Tengo miedo torero (sí, como la novela de Pedro Lemebel); pero la que más me divertía era Ay, Cipriano, que dice así:

Ay, Cipriano, Cipriano, Cipriano...
No bajes más la mano,
No seas exagerao.

También me encantaban La Mazurca de las Sombrillas, de Luisa Fernanda, esa que dice:

A la sombra de una sombrilla de encaje y seda
Con voz muy queda canta el amor.
A la sombra de una sombrilla son ideales
Los madrigales a media voz

y, especialmente, La canción de las espigadoras, de La rosa del azafrán, en cuya letra las trabajadoras se lamentan así en la mañana muy tempranito:

Ay, ay, ay, ay, qué trabajo nos manda el Señor

Levantarse y volverse a agachar
Todo el día a los aires y al sol

Las personas que no saben nada sobre mi madre y sus cantares, no entienden muy bien que alguien como yo, con semejante apellido del que soy portador, pueda cantar de memoria y con énfasis trozos completos de zarzuelas y otros temas populares españoles. Si me están leyendo, ya tienen la explicación.

Hay una canción que evoca la presencia de mi madre como ninguna. Una canción infantil catalana que ella me enseñó llamada Baixant de la Font del Gat. Ella no hablaba esa lengua, pero la entendía gracias a su padre. Es decir, mi abuelo Jacinto.

Baixant de la Font del Gat
una noia, una noia,
baixant de la Font del Gat
una noia i un soldat…

Hace tiempo que ella murió. Ahora que escribo esta crónica donde le rindo tributo a sus habilidades como narradora, daría lo que no tengo por volver a escucharla contar esas vívidas historias de familia sobre la tía abuela asistente de la Meller, y tantas otras... Y también, ¿hace falta decirlo?, por escucharla cantar con animoso ímpetu aquellas canciones. Porque ella, mi querida madre, es una canción.