Por Stella Galazzi
Liliana Maresca, Carro cartonero blanco, en CC Recoleta, 1990 |
A esa misma hora, otros buscan rincones donde
pasar la noche sobre unos cartones, atando sus pocas cosas para que no les
roben, cubriéndose con lo que tengan a mano.
Camino. Veo a unos jóvenes que están armando
una cama dentro de un banco donde funciona el cajero automático. Unos metros
más allá, un hombre sostiene un cartel pidiendo ayuda junto a un cochecito con un
niño de tres o cuatro años parado adentro. Me detengo, la criatura me sonríe,
el padre me mira serio y corre el coche, tal vez pensando que no voy a poder
pasar con mi changuito. Su mirada me conmueve y me separo unos metros.
Quiero saber si la gente nota a estos pobres
desamparados. Más temprano, me crucé a otros en estas condiciones y advertí que
casi nadie reparaba en ellos. Algunos pocos se acercaban y dejaban un billete o
una fruta. Pero ahora quiero ver qué pasa con este niño que es rubio al igual
que el padre cuyo pelo está aplastado y sucio. En cambio, el del niño brilla
como el de un ángel de ojos celestes hundidos en su cara delgada.
Imagino que por ser rubio y bonito lo mirarán
con mayor atención, como me ocurrió a mí: difícil escapar a la escala de
valores que nos vendieron. Por otra parte, el cochecito parece casi nuevo: evidentemente,
se trata de una familia que acaba de quedarse en la calle, una alerta que a
muchos les llamará la atención, no a mí que casi ni recuerdo mis tiempos
mejores. A los muchachos del cajero que llevan más tiempo sin techo se los ve
más adaptados a su circunstancia, y tal vez algo de alcohol les aportó un bienestar
transitorio, o acaso su juventud los ayuda a alimentar alguna esperanza. Pero
el padre lleva su tragedia pintada en la cara, la boca tensa mordiendo la impotencia,
la humillación.
Sí, los miran más. Y les dejan rápidamente algo
de dinero, como si temieran contagiarse. El hombre me hace un gesto con la
mano, me está indicando que me vaya. Busco entre mis cosas, encuentro una manzana
y se la doy al padre. Para el niño, le digo con una sonrisa leve. Camino con la
cara del ángel en mi cabeza; mi ángel de la guarda, pienso. La gente no me mira
cuando pido que ayuden a esa familia, no se detienen ni me contestan. Cuando
una envejece, se vuelve transparente. Eso ya lo tengo comprobado; seguro que si
me tropiezo acá, nadie me dará una mano para levantarme.
Odio la soledad de las ciudades. Antes me
gustaba ese anonimato, ese circular libre sin miradas prejuiciosas detrás de
las celosías. Ahora me aterra.
Giro en la esquina, quiero huir de esta
indiferencia. No puedo contener las palabras que comienzan a salir de mi boca,
las mastico, las farfullo para no asustar a nadie. Sé que es un desahogo que
dura poco.
Una rueda del chango está rota y se desprende.
Me agacho a ajustarla pensando que tendría que alivianar el peso, pero llevo
todas cosas necesarias. Me siento en el cordón y arreglo la rueda con un cable
que encontré en un volquete.
Alguien me empuja, me dice que ahí no puedo
quedarme.
Vuelvo a caminar, comienzo a ver el mar. Por un
momento niego lo que veo, pero prontamente me entrego gustosa. Siento cómo
hundo los pies en el agua, una espuma de cerveza helada me golpea las rodillas.
Entro y desciendo, veo el agua celeste desde abajo tan transparente como los
ojos de mi ángel y me abandono a la soledad oscura de las profundidades.