Por Guadalupe Treibel
De la serie Comme des Garçons, 1980 |
En mayo de 1975, la revista Vogue publicó un artículo sobre trajes de baño cuyas imágenes provocaron una tormenta más allá del mundo de la moda. En las fotos, chicas de palidez espectral y mirada perdida posaban lánguidamente contra las paredes de un natatorio abandonado, absortas en sus pensamientos. Indolentes, desgarbadas, casi ausentes, aburridas; no buscaban seducir ni agradar. Bathhouse, como se llamó esta serie, no solo fastidió a los lectores de esa publicación: los indignó tanto que denunciaron que se trataba de una apología del lesbianismo y la drogadicción que, para más inri, evocaba las cámaras de gas de los campos de concentración. Esas interpretaciones descabelladas seguramente divirtieron a su resuelta autora, la fotógrafa Deborah Turbeville (1932-2013), que entonces tenía cuarenta y pico y recién empezaba a tomar instantáneas para la industria de la confección. Porque, lejos de apichonarse, profundizó esta vena experimental: las chicas tristes en lugares apartados y olvidados, encerradas en su propia melancolía, se volvieron una constante en su obra, cargada de inquietantes sugerencias, de oscuros secretos.
Bathhouse, 1975. Gentileza MUUS Collection |
A contramano de las convencionales imágenes que
monopolizaban las páginas de moda en aquel entonces, de valquirias
hipersexualizadas en posturas marcadamente eróticas que la propia Turbeville consideraba
vulgares y denigrantes, ella abría otro camino posible. Un camino donde su obra
no existía como mera descripción de la indumentaria. La ropa, en todo caso,
servía de perfecta excusa para dar rienda suelta a su imaginación y a sus
tantas obsesiones: la belleza de lo decadente; los rostros interesantes que
revelaban profundidad bajo de la superficie; la arquitectura del pasado. Así se
puede apreciar en la gran retrospectiva que, por estos días y hasta junio, se
ofrece en el museo Huis Marseille de Ámsterdam. Deborah Turbeville: Photocollage, la muestra, previamente tuvo una
temporada exitosa en la galería Photo Elysée de Lausana, Suiza.
Debilidad por las
viejas glorias arquitectónicas
Unseen Versailles |
Jackie, entonces notable editora de Doubleday,
era fan del trabajo de Deborah en revistas de moda, y la contactó para
encomendarle un proyecto: contar en imágenes el lado B de Versalles, los
rincones en desuso que permanecían fuera del alcance de turistas. Bouvier
quería que Turbeville “conjurara lo que allí perspiraba, evocando recuerdos y
fantasmas”; una idea que, por supuesto, le encantó a la artista. La editora
hizo los arreglos necesarios para que Deborah pudiera andar a sus anchas, con
acceso prácticamente irrestricto, durante una temporada en la que -por ejemplo-
retrató la “escalera de los perros”, sitio trasero donde otrora se vaciaban los
orinales, se sucedían trapicheos, pasaban de mano en mano cartas de amor
clandestinas.
Dormitorio privado de Madame Du Barry. Unseen Versailles |
“El Versalles de Deborah Turbeville es más
melancólico, más lírico, más erótico, más cercano al Marienbad de la famosa película
de Alain Resnais (director al que, por cierto, admira), que a lo que el maestro
diseñador Charles Lebrun tenía en mente en el siglo XVII. Una delicada
sensación de nostalgia llena ahora sus ornamentados salones y pasillos. La
señorita Turbeville ha sustituido la pompa por la añoranza”, reseñó
favorablemente el New York Times ni bien salió Unseen Versailles, su libro premiado de 1981.
Romper, cortar, pegar
Unseen Versailles |
Un ejemplo más: Newport Remembered, otra de sus descollantes series monográficas,
que se lee como una continuación de Unseen
Versailles. Aquí también se ocupa del declive de monumentos a la opulencia
y la extravagancia. En este caso, de las exuberantes mansiones que nuevos ricos
habían mandado a construir como casa de vacaciones en la mentada ciudad de
Rhode Island entre fines del XIX y principios del XX, durante la pujante Gilded Age.
Turbeville |
De vocación itinerante
Un estudio en San Petersburgo, Rusia; una villa
en San Miguel de Allende, México; un piso en París, Francia; un apartamento en
el Upper West Side de Manhattan decorado con espejos moteados sin platear,
cortinados gastados, tapices sin restaurar: tales las escenografías que la
inquieta Turbeville tuvo en un momento u otro de su vida, siempre a caballo
entre países. Coherente con su obra, se inclinaba por propiedades donde la
marca del tiempo fuese visible, llegando incluso a instruir a los obreros
durante las refacciones: hagan lo indispensable, no se pasen de esmerados.
Portada de Studio St. Petersburg |
Portada de Casa No Name |
Casa No Name, otro de los descollantes
monográficos de Deborah Turbeville, se sitúa mayormente en su hogar mexicano
para transmitir, a su exclusiva manera, la mística de esta nación
latinoamericana. En sus composiciones, tras el característico velo nebuloso,
aparecen estatuas católicas deterioradas, camas de hierros, patios revestidos
con frescos descoloridos de escenas bíblicas, retablos de hojalata, santos
tallados a mano; también muebles que Turbeville había ido coleccionando por
toda Europa, como “Henri y Pierre”, las sillas de cuero negro agrietado que
había comprado por 200 francos en una feria de Montparnasse y que había llevado
consigo a México.
Los primeros pasos en
fotografía
“Cuando estás dividida entre varios lugares,
todas las ciudades se vuelven escenarios de teatro”, manifestó alguna vez esta
artista que decía no pertenecer a ningún sitio, asimismo autora de otros libros
como Wallflower (1978) y The Fashion Pictures (2011). Viajar era
para ella una necesidad, y casualmente fue un viaje a Yugoslavia lo que la
llevó a tomar la cámara en forma definitiva…
Fragmento del collage retrato a Diana Vreeland, años 80s |
“De no haber sido por Avedon e Israel, yo jamás
habría tomado en serio mi fotografía”, contaría ella misma años más tarde: “Mis
fotos estaban tan fuera de foco que pensé que eran terribles. Pero en la
primera clase, ellos se las mostraron al resto. ‘No es importante tener
técnica, pero se necesita una inspiración, una idea, y la única que la tiene es
esta mujer que nunca antes había tomado una fotografía’, afirmaron frente al
curso. Decir que me convertí en la menos popular entre mis compañeros es un
sobreentendido”.
Nacida en 1932 cerca de Boston, Massachusetts,
en el seno de una familia adinerada, Turbeville se había mudado a Nueva York a
los diecinueve años con la intención de estudiar teatro, pero un trabajo como asistente
de la diseñadora Claire McCardell, pionera de la ropa deportiva, cambió los
planes de esta chica introvertida. “A Claire le gustaba usarme de maniquí
porque mi torso era más largo que el de otras modelos”, señalaría una Deborah
de metro ochenta, citando a esta modista como una temprana influencia
formativa. Trabajó para ella durante tres años, hasta que en 1963 tomó un
empleo en Harper’s Bazaar como editora, bajo el ala de la legendaria Diana
Vreeland; más tarde, se desempeñaría en cargos similares en otras publicaciones
de moda como Mademoiselle. Entonces Yugoslavia, Avedon, la cámara… No pasó
mucho tiempo antes de que sus fotos ilustraran campañas de grandes marcas, artículos
de moda en diarios y revistas.
Días nublados y mirada
sombría
Château Raray, Francia, 1985 |
De la serie L'École des Beaux-Arts, París, principios de los años noventa |
“Deborah siempre fue fiel a sí misma, tanto en
el trabajo como en la vida. No intentaba estar a la moda, tenía estilo
personal: alta, delgada, elegante. Vestía con simplicidad; pantalones oscuros,
una remera. Sus casas en Nueva York y en México eran bellísimas, y por
supuesto, estaban un tanto venidas a menos. Vivía en su propio mundo; ahí era
dónde una podía conocerla”, escribió la influyente editora de Vogue Italia
Franca Sozzani con motivo de la muerte de Turbeville. Habían trabajado juntas
en reiteradas ocasiones, pero Sozzani sabía lo justo sobre esta “poeta de la
fotografía”. “Sé que tuvo varios romances y que nunca se casó; era una persona
muy reservada. Pocos la conocieron íntimamente. Era amistosa, agradable, pero
sumamente selectiva”. Sozzani la definía como ferozmente independiente, con
tendencia a cultivar cierto halo de misterio impenetrable. Y señalaba -en esta
entrañable despedida- que no tuvo el reconocimiento como artista que se hubiese
merecido.
Alguna vez alguien señaló que la obra de
Deborah se emparentaba con un poema de Keats, Oda a la melancolía: “Ella habita con la Belleza, la Belleza
condenada a morir”. Versos apropiados para Turbeville, que dejó este plano en
2013, en Manhattan, a los 81.