Un domingo diferente

Por Stella Galazzi

El ramo aún colgaba de su mano cuando salió del cementerio.

Zulema odiaba los cementerios, se le antojaban museos donde se guarda a los muertos como si fueran obras de arte únicas e irrepetibles. Que por cierto no se pueden mirar, salvo en algunas fotografías.

Odiaba el recorrido obligado durante su infancia por tumbas de familiares, vecinos, conocidos. Y también de notables del pueblo a quienes levantaban monumentos de mármol ostentosos como lo había sido la vida de sus dueños.

Tal vez aquí o allá, la estatua de algún ángel o la foto de alguien muerto en la belleza de su juventud la conmovían. Entonces, se quedaba unos instantes suspendida en la contemplación.

Iban todos los domingos, luego del almuerzo partían hacia el cementerio, sobre sus cabezas un ardiente sol de verano levantaba destellos plateados en los metales de las lápidas. A esa hora los visitantes eran escasos y el lugar parecía pertenecerles.

La familia transitaba en silencio esos pasillos sombríos y pisaba con un cuidado casi ceremonioso los difusos caminos de tierra entre las tumbas.

La monotonía del recorrido solo se rompía gracias a las historias que contaba su tío Manuel.

Por ejemplo, la de la novia que se suicidó cuando fue abandonada en el altar; su ramo de azucenas se marchitó antes de que abandonara la iglesia y se arrojase desde un puente. Su velo quedó flotando en el agua como un camalote blanco. Desde entonces, según su tío, la muchacha vaga por el cementerio con el cabello suelto y un brillo febril en los ojos, acariciando a su paso a jóvenes varones que se estremecen del susto. En otro relato, el día de los muertos las almas brillaban sobre las tumbas, llorando con agudos sonidos que hacían temblar las cruces y espantaban a los pájaros, porque supuestamente sus cuerpos dolían como sucede con los miembros amputados de los vivos. Y esas almas pedían a gritos por un alivio o un consuelo.

A la tardecita cuando las voces de otros deudos comenzaban a resonar en los pasillos, salía la familia por la puerta principal donde estaba el osario, y ahí quedaba la última flor. El grupo volvía del paseo riendo y dando voces, como si la única manera de recordar que estaban vivos fuera el repaso de los muertos.

Tardes casi multitudinarias esos domingos mientras fueron chicos. Con el tiempo, poco a poco, los familiares se fueron muriendo. Primero los abuelos, luego Manuel... Los demás se complicaron con el cuidado de los vivos mayores. Los niños crecieron y el cementerio pasó a ser un ritual más sencillo de limpieza de floreros en los nichos correspondientes y vuelta a casa, ya sin aquel fervor de antaño porque pesaban mucho las tantas muertes.

Zulema siguió acompañando a su madre y se prometió que cuando la mujer ya no estuviera, no volvería a ese lugar que detestaba.

Pero no imaginó que, con calculada astucia, su madre la pondría de apoderada de los nichos.

Y ahora que ella ya no está, su hija se ve obligada a visitar el cementerio cada vez que se inunda el sector o cuando le avisan de algún robo. Entonces compra un ramo en memoria de su madre y lo coloca en el nicho de la familia. Y se marcha rápido del lugar.

Hoy almorzó temprano, lavó su plato y cuando fue a la habitación para dormir una siesta se vio parada ante el placar eligiendo una blusa liviana y una pollera; en el baño se arregló el pelo mientras se miraba en el espejo y rozándose los labios con los dedos sintió deseos de pintarlos. Casi sin pensarlo, sacó unos aros del alhajero y se los puso mirando las ventanas que daban al pulmón de su edificio, todas con las cortinas bajas; un silencio de domingo arrasaba la ciudad. Se calzó los zapatos, se asomó para ver el cielo y el sol la cegó un momento. Tomó la cartera, en la puerta subió a un taxi y fue hacia el cementerio.

Compró flores y luego recorrió el camino que hacía cuando estaban todos, deteniéndose largo rato frente a los rostros desconocidos, leyendo las placas gastadas de las antiguas bóvedas, levantando algún florero tirado por el viento.

Se detuvo un momento porque los pinos se doblaron y oyó un silbido del viento mezclado con un llanto ahogado. Caminó unos pasos y vio a un hombre de espaldas sentado sobre el borde de una tumba, vestido con pantalón y camisa de hilo blanco, el cabello canoso, inclinado sobre el mármol con la mano izquierda aferrada con fuerza a una agarradera plateada y la derecha envolviendo su cabeza como si los dedos que llegaban hasta la nuca quisieran hundirlo en la piedra o su antebrazo intentara secar el llanto o esconder el dolor. Zulema se detuvo conmovida, abrazó la espalda encorvada, besó las lágrimas que mojaban esas mejillas, se vio reflejada en esos ojos celestes como el mar del Caribe. Él se levantó y la abrazó con una pasión que ella desconocía. Le desprendió el primer botón de la blusa y el siguiente, le besó los pechos, la tomó en brazos y la acostó sobre una tumba más elevada y ella lo dejó hacer; los cuerpos húmedos de fluidos desbordaban la losa, se fundían, se desintegraban. Zulema vio pájaros cruzando el cielo, escuchó el viento atravesando los pinos. Él ya no estaba, ella se quedó un minuto mirando las caras serias de las fotos de los difuntos de la vereda de enfrente, y caminó hacia la salida.