¿Polvo eres y en humus te convertirás?

Por Guadalupe Treibel


Mientras estoy esperando unos estudios médicos en un centro de salud porteño, me ilusiono con ir a merendar una deliciosa porción de torta de ricotta a la confitería Las Violetas, y en libre fluir de la consciencia, viene a mi cabeza aquel viejo dicho que habla de ver crecer estas perfumadas flores desde abajo. Contemplo la posibilidad concreta, literal de volverme tierra fértil, pero googleo y compruebo que no está en las cartas: aquí, en el país, las opciones básicamente oscilan -a la hora de tocar el arpa celeste- entre confinarme a un ataúd sin vistas o a una claustrofóbica urna después de ser cremada, siendo esta última variante un creer o reventar ¿Quién le garantiza a mi círculo íntimo que dicho recipiente no ha de contener polvo de mayoreo, una mezcla de finados extraños? Y a mí misma, ¿quién me asegura que mi versión extra, extra, extra small no acabará en la repisa de otra familia perfectamente desconocida?

Incluso si la autenticidad de mis cenizas estuviera certificada, tampoco me gusta la sospecha de que mis deudos se decanten por un relicario que contenga los restos jibarizados. “Polvo eres y en polvo te convertirás”, nos sermonea el Génesis. Y sí, la obviedad por los siglos de los siglos, amén. El tema es cumplir el mandato bíblico con una metamorfosis que más o menos se ajuste a ciertos principios de la vida vivida. Y ya que el mundo se está yendo al garete, no estaría nada mal tener un buen gesto finalísimo… ¿Qué tal aportar al compostaje humano?

Parece que volverse abono en un contexto controlado está entre las alternativas más amigables con el medioambiente. Según he leído, funciona del siguiendo modo: te acuestan en una cama de acero inoxidable; te cubren con virutas de madera, alfalfa y paja -si se quiere, algunas verduritas-; te dejan reposar por un mes para que los microbios -del propio cuerpo y de las plantas- hagan su gracia. Después, ciertos profesionales examinan con lupa el resultado para remover remanentes no orgánicos -por ejemplo, implantes o marcapasos-. Con aire y temperatura propicios y bien monitoreados, dejan secar y curar la materia. Después  de todo este proceso, que dura entre cinco y siete semanas,  finalmente entregan el resultado final. Es decir, abono sano y fértil, ideal para el jardincito de la casa. O el huerto, si lo hubiere. 

Ya existe esta práctica en varios lugares de Estados Unidos, mientras países como Bélgica y Francia debaten cambiar sus leyes para adoptar el procedimiento y combatir así la emisión de carbono y el despilfarro de recursos naturales que implican los costumbres tradicionales; o sea, que te incineren o -peor- que te entierren en un ataúd clásico, todavía más socorrido que los féretros biodegradables. Ojo, el compostaje humano sale un buen dinero, pero ¿para qué están los ahorros… de mis familiares y amigos de convicciones en favor de la ecología?  De este modo, quedarían liberados de cumplir mi última -e ilegal- voluntad anterior -previa al compostaje- cuando solía inclinarme por las peculiares exequias de ciertas zonas de Madagascar...    

Pienso que con este plan de abonar la tierra, en cambio, todos salimos ganando. Ellos cumplen con sus ideales de energías sostenibles; yo, no hace falta reiterarlo, dejo al irme al otro barrio una huella de carbono bajísima después de años de tomar recaudos en ese sentido -separar residuos, no tener coche, usar bolsita de tela...- y de mantener la decisión que considero la más amigable con el medio ambiente: no tener hijos. Con el compostaje, acaso sumaría otro poroto con la Naturaleza, pidiéndole disculpas desde ahora por no saber cuán nutritiva seré con la cantidad de conservantes y microplásticos que seguramente traigo encima. Entonces, sí, está decidido: mañana mismo empiezo a tomar recaudos para no pescarme Ébola, una enfermedad priónica o tuberculosis, que me dejarían fuera de juego, según la letra chica. De otros detalles burocráticos, ya me ocuparé luego. Aunque si la guadaña se adelantase, a mis conocidos les digo: hágase mi voluntad o volveré como fantasma a susurrarles en loop al oído Si tú no estás aquí, de Rosana. Así de implacable sería la vendetta.