Por Sebastián Spreng
Justamente, ese largometraje tenía misterio y pudor, dejaba entrever, no
revelaba sino que sugería. Se llamaba Diva, aunque no coincidía con las obvias asociaciones del
término: temperamento furioso, caprichos y desplantes típicos relacionados con
intempestivas cantantes líricas. Aquí la Diva en cuestión era lo opuesto, un personaje casi
onírico que representaba la idealización de aquel joven cartero parisino
motorizado cuya única obsesión era registrar a su cantante fetiche, “Cynthia
Hawkins”, una famosa soprano cuyo máximo capricho era no dejarse grabar. En
este sutil juego de gato y ratón, la diva era interpretada por Wilhelmenia
Wiggins Fernández, soprano norteamericana que fue catapultada a meteórica fama,
y de cuyo deceso a los 75 años da cuenta la prensa en febrero de 2024.
Vale anotar que en esos años, el advenimiento del disco compacto
-más fiel y sin frituras daría visos de eternidad al negro vinilo- generó
incontables nuevas grabaciones. Hasta entonces, el melómano contaba con un
número reducido de registros comerciales y cada ansiada nueva edición era
festejada, criticada y comparada con sus rivales anteriores, era parte del
juego de rigor. Al mismo tiempo, estaban aquellos que a escondidas lograban
grabar en vivo, eran las famosas grabaciones “piratas” tan codiciadas como
costosas, no importaba la calidad del sonido sino salirse con la suya e
inmortalizar el hecho artístico. Sin ir más lejos, la célebre soprano turca
Leyla Gencer fue etiquetada “La reina de las piratas” porque la mayoría de su
legado se basa en estos registros. Y aquí aparece otro enlace entre el mundo de
la ópera y la “Cynthia Hawkins” del film de Jean-Jacques Beineix, quien comenzó
a planear una película sobre el tema luego de deslumbrarse con Jessye Norman en
las Wesendonck Lieder en Burdeos. De hecho, en más de una
ocasión, la
mismísima Norman reveló ser el origen de la historia del cartero y la diva del
film.
En principio, Beineix quería a Barbara Hendricks, la bella soprano
norteamericana «adoptada» e idolatrada en Francia; al no hallarse disponible,
por consejo de la experta Isabelle Masset asistió a una Bohème en el Palais
Garnier con Kiri te Kanawa y Plácido Domingo. Y en la Musetta de Wilhelmenia
Fernández halló la diva para su film; hasta su nombre exótico añadía una cuota
de interés. Arropada por la música de Vladimir Cosma, en el théâtre des
Bouffes-du-Nord – “templo” de Peter Brook – la soprano hechizará con solo un
aria: Ebben ne andró lontana de La Wally de Catalani.
Su serena autoridad, elegante estampa y un metal que vagamente evocaba a Callas
bastarán para poner de moda el aria desempolvándola del vetusto verismo; algo
semejante sucedería años después con otra aria del período, La mamma
morta, inmortalizada por la vera Callas en Philadelphia.
El súbito estrellato fue un arma de doble filo para la voz esencialmente
lírica de Wilhelmenia Fernández. Nacida en Filadelfia, educada en la AVA local
y perfeccionada en Juilliard de Nueva York (donde conoció a su primer marido,
Ormon Fernández, padre de su hija Sheila) y la Scala con Nicola Moscona, su
carrera avanzaba sin obstáculos desde su debut en Houston, en Porgy & Bess. La fama
de Diva trajo
más Musettas, a Euridice, a Margarita en Fausto y la posibilidad -nunca concretada- de Traviata dirigida por
Ponnelle al igual que Luisa
Miller en el Met. En cambio, a recitales de Lieder y Spirituals sumó
Donna Elvira, Leonora, varias Tosca, Carmen y su hermana Carmen Jones en el Old Vic
que le valió el Premio Olivier además de la consabida Aida –que cantó hasta en las
pirámides de Luxor–, personaje que desgraciadamente encasilla a las sopranos
afroamericanas sin importar si poseen los medios para encararla. No todas son
Leontyne Price o Martina Arroyo, y Wilhelmenia (como en su momento la
jovencísima Jessye Norman) abandonó sabiamente a la princesa etíope para
refugiarse en papeles menos demandantes. Luego de veinticinco años de carrera,
Fernández se retiró junto a su marido Andrew William Smith (fallecido en 2018),
barítono y profesor universitario en Lexington, Kentucky donde no solo enseñó
en conservatorios y universidades (una de sus discípulas es la ascendente soprano
Michelle Bradley) sino que dirigió el coro de niños de la iglesia, el mismo
ámbito donde comenzó a los cinco en su ciudad natal, hasta no hace mucho.
Así, Wilhelmenia Fernández se une a la honorable lista de pioneras que
dieron visibilidad y popularidad a cantantes de ópera afroamericanos, en su
caso enfatizando en el ámbito cinematográfico; ese es su más preciado legado,
el haber conquistado nuevos públicos y el haber despertado el interés por la
ópera con apenas un aria y una presencia inolvidable. Su generación había visto
el triunfo de Price, Arroyo, Grist, Verrett, Bumbry y en aquel momento
competían Hendricks, Battle, Alexander, Quivar y Norman, por mencionar solo
algunas. Su tarea fue simbolizarlas a todas- y lo hizo muy bien- resumiéndolas
en una diva enigmática e inasible, ese mismo objeto de adoración que Fellini
retratará luego en Y la nave
va con un devoto viendo una y otra vez el film de la diva amada
mientras inexorablemente se hunde el barco, su mundo y el nuestro.
*WILHELMENIA WIGGINS FERNANDEZ (5 DE ENERO DE 1949, PHILADELPHIA-2 DE FEBRERO
DE 2024, LEXINGTON, KENTUCKY)