Buda Valirocana (detalle). Autor anónimo, siglo XII, Nezu Museum |
Por Caro Alfonso
Hace meses que vengo pensando mucho en el estrés como azote de estos tiempos; en cómo vivimos la mayoría en constante tensión; con qué alimentamos nuestro cuerpo y nuestra alma; los espacios que nos tomamos para detenernos y distendernos. Personalmente, la verdad es que ando contando la cantidad de gotas de canabis que necesito para aquietar mi mente en algunas semanas en las que me harían falta días de 48 horas. En determinados casos, pretendo apaciguarme con música de Bach o de Händell, creando reconfortantes espacios paralelos hasta que la realidad con sus demandas laborales, sociales, afectivas me pega un sacudón. Y me pregunto cuál sería el límite para tanto estrés, cuándo decir basta antes de que sea demasiado tarde.
Más que nunca, este
año quise idear una rutina para alcanzar una cierta cuota de paz. Pero los
requerimientos de mi trabajo se acumulan y logran superarme. Por la noche,
las cosas pendientes siguen dando vueltas en mi cabeza, como los móviles en las
cunas de los bebés. A veces hago el vano intento de distraer al insomnio y me
alejo de las pantallas al llegar la medianoche... Así, llegan las cinco de la
mañana y sigo contando ovejas, aflojando la mandíbula, haciendo respiración
profunda. Pero puede más la ansiedad por conciliar el elusivo sueño, la
preocupación por el cansancio acumulado que me afectará al día siguiente. Si al
menos esta o aquella noche en vela me sirvieran para adelantar trabajo, pero no
suele suceder. A veces, harta de dar vueltas en la cama, me levanto y empiezo
con mis tareas demasiado temprano, con la fantasía de que por la noche,
agotada, dormiré como un lirón. Me trato como a un bebé, ceno temprano y hasta
puedo darme un baño de inmersión con manzanilla y lavanda antes de meterme en
la cama. Y así pasan los días, con reiterados estados explosivos por falta de
suficiente sueño.
Hace poco fui a ver la
película Días perfectos, de Wim Wenders, y quedé prendada de su
protagonista. No pasa un día (imperfecto) que no piense en Hirayama, ese
hombre afable que limpia los baños de Tokio con el mismo amor de un artista que
se sube al escenario, que no dice una palabra de más. Un hombre bondadoso que
mira con buena onda a las personas con las que se cruza a diario, que le tiende
una mano a un compañero de trabajo en apuros, que le sonríe a la encargada de
un pequeño restaurante donde a veces hace una pausa gratificante en su pequeña
rutina diaria. Que consiste en salir temprano, subir a una camioneta con
elementos de limpieza, recorrer los baños y poner el mayor empeño en que queden
impecables. Al mediodía se toma un rato para comer un sanguchito en la plaza y
mirar con deleite los árboles, como si fuera su primera vez frente a ese
paisaje. Mira sus copas, descubre el cielo y se regocija al encontrar esa foto
que su cámara analógica captura para siempre. Al promediar el día, ya bien
cumplida la labor, se regala un baño termal en un sitio público de la ciudad
donde deja que su cuerpo se relaje. Renovado, vuelve a la ciudad para comer
algo, a veces en su modesta casa, a veces en un lugar elegido donde siempre es
bien recibido y se respeta su silencio. Hay tres o cuatro situaciones donde se
pone de manifiesto cómo maneja su propia armonía diaria: cuando se sube al
vehículo donde carga sus productos de limpieza y pone música de Lou Reed, Velvet
Underground, Nina Simone, y se trasluce su disfrute; cuando se entrega al
masaje acuático de las piletas públicas y se siente en paz por haber dado lo
mejor de sí a través del día. Luego, están esos momentos antes mencionados de
pura recreación visual cuando almuerza, y también al llegar a su casa, un
pequeño monoambiente con casetes y libros perfectamente ordenados, una
ventanita, unas pequeñas plantas que cuida amorosamente, agregando en alguna
oportunidad un brote que recogió al pie de un árbol. Prepara un futón sobre el
piso donde cada noche se acuesta cerca de una lámpara y se entrega a la
lectura (de Palmeras salvajes, por ejemplo) hasta quedarse dormido
Así cada día, así cada noche. Prolijos rituales para organizar su vida…
Días perfectos, de Wim Wenders |
Reconozco que soy una
privilegiada porque vivo de difundir obras artísticas de creadores que admiro;
de relacionarme con periodistas, con gente de la cultura en general cuyo
intercambio me enriquece y ensancha mis horizontes... Pero en ocasiones las
suites de Bach se transforman en un rock metálico furioso, la templanza se me
acaba por la sobrecarga de compromisos, por querer atender cada solicitud como
si fuera la única... Y ahí me interpelo: adónde fue a parar
esa pequeña armonía que traté de disponer por la mañana, antes de que
surgieran incontables reclamos, con cierta frecuencia sobrepasando el
límite de los horarios acordados. Por otro lado, tengo claro que es una
característica de mi trabajo que algunas personas me imaginen siempre
disponible, de buen talante... y habiendo dormido maravillosamente la noche
anterior. No todo el mundo entiende que para hacer las cosas bien, necesito un
respiro, un corte efectivo a ciertas horas, en ciertos días llamados finde.
Que no puedo ser una especie de call center las 24 horas, recibiendo llamadas y
solucionando las más diversas exigencias relativas a las obras de cuya difusión
me hago responsable. Es así que los siete días de la semana -con suerte, si
logro pegar el ojo- me duermo respondiendo mensajes; y lo primero que hago al
despertarme -si conseguí dormir- es mirar cuántos tengo por contestar.
Afortunadamente, hace dos
meses, conocí a Oscar, el Hirayama que la vida puso en mi camino. Boliviano, 70
años. A los 14 llegó a la Argentina, cuando su padre murió y su madre
quedó a cargo de nueve hijos. Oscar alivianó esa carga cruzando al norte argentino.
Desde la adolescencia, practicó mil oficios, acá y en varios países del mundo:
relojería, carpintería, plomería... Muy niño aprendió o supo reconocer que
había heredado el don de curandera de su abuela y de su padre. Un don que le
fue reafirmado desde temprano, llevándolo de pueblo en pueblo imponiendo manos,
e instruyéndolo sobre los beneficios de cada planta. Así fue como muchos
años después, ayudó a una amiga a curarse de una grave enfermedad en pandemia,
preparando su comida y acercándole las plantas apropiadas para preservar sus
órganos, mientras ella recibía tratamientos demasiado fuertes de la medicina
oficial para tratar su dolencia.
Paisaje verde, Klimt |
Nos encontramos una
vez por semana o cuando podemos; a veces trae quinoa para cocinar y proponerme
un paréntesis en mi ajetreada rutina. De entrada, me resisto un poco, le digo
que no tengo dos horas para desligarme de mi trabajo. Él me dice que si no paro
ahora, más adelante será tarde; que es responsabilidad de cada persona
cuidarse sea cual fuere el caudal de trabajo que se tenga. Yo le agradezco sus
palabras, los frasquitos de aceite que van aumentando según mi grado de estrés.
También le expreso mi gratitud por sus llamados y mensajes donde me recuerda
que la vida es hermosa, que tenemos que resguardarnos a tiempo y que nada
puede ser más importante que una misma, y ese cuidado es nuestra mayor
responsabilidad. Como Hariyama en el film de Wenders, me da a entender en cada
llamado que él es feliz y que está contento de estar vivo cada día.
Muchas veces, en mis
momentos de mucho revuelo de energía y de exigencias, pienso en Hariyama y en
Oscar, y pido al cielo que me dé la posibilidad de llegar a cumplir con todos
mis compromisos con la mayor calma posible, bajando decibeles sin desatender mi
trabajo, tratando de establecer contacto recíproco, no solo de llegar.