Por Marina Soto
Pero
volvamos a nuestro ancestral llanto femenino: podemos ver una peli y llorar,
leer un libro y llorar, manifestarnos por nuestros derechos derramando lágrimas
que se mezclan con las de la compañera que tenemos al lado. Podemos llorar en
el baño del trabajo mientras nos acomodamos la ropa, por la calle cuando vamos
a hacer las compras… En fin, ustedes me entienden. Llorar no es, por suerte,
una actividad que demande toda nuestra atención, ni que nos debilite al punto
de no poder hacer otra cosa más que darle canal líquido saladito a nuestras
emociones. Por otra parte, habitualmente, las lágrimas son autónomas, brotan
por su cuenta de las glándulas correspondientes.
En
consecuencia, podemos llorar mientras hacemos tareas que exigen cierta
atención, como trajinar entre ollas y sartenes. La cocina es un lugar perfecto
para llorar, especialmente para las mujeres, porque tiene algo de refugio
generacional. Durante mucho tiempo, en distintas culturas, se dijo que las
mujeres pertenecíamos a la cocina como algo negativo; pero, como solemos hacer
las personas débiles con nuestra tretas, podemos dar vuelta ese discurso y
apropiarnos de ese espacio como lugar seguro, como pequeño espacio protector
frente a los golpes del mundo. Podemos transformarla en nuestra habitación
propia.
Cocinar,
desde luego, puede ser un acto de creatividad, de libertad, de investigación.
Digo “puede ser” porque hoy en día circulan ciertos deplorables discursos:
tanto los que abogan por la versión Instagram de lo saludable como aquellos que
piensan en la alimentación como el mal necesario del ser humano para poder
sobrevivir; gente que insiste en poner la comida más del lado de lo funcional.
En otras palabras, comer es algo que tenemos que hacer inevitablemente, y
cocinar es la forma de lograr determinado alimento. En ese contexto, cocinar,
no sería una tarea creativa y gratificante, sino una obligación irremediable.
Pero cuando
cocinamos por cocinar, para probar, porque tuvimos una idea, porque nos
tentamos, ahí aparece la parte artística y científica de la cosa. Es cierto que
hay que tener algunas nociones de cómo hacerlo para llegar a un resultado más o
menos rico y digerible, pero también vale considerar que, desde el vamos,
aprender a cocinar implica prueba y error. Hay que manejar los elementos, los tiempos,
las cantidades, las texturas, los perfumes… Las cosas pueden quemarse, pasarse
de tiempo de cocción, quedar crudas, es probable que se nos vaya la mano con la
sal, la pimienta, las hierbas, o que suceda todo lo contrario. Pero, puestas a
experimentar, a partir de cierto momento, se nos hace la luz, hay un clic. Y
ahí empieza felizmente la libertad de la prueba para recrear las recetas.
Y con esa
seguridad viene también la opción de llorar -sea cual fuere el motivo- mientras
se cocina, porque una sabe que las manos pueden reconocer la textura de la masa
sin que el cerebro tenga que prestarle atención a estas nimiedades. Como quien
hace ejercicio, el cuerpo va siguiendo los pasos de la receta por costumbre,
mientras que la cabeza libera un poco de la angustia existencial transformada
en tibias lágrimas que corren. Quién sabe, hasta acaso, como ocurre en cierto
cuento de hadas que llevara maravillosamente a la pantalla Jacques Demy con la
insigne Catherine Deneuve, alguna lagrimita se escapa y cae en la receta,
otorgándole algún sabor especial.
Coda
Según mi experiencia, las masas son bárbaras para
llorar porque hay algo relajante en amasar que potencia la liberación de
las tensiones. Pizzas, galletitas, masitas, panes y masa de tarta o de empanadas
son las mejores, porque la mano ejerce presión sobre la mezcla de harina, grasa
y líquido (con sal o azúcar), pero las tortas, budines y muffins también
aportan lo suyo. Hay que tener cuidado, en cambio, al cortar y picar,
especialmente cuando el llanto es más furioso. Está bien que queramos matar a
alguien, pero ojo con lastimarnos a nosotras mismas o correr el riesgo de
romper nuestros preciados implementos de cocinar.
Ayer, por ejemplo, después de un día particularmente
estresante, me tenté con una tarta de puerro. No tenía masa hecha, pero sí
harina, algo de aceite y la experiencia de haberla hecho anteriormente. Es una
de las recetas más fáciles y rápidas del mundo.
Puse música, arranqué tranqui con Piazzolla, como para
que las lágrimas fueran fluyendo cada vez que golpeaba en el pecho una
cuchillada de su bandoneón, y medí 100 gramos de harina, y empecé a lagrimear
un poquito. Sumé un chorrito de aceite, una pizca de sal, y, por instinto, una
cucharadita de una mezcla de especias árabes que me regaló mi vieja, y alguna
que otra secreción ocular que se me escapó. De a poco fui sumando agua bien
fría, e integrando la masa hasta que tuvo la consistencia apropiada. En general
se dice que este procedimiento es “a ojo”, pero con la vista nublada por el
llanto (que ya estaba en plena catarata), fue más bien “a tacto”.
Dejé la masa descansando en la heladera mientras
precalentaba el horno y preparaba el relleno: dos puerros, media cebolla
(tradicional justificativo de lágrimas), un poco de zanahoria, todo cortado
fino, salteado con oliva, una pizca de azúcar primero, especias a puro
instinto; en este caso, eneldo en hebras y en semillas, romero y tomillo, más
algo de sal. Apagué el fuego y mientras se enfriaba esa preparación, me sequé
un poco los ojos y estiré la masa finita, para ponerla en la placa para horno
previamente aceitada.
Mezclé el relleno con un huevo batiendo ligeramente,
integrando bien todo y llorando con Brenda Lee, que me pedía cientos de disculpas
aunque ella no había hecho nada. Puse el relleno en la masa, la cerré y la
llevé a horno fuerte por quince, veinte minutos, hasta que el huevo hubiera
cuajado por completo y la masa estuviese dorada.
Tiempo total de la llorada: menos de una hora.