Cosas que una puede hacer mientras llora

Por Marina Soto


Múltiples cosas se pueden realizar llorando, lo que permite ganar tiempo, ya que de los muchos multitaskings que nos exige la vida moderna, el llanto -que sería una tarea improductiva, claro- es una de las que menos energías requiere y a la que venimos acostumbradas desde siempre, al punto de que, hasta no hace mucho, se consideraba que el llanto era propio de las mujeres. Actualmente, se tornó propiedad compartida, sobre todo desde que Federico X, soberano danés, vertió lágrimas reales en el balcón del Palacio de Christiansborg en enero pasado, al ser coronado luego de la abdicación de su madre. Fede lloró y enjugó sus nobles ojos con manos enguantadas de blanco. Y fue titular en casi todo el mundo occidental, aprobado por los medios más evolucionados, mientras que en Dinamarca -país democrático e igualitario con monarquía solo formal- trepó a 78 por ciento la popularidad del rey que lloró de pura emoción masculina...

Pero volvamos a nuestro ancestral llanto femenino: podemos ver una peli y llorar, leer un libro y llorar, manifestarnos por nuestros derechos derramando lágrimas que se mezclan con las de la compañera que tenemos al lado. Podemos llorar en el baño del trabajo mientras nos acomodamos la ropa, por la calle cuando vamos a hacer las compras… En fin, ustedes me entienden. Llorar no es, por suerte, una actividad que demande toda nuestra atención, ni que nos debilite al punto de no poder hacer otra cosa más que darle canal líquido saladito a nuestras emociones. Por otra parte, habitualmente, las lágrimas son autónomas, brotan por su cuenta de las glándulas correspondientes.

En consecuencia, podemos llorar mientras hacemos tareas que exigen cierta atención, como trajinar entre ollas y sartenes. La cocina es un lugar perfecto para llorar, especialmente para las mujeres, porque tiene algo de refugio generacional. Durante mucho tiempo, en distintas culturas, se dijo que las mujeres pertenecíamos a la cocina como algo negativo; pero, como solemos hacer las personas débiles con nuestra tretas, podemos dar vuelta ese discurso y apropiarnos de ese espacio como lugar seguro, como pequeño espacio protector frente a los golpes del mundo. Podemos transformarla en nuestra habitación propia.

Cocinar, desde luego, puede ser un acto de creatividad, de libertad, de investigación. Digo “puede ser” porque hoy en día circulan ciertos deplorables discursos: tanto los que abogan por la versión Instagram de lo saludable como aquellos que piensan en la alimentación como el mal necesario del ser humano para poder sobrevivir; gente que insiste en poner la comida más del lado de lo funcional. En otras palabras, comer es algo que tenemos que hacer inevitablemente, y cocinar es la forma de lograr determinado alimento. En ese contexto, cocinar, no sería una tarea creativa y gratificante, sino una obligación irremediable.

Pero cuando cocinamos por cocinar, para probar, porque tuvimos una idea, porque nos tentamos, ahí aparece la parte artística y científica de la cosa. Es cierto que hay que tener algunas nociones de cómo hacerlo para llegar a un resultado más o menos rico y digerible, pero también vale considerar que, desde el vamos, aprender a cocinar implica prueba y error. Hay que manejar los elementos, los tiempos, las cantidades, las texturas, los perfumes… Las cosas pueden quemarse, pasarse de tiempo de cocción, quedar crudas, es probable que se nos vaya la mano con la sal, la pimienta, las hierbas, o que suceda todo lo contrario. Pero, puestas a experimentar, a partir de cierto momento, se nos hace la luz, hay un clic. Y ahí empieza felizmente la libertad de la prueba para recrear las recetas.

Y con esa seguridad viene también la opción de llorar -sea cual fuere el motivo- mientras se cocina, porque una sabe que las manos pueden reconocer la textura de la masa sin que el cerebro tenga que prestarle atención a estas nimiedades. Como quien hace ejercicio, el cuerpo va siguiendo los pasos de la receta por costumbre, mientras que la cabeza libera un poco de la angustia existencial transformada en tibias lágrimas que corren. Quién sabe, hasta acaso, como ocurre en cierto cuento de hadas que llevara maravillosamente a la pantalla Jacques Demy con la insigne Catherine Deneuve, alguna lagrimita se escapa y cae en la receta, otorgándole algún sabor especial.


Coda

Según mi experiencia, las masas son bárbaras para llorar porque hay algo relajante en amasar que potencia la liberación de las tensiones. Pizzas, galletitas, masitas, panes y masa de tarta o de empanadas son las mejores, porque la mano ejerce presión sobre la mezcla de harina, grasa y líquido (con sal o azúcar), pero las tortas, budines y muffins también aportan lo suyo. Hay que tener cuidado, en cambio, al cortar y picar, especialmente cuando el llanto es más furioso. Está bien que queramos matar a alguien, pero ojo con lastimarnos a nosotras mismas o correr el riesgo de romper nuestros preciados implementos de cocinar.

Ayer, por ejemplo, después de un día particularmente estresante, me tenté con una tarta de puerro. No tenía masa hecha, pero sí harina, algo de aceite y la experiencia de haberla hecho anteriormente. Es una de las recetas más fáciles y rápidas del mundo.

Puse música, arranqué tranqui con Piazzolla, como para que las lágrimas fueran fluyendo cada vez que golpeaba en el pecho una cuchillada de su bandoneón, y medí 100 gramos de harina, y empecé a lagrimear un poquito. Sumé un chorrito de aceite, una pizca de sal, y, por instinto, una cucharadita de una mezcla de especias árabes que me regaló mi vieja, y alguna que otra secreción ocular que se me escapó. De a poco fui sumando agua bien fría, e integrando la masa hasta que tuvo la consistencia apropiada. En general se dice que este procedimiento es “a ojo”, pero con la vista nublada por el llanto (que ya estaba en plena catarata), fue más bien “a tacto”.

Dejé la masa descansando en la heladera mientras precalentaba el horno y preparaba el relleno: dos puerros, media cebolla (tradicional justificativo de lágrimas), un poco de zanahoria, todo cortado fino, salteado con oliva, una pizca de azúcar primero, especias a puro instinto; en este caso, eneldo en hebras y en semillas, romero y tomillo, más algo de sal. Apagué el fuego y mientras se enfriaba esa preparación, me sequé un poco los ojos y estiré la masa finita, para ponerla en la placa para horno previamente aceitada.

Mezclé el relleno con un huevo batiendo ligeramente, integrando bien todo y llorando con Brenda Lee, que me pedía cientos de disculpas aunque ella no había hecho nada. Puse el relleno en la masa, la cerré y la llevé a horno fuerte por quince, veinte minutos, hasta que el huevo hubiera cuajado por completo y la masa estuviese dorada.

Tiempo total de la llorada: menos de una hora.