Por Brenda Howlin
Leyendo
el libro La madre que puedo ser, de
Paulina Simón Torres, encontré una escena igual a la que viví en pleno
puerperio de Dylan: una mujer lejos de su hogar recuerda que dejó sobre el
fuego encendido una olla llena con garbanzos. Y así, como la madre de Mi pobre angelito cuando descubre en
medio de un vuelo que olvidó a su hijo en casa, grita ¡Kevin!, la autora de
este libro y yo gritamos con el mismo nivel de angustia: “¡Los garbanzos!”.
Dylan
tenía dos años y yo estaba en mi primera reunión presencial, luego de largos
meses de encierro por la pandemia. Sin bebé en la teta y sin mi otra hija a cuestas.
Con un vestido verde, de fiesta, charlando a más no poder con mis compañeras de
equipo. Me sentía libre, osada, joven. Casi que por momentos me olvidaba que
era madre de dos criaturas y no sentía ningún tipo de culpa. Pero la joda duró poco. Un mensaje de Marcos me hizo helar la sangre:
-¿Bren,
estás en casa?
-No,
¿por?
Y al
toque me reenvía un mensaje de nuestro vecino en el que le avisaba, alarmado,
que estaba saliendo humo y olor a quemado de nuestra casa.
¡¡Los
garbanzos!! Grite fuerte, mirando obnubilada la pantalla de mi celular.
¿Cuántas
emociones caben a la vez en un cuerpo? En el mío, muchas: estrés, pánico,
culpa, miedo, ansiedad, vergüenza, desesperación, terror. Todo junto.
Estaba
a una hora de distancia de mi casa. Marcos trabajaba a 10 minutos. Así que le tocó a él ir a apagar el incendio.
¿Cuántas
disculpas caben en un despiste? Perdón, no me di cuenta, qué naba que soy,
avisame si querés que llame a los bomberos; si se prendió fuego la casa, ¿le
pedís a algún bombero que rescate mi compu y la cajita donde guardamos los
ombligos secos de los chicos?
Marcos voló desde su trabajo a extinguir el fuego.
Los minutos que tardó en enviarme un mensaje compartiendo el parte del hogar
fueron eternos. Mis compañeras me consolaban, me contaban experiencias
similares, que a cualquiera le puede pasar, que a lo sumo los bomberos apagan
el incendio en un minuto, que mi casa queda cerca de un cuartel, que suelte y
confíe y que no me estrese. Pero en mi fuero más interno, sabía que eso me
había pasado por madre que quiere cosas para ella. Ya no hay forma de huir de
ese estado mental en el que me instaló la maternidad. Se me escapan cosas, me
disperso, me olvido. Tengo miedo de mi misma, de
dejarme un hijo olvidado en el supermercado, de perder el auto o de olvidarme cómo
se maneja mientras estoy manejando. Es difícil sostener mi vida mientras sostengo otras
dos pequeñas vidas. Pero no estaba dispuesta a renunciar a mí.
Y
llegó el mensaje de Marcos: era una foto de la olla negra, humareda, los
garbanzos carbonizados. Para descartar la tragedia, me animé a preguntarle: ¿la
casa no se quemó? Pero la paciencia y empatía de Marcos tiene un límite.
Bastaron dos audios para que me quede claro que no puedo seguir así,
arriesgando la casa y la de los vecinos, que en cualquier momento, nos clavan
una denuncia. Los vecinos habían intentando
entrar por la ventana y tenían baldes de agua listos, por las dudas.
Esta
vez, durante varios días tuve presente el episodio. El olor a quemado que nos
dejaron los garbanzos por toda la casa, fue contundente.
Por
ejemplo, recién ahora me animo a contarlo: manejé en una autopista con Dylan
recién nacido, sin atarlo en el huevito, o sin atar el huevito en el auto. Ambas versiones, varias
veces. En todos los cumpleaños familiares, quemé todas las tortas.
Siempre tuvieron que ser rasqueteadas, y peladas como naranjas y tratadas con
cuidado quirúrgico para rescatar al menos unos pedacitos. También dejé la casa
y el auto abierto muchas veces. Y tengo dislexia. Quiero decir una cosa, y digo
otra.
Mi hija
mayor ahora tiene siete y el menor, cuatro. A veces siento que estoy bastante bien. Que recuperé
la cordura. Por ejemplo, cuando duermo de corrido, sin personas diminutas
pateándome toda la noche. Pero no siempre sucede. Otras
veces, siento que sigo en medio de esa nube de humo, desmemoriada e insomne,
provocando involuntariamente incendios.
Como
frutilla del postre, hoy mismo, mientras escribía este texto, puse agua a
hervir con lentejas. Y me dije a mí misma: “Cuando te vayas, acordate de apagar
el fuego”. Pues bien, fui a buscar a mis hijes al colegio, y las lentejas
quedaron con poca agua sobre la llama. Al llegar, la fragancia se respiraba
desde el pasillo. ¡Las lentejas!, grité una vez más. Mis
hijes ya se están acostumbrando a los sobresaltos que les genera su mamá. Y me consuelan, me dan ánimo.
No pasa nada, están ricas, mamá. Nos encanta la comida
quemada.
Soy
la madre que puedo ser.