Retrato de una joven casada sin su consentimiento

Por Cecilia Sorrentino

Retrato de Lucrezia de Medici,
por Agnolo Bronzino

Luego de publicarse El retrato de casada (Libros del Asteroide, 2023), en una entrevista para la RTVE, Maggie O´Farrel (Coleraine, Irlanda del Norte, 1972) contó que “por lo general, la idea para una novela va germinando en mí muy lentamente, me lleva mucho tiempo. Con El retrato de casada, en cambio, fue como un relámpago”. Releía el poema de Robert Browning, Mi última duquesa —con cuyo primer verso abre la novela: “He aquí mi última duquesa pintada en la pared, como si estuviera viva”— y se preguntó si aquello de lo que hablaba un duque perverso que se reía de su esposa dando a entender que la había matado él, había ocurrido en realidad.

En Gran Bretaña –continúa M.O.F- ese poema se estudia en el colegio, pero se lee sin contexto alguno. Intrigada, fui en busca del retrato de Lucrecia que pintó Agnolo Bronzino y encontré que, a diferencia de otros retratos del Renacimiento —en los que las personas apenas tienen expresión o se ven indiferentes y vacías— Lucrecia luce ansiosa, preocupada, como si quisiera decir algo. Fue la expresión que vi en sus ojos la que me llevó a escribir la historia que ella habría contado de haber podido”.

Para crear y sostener la intriga M.O.F comenzó leyendo La dama de blanco, de Wilkie Collins (1824-1889) y Mi prima Raquel, de Dafne Du Maurier (1907-1889). En esta última, comenta, la autora rompe constantemente con las expectativas del lector. “La leí lápiz en mano, buscando desentrañar cómo lo había hecho”.

La protagonista de El retrato de casada es Lucrecia de Médicis, tercera de las hijas de Cosme de Médicis, Gran Duque de la Toscana y de Leonor de Toledo, Duquesa de la Toscana.

Lucrecia tenía 15 años cuando la casaron con Alfonso II, Duque de Ferrara. Murió en 1561, un año después de la boda. Se dijo entonces que había sido asesinada por Alfonso, pero es imposible saber la precisa. 

Lucrecia creció en una corte atípica para su tiempo. Su madre y su padre se querían y, aparentemente, se guardaban fidelidad. Él tenía en cuenta las opiniones de ella en temas de estado y juntos hicieron de Florencia una ciudad floreciente y próspera. Tuvieron ocho herederos bendecidos por los privilegios y la fortuna de la corte y sometidos a un destino irrevocable: los varones serían educados para ser gobernantes y soldados. Las mujeres, para contraer un matrimonio que trajera ventajas políticas a la familia.

En las cartas entre Leonor y Cosme queda claro que ella ama a sus hijos y que él prefiere a su hija Isabel. En cuanto a Lucrecia, apenas se la menciona en ese intercambio. Maggie O´Farrell encontró solo un comentario: sueña despierta en las clases. Este pequeñísimo detalle era lo único que tenía de la infancia de Lucrecia. Como un punto a partir del cual crea a una niña intuitiva, curiosa, en absoluto dócil y sumisa como sus hermanas.

“Porque, le dice Emilia (su doncella) corría un rumor sobre vos. Alguien juraba que cuando erais pequeñita os vio tocar un tigre. Y que el tigre no os hizo nada, que se dejó acariciar. Siempre decían que habíais encantado a la fiera como una maga. Imposible, claro, pero…” (p.361)

La novela es un despliegue de detalles como el del tigre que resulta perfecto para dar cuenta de la tensión entre el interior y el exterior que rige la vida de aquellas niñas rodeadas de privilegios, pero encerradas, y con un destino decidido por otros.

Maggie O'Farrell

Sin embargo, dice O´Farrell “yo no creo que todas lo aceptaran dócilmente. En el caso de Lucrecia pensé en la pintura como posibilidad de escapar hacia mundos en los que su libertad pudiera realizarse”.

“Llena páginas y páginas de niños. Caritas blandas, inocentes, brazos y piernas como perlas. Niños que ve desde la ventana del castillo o en sueños, (…) niños de pecho que levantan el vuelo extendiendo unas alas plumosas y se funden con el cielo y sobrevuelan las copas de los árboles” (p.363)

A propósito de la explosión de belleza y erudición del Renacimiento, M.O.F. piensa que toda luminosidad debe tener su lado oscuro y que esto fue lo que le interesó de ese tiempo. “Siempre hay historias debajo de las historias y eso es lo que quiero revelar.”

Pero no se propuso escribir una novela histórica. Igual que en La primera mano que sostuvo la mía (Libros del Asteroide, 2018) o en La extraña desaparición de Esme Lennox (Salamandra, 2009), el objetivo nuevamente fue lo sumergido, lo que no se ve a primera vista, el revés del bordado.

La trama de la novela recorre veinte capítulos que siguen dos cronologías magistralmente entrelazadas. Diez capítulos cuentan sucesos de un tiempo breve: el que va desde la cena en la que Lucrecia tiene la certeza de que su marido va a matarla, hasta la madrugada del día siguiente, que es el del final de la historia. Entretejidos con estos, los otros diez capítulos nos llevan desde la concepción de Lucrecia y su niñez en la Corte de La Toscana, hacia la boda y los primeros meses de su matrimonio en la Corte de Ferrara.

La narración en presente y en tercera persona sigue a Lucrecia en el continuo fluir de su conciencia. Su mente deriva entre la certeza de que su marido quiere asesinarla y la seguridad de que eso es imposible porque él la ama.

Todo en esta historia habla del sometimiento de la mujer. Un sometimiento que puede llegar hasta la muerte y que se derrama en una poética de indicios a lo largo de toda la novela.  

En uno de los primeros capítulos -Todo cambia- encontramos a Sofía, la vieja aya, en una tensa conversación con el consejero ducal. Intenta postergar la boda de Lucrecia y argumenta que la niña de doce años aún no ha tenido su primera menstruación. Lucrecia pinta cerca de ellos y sabe que Sofía miente, igual que sabe que no quiere casarse con Alfonso. Entonces, baja la mirada, “pero no al dibujo, sino al estornino que estaba al lado de los pinceles y los frascos de óleo. (…) Miró las delicadas patas escamadas que ya nunca volverían a posarse en una rama ni en la piedra del alféizar de una ventana; miró las diferentes capas superpuestas de las alas, alas que no volverían a abrirse para buscar una brisa que lo levantara, que ya no lo llevarían por encima de los tejados y de las calles.” (p.89)

Así también concurren al enhebrado de esta poética de indicios y detalles, los dioses y los héroes de la mitología que adornan las paredes de los palacios o se mencionan en una clase o una conversación. Su elección, minuciosa y precisa, intensifica la opresión que respira cada capítulo: es Atenea, en su versión olímpica y degradada, que nace de la cabeza de Zeus. Es Ifigenia, sacrificada por su padre Agamenón a cambio de vientos propicios para sus naves y su avidez de guerra. Es Juno, la versión romana de Hera, diosa del matrimonio y esposa del infiel y todopoderoso Zeus. Es la fuerza imbatible de Hércules. También es Jano, una de las pocas deidades que no procede de Grecia sino de la Roma original. Jano custodia los umbrales y da nombre al primer mes del año. Es un dios de transición que, con la cara de un joven mira hacia el pasado y con la de un viejo hacia el futuro y el final.

De Alfonso se dice en su corte que “es un auténtico Jano con dos caras, dos maneras de ser.” Capaz de pasar de una a la otra como se chasquean dos dedos en el aire.


Lo sumergido de la historia se entrevé gracias a recursos como este, el de la dualidad de Jano, pero también:

-en la posibilidad de desdoblarse que tiene Lucrecia por momentos:

“La cama en la que están los cuerpos, uno tapando al otro, se encuentra muy abajo. Es un espacio de sombra y oscuridad. No se ve nada. Lo que está pasando ahí carece de importancia para ella.

Atraviesa las paredes, se desintegra, se disuelve en la escayola, en las vigas, en los puntales, en el cañizo, en el ladrillo, Y vuelve a cuajarse en el aire al otro lado.

Ahora está aquí, fuera de los muros de la villa…” (p.181)

-en las visiones que tanto Alfonso como Lucrecia tienen de la persona con quien se han casado:

“Hay algo en ella, algo desafiante. A veces la miro y lo percibo… como si un animal viviera detrás de sus ojos. Yo esto lo ignoraba antes de los esponsales, no tenía la menor idea.” (p.351)

“…ya no es Alfonso, ya no es el hombre que cenaba con ella en la larga mesa del comedor. Ha cambiado, tiene otra forma, se ha quitado el disfraz. Es un ser mítico, todo piel, nervio y haces de pelo; es un dios fluvial, un monstruo del agua que ha venido arrastrándose desde el Po…” (p.205)

-en las manos que rozan el revés de los bordados:

“No puede trabajar con la aguja y el hilo, los dedos se le tensan, como si no fueran suyos. Lo que le entusiasma de verdad es pintar, la tiza y la tinta. Da la vuelta al bastidor para ver el revés. Siempre le ha gustado esa parte de los bordados, el secreto, la parte ‘fea’, cuajada de nudos, estrías de la seda e hilos retorcidos. Es mucho más interesante…” (p.239)

-en las miniaturas que pinta Lucrecia:

“Se dispone a pintar encima de una escena que terminó anoche: un ser acuático, mitad hombre, mitad pez, saliendo por la orilla de un río, con la cola plateada que brilla a la luz de la luna.” (p.228)

A propósito de esta manera de pintar capas sobre capas y escenas sobre escenas propia de aquella época, dice Maggie O´Farrell: “Lo verdaderamente importante para mí es la idea de los cuadros que están pintados sobre otros cuadros. No sabía que, por ejemplo, que bajo la sonrisa de la Mona Lisa hay infinidad de otras versiones y por eso resulta enigmática”.

Esta intrincada trama de imágenes ocultas, personajes dobles y tensiones de opuestos que se espejan o se intercambian tiene, como el laberinto, un centro. Ahí está el retrato de casada, doppelgänger de Lucrecia.

“Lucrecia se da cuenta de que tiene la sensación de estar ausente de pronto, de haber desaparecido del salón, de haberse evaporado. La duquesa está presente… en el retrato. Ahí está. Lucrecia es innecesaria; puede irse. Su lugar está ocupado; el retrato desempeñará su función en la vida.” (p338)

Ese retrato, maravilloso según Alfonso, será su salvación o su condena.