Por Moira Soto
Porque el swiftismo se expande a otras edades, también puede alcanzar a algunos varones desprejuiciados y de buena voluntad que quieran integrar esta hermandad que, la primera semana de diciembre 2023, recibió el alegrón de saber que TS -a los 33, ganadora de muchos títulos honrosos en su ya larga trayectoria- había sido elegida Persona del Año por la revista estadounidense Time. Una designación muy importante por el prestigio y las exigencias de ese medio, y por las connotaciones de esa palabra. Persona, así se llamaba la revista fundada por una osada feminista a mediados de los años ’70, María Elena Oddone, a quien bien vale reivindicar.
Persona, ser humano, sujeto; unidad indisoluble y relacional, con características sociales y morales trascendentes, según una corriente filosófica.
Persona grata: TS, iniciales que figuran en mi pulsera que tanto aprecio, por su hacedora y por todo lo que significa.
TS, persona del año de Time con su gato favorito como estola |
Como toda swiftie que se precie lo tiene claro, las pulseras no son una moda lanzada por Swift ni parte de un merchandising: surgieron espontáneas y se multiplicaron por doquier, inspiradas en la línea de un tema de nuestra ícono, You’re on Your Own, Kid, que reza: “todo lo que perdés es un paso que das,/ así que hacé las pulseras de la amistad,/ aprovechá el momento y disfrutalo”.
Estos brazaletes artesanales intercambiables, regalables fortalecen el sentimiento de pertenencia, de formar parte de una comunidad sin fronteras que ama a Taylor incondicionalmente: su personalidad, su ropa, sus canciones, sus clips e incluso sus tropiezos (como participar de la malísima versión fílmica del gran musical Cats). Pero ser swiftie no entraña solo practicar la pura devoción: también conlleva asumir una ética humanista que incluye defender los derechos LGBT, ser una persona compasiva y solidaria, aspirar a la equidad, rechazar a Trump (y no votar a Milei, en nuestro país). Y también saber que no hay ninguna obligación de sentar cabeza, ni de cumplir con lo que lo demás decidan por nosotras, ni de aceptar determinados límites por el hecho de ser mujer o de formar parte de alguna minoría oprimida, subestimada, desvalida, colonizada.
Cuellitos y
brazaletes
Aunque los cuellos y los collares con que la célebre jueza estadounidense Ruth Bader Ginsburg suavizó la tosca túnica típica de los integrantes de la Suprema Corte cuando fue nombrada en 1993, esos accesorios -de encaje, de cuentas de cristal- no se convirtieran en moda masiva, igualmente guardan un cierto parentesco con las pulseras de la amistad swiftianas por su simbolismo.
RBG |
Esos cuellitos de encaje, Ruth los tomó del vestuario judicial inglés y francés. Cuellitos coquetos considerados femeninos en época contemporánea, masculinos en el pasado. Es decir, que ella se apropió de lo que había sido antaño signo de poder masculino en los estrados de la justicia. No le fue fácil a Ruth -ni a Sandra, que siguió sus pasos en ese tema- conseguirlos en su país: Ruth tuvo que comprarlos en viajes a Europa.
Una apuesta radical la de RBG, que proclamaba a quien quisiera oírla que ella podía ser rigurosa en su oficio, pero sin renunciar a un toque femenino diferenciador. La periodista Rhonda Garelik sostiene que los refinados cuellitos de Ruth le otorgaron un concepto de cuerpo de mujer a las asexuadas túnicas. Fue como un sello que se reprodujo en ilustraciones estilizadas en portadas de libros, en diarios y revistas: solo ese accesorio, blanco sobre negro. “Mi collar disidente”, lo denominó la jueza en 2014, cuando Banana Republic fabricó uno de cuentas brillantes expresamente para ella. Por otra parte, RBG, muy querida por mujeres de toda edad y condición, empezó a recibir cuellos caseros, tejidos con amor al crochet o bolillo por muchas de aquellas que la consideraban su heroína favorita. También le llegaban como obsequio de afuera a medida que se volvía más popular. Su preferido, el que le mandaron de Sudáfrica.
“No pido favores
para las mujeres, todo lo que exijo es que saques tu pie de mi cuello”, gustaba
decir citando a Sarah Grimké, militante abolicionista y poeta del siglo XIX.
Muy enferma en 2018 se negó a dimitir para no darle oportunidad al entonces
presidente Trump de reemplazarla por alguien de su calaña (la de él). Pero su
cáncer de páncreas se agravó, llevándola la muerte en 2020. Y efectivamente,
ese lamentable mandatario nombró en su lugar a una jueza ultraconservadora de
cuyo nombre no queremos acordarnos. Llorada por una multitud en su sepelio, las
feministas a la cabeza -algunas con cuellitos en su honor- Ruth Bader Ginsburg ya
había sido personaje principal del film biográfico Una cuestión de género
(2018). También hizo su aparición en documentales que rescataban la
extraordinaria vida de esta mujer nacida en 1933, en una modesta familia judía,
cuando aún faltaban más de tres décadas para que las mujeres negras tuvieran
derecho a votar.
Swift y
Ernaux, medio siglo no es (casi) nada
Vale señalar, haciendo un repaso algo más que somero, que hubo escasas notas locales en tevé, radio y publicaciones digitales locales que se tomaran en serio el fenómeno Taylor Swift en su reciente, resonante visita a Buenos Aires. La mayoría de autores de esas notas parecía no saber ni pizca del gran talento de TS para componer y escribir hermosas canciones en las que, a través de los años, fue armando una suerte de biografía condensada, poetizada. Tampoco, en consecuencia, conocer acerca de las ideas, los sentimientos que transmitía, profundos aún en tonalidades ligeras, coherentes y que se abrían a la identificación, en particular de mujeres jóvenes, que se sentían expresadas por su sinceridad, por la comunión de experiencias, el enfoque feminista y el romanticismo contemporáneo de esa chica bonita a rabiar que no reniega de su imagen sexy y glamorosa, cercana a pesar de la reserva que trata de mantener -sin conseguirlo- respecto de su vida privada.
Annie Ernaux, 2019. Crédito Getty-Awakening-Simone Padovani |
Para poner algunos ejemplo: Vivek Jayamaran, investigador, llamó a TS directamente “genio que contribuye a la protección de las obras de arte -musicales, visuales, literarias-”. Otro docente, este de la Universidad Estatal de Dakota Estatal del Sur, Slan Kamones, declara que Swift ayudó a reconsiderar el lenguaje jurídico y a elaborar una argumentación persuasiva, añadiendo que centrarse para algunas de sus clases en este ícono cultural era una muy buena forma de conectarse con los alumnos, reavivar su interés. Berkeley también se interesó en TS: Crystal Haryanti preparó un curso, fuera del plan tradicional: Arte y emprendimiento: La versión Taylor; algo parecido se hizo en Stanford bajo el nombre: El Universo Swift. Y por si algo faltaba para la valoración académica de nuestra chica, NYU, la Universidad de Nueva York, le otorgó el doctorado honoris causa en 2022. ¿Qué tul?
Como el sentido de realidad lo enseña implacablemente, nadie puede alcanzar todo el éxito y la felicidad sin nubes en este planeta tan maltratado (que se está tomando revancha). Pero lo que sí ha demostrado Taylor Swift es que una mujer joven, talentosa, determinada y con el corazón en el lugar correcto, puede llegar a tenerlo casi todo, ponerse a la par -y a varios, pasarlos- de los varones con más suceso de los tiempos modernos y/o posmodernos. Y, asimismo, superarlos en algunos aspectos, aportando a sus canciones y a su comportamiento esos plus más que suficientes para convertirse en referente de muchachas del XXI. Y para las del XX, naturalmente. La chica de Pennsylvania está en la cima de sus poderes creadores, organizativos, regidores. Dueña, para colmo de bienes, de ese misterio llamado carisma. Arrasador, en su caso.
Y ahora sí, aunque suene cholulo o sobredimensionado en oídos puntillosos que criticaron ese premio a Bob Dylan “por haber creado en el marco de la gran tradición de la música estadounidense nuevos modos de expresión”, desde estas líneas damisélicas se lanza el apoyo a la candidatura de Taylor Swift para el Nobel de Literatura.
Sí, el mismo galardón que obtuviera la francesa Annie Ernaux, grandísima y original escritora con la que TS puede -en lo suyo, en otros registros literarios (y acompañada de su música)- hermanarse en buena ley.
Afiche del film L'evenement |
Annie no se calla ni endulza nada, va a los bifes. Pero tiene de sobra con qué hacerlo practicando, como concluyó su discurso de aceptación del Nobel, “la lengua del exceso, insurgente, usada por los humillados y ofendidos”. Ella, la tremendísima AE aún sostiene la frase de antes de los 22, cuando ya la tenía clarísima: “Escribiré para vengar mi raza”. La raza mujer, cela va sans dire. Un eco de aquel decir de Rimbaud: “Soy de raza inferior por toda la eternidad”.
Como AE, a su modo y a su edad, TS escribe sus canciones para entenderse, para descifrarse, para vengar a las mujeres maltratadas por una cultura de arrastre todavía misógino, para superar sus propios errores y fracasos, siempre partiendo de vivencias que quiere compartir con sus fans, que se sienten así identificadas, representadas. Aunque no haya leído a Ernaux, Swift compagina con la francesa cuando declara: “Escribo para inscribir mi voz de mujer y de tránsfuga social en lo que se me presenta como un lugar de emancipación: la literatura”.
“Histéricas”
del mundo, uníos
Y para cerrar (por fin) tornando a Taylor y su seguidoras, un cacho de plagio de lo que escribí hace más de 20 años en el suple Las 12, de Página, haciendo el elogio de las siempre desdeñadas fans, en mi comentario de la bienvenida reposición de Anochecer de un día agitado (Ricard Lester y Los Beatles, un solo corazón): “Se pueden ver algunos planos de chicas en los conciertos: expresión de arrobamiento total, llantos incontenibles, emociones extremas dan cuenta de una conducta que va mucho más allá del remanido mote histeria femenina que se adjudicó a la legión de admiradoras -que no estaban equivocadas en su fervor- del genial grupo de Liverpool. Y por extensión a las fans de otros íconos del canto y la música en ceremonias multitudinarias que potencian la devoción y la participación colectiva”.
Más adelante, iba una cita de Edgar Morin sobre las estrellas de cine adoradas por mucho público: “Nadie es verdaderamente ateo si frecuentas las salas oscuras… Hay una tribu de poseedores de reliquias consagrados a esta religión: los fieles”. En el caso de Taylor Swift, apunto ahora, están los elementos de vestuario que portan las admiradoras y ¿hace falta redundar? las famosas pulseras de la amistad.
Volviendo a mi autoplagio y convocando al Georges Bataille de El erotismo, “el sistema de la sensualidad y el del misticismo no difieren”. Y en el final de la columna aludida: “Es este film los Beatles cantan ‘un amor como el nuestro nunca morirá/ mientras estés cerca de mí’, también ‘tal vez no tenga mucho para dar,/ pero todo lo que tengo/ te lo doy’, y las chicas se arrebatan, desfallecen, pierden pie, entran en trance, abdican de la razón (André Gide dixit) frente a cuatro músicos investidos de divinidad que las atraviesan como el rayo divino a Teresa de Jesús, la santa que Bernini esculpió en un rapto de entrega total”.
Asimismo hace más de dos décadas, escribí en el mismo sitio acerca de un recital de Sandro: “Para muchas devotas que vienen a los primeros recitales de 2001 en la Capital, la celebración comenzó mucho antes, cuando se confirmaron las fechas de la ansiada presentación (…) A partir del momento en que les llegó el aviso de que Sandro estaría de nuevo con ellas, la vida cada vez más incierta y problemática se les volvió llevadera gracias a la ilusión que alentaban, contando los días, las horas que faltaban para el dichoso acontecimiento. Algunas confiesan en el baño del Gran Rex, hermanadas en la pasión por el ídolo que saben que es de todas y de ninguna, que la ansiedad les quitó el sueño los últimos días (…). Imposible no conmoverse, no sentirse muy próximas a estas chicas, sus chicas, que han salvaguardado ese corazón caliente que les permite la entrega sin restricciones en dos horas de purísima felicidad, de suspensión de todas las aflicciones (…) Estas actuaciones de Sandro son básicamente una fiesta de mujeres, en las que se cuelan algunos hombres, aves extrañas en el seno de esta archicofradía femenina en la que participan hijas, madres, abuelas que marchan jubilosas a tomarse trenes y colectivos, a congregarse en el teatro para verlo, escucharlo, dialogar con Él, jugar su juego, siempre entre el éxtasis y la risa”.
Y más cerca en el tiempo, en 2004 y en la publicación mencionada, cuando Sandro volvió por última vez, hablé nuevamente de esas fans “que no se lo disputan porque saben que es de todas en esta comunidad de sentimientos. Sandro, un dios chacotón, seductor, divertido que se reconoce mortal y ha ganado su permanencia merced a su magnífica voz, a su emoción a flor de piel, a su impecable musicalidad (…), muy por encima de las letras que le han escrito. La grey sandrista es así: leal, confiada, invariable”.
Actualizando fechas y circunstancias, usos y costumbres, y permutando géneros, buena parte de lo escrito se podría aplicar a las fans de Taylor Swift. Niñas, adolescentes, jóvenes y no tanto que no hacen otra cosa que mantener y acentuar códigos femeninos de hermandad y complicidad que empezaron a desarrollarse hace mucho, muchísimo tiempo, cuando las mujeres estaban silenciadas lejos de la vida pública, coartadas sus libertades, inferiorizadas. Y fueron encontrando la manera de crear lenguajes propios, sistemas de comunicación entre ellas, tácticas para dar rienda suelta a sus emociones, a su misticismo. No por nada ellas son mayoría como fieles practicantes en algunas religiones (regidas por varones, por ahora).
Las chicas voluntariosas, sacrificadas, muchas trabajadoras y estudiantes que se turnaron para acampar durante cinco meses, a la espera de los recitales de la bienquerida Taylor Swift, son sus legítimas herederas.