Regreso y vigencia de Joanna Russ

Por María José Eyras

Ilustración de Joanna Russ. Autoría HerB104. Wikipedia.

El descubrimiento de un libro puede asemejarse al encuentro con algunas personas. La primera vez no les prestamos demasiada atención; al tiempo las volvemos a cruzar y, por fin, un día nos sorprendemos, trago en mano, conversando animadamente con ellas, olvidadas de la tiranía del reloj.

Me topé con Cómo acabar con la escritura de las mujeres, de Joanna Russ, cuando espiaba la biblioteca de una investigadora de la relación arquitectura­–género. Era en una versión pirata, con tapa rosa y al centro se veía una máquina de escribir que soltaba una hoja hecha tiras. Lo pedí prestado, pero como avanzaba con lentitud debí devolverlo con apenas unas páginas leídas.  

Hace unos meses volví a dar con el libro. Tenía idéntica cubierta rosa, pero ahora era una versión legal. Lo habían reeditado dos sellos independientes y me llamaba desde la mesa de una librería. Fue a parar a la biblioteca, en lista de espera.  

El universal problema de género, es sabido, va desde la persistencia de crueles prácticas de mutilación sexual en niñas, a la discusión de la libertad en relación al propio cuerpo, pasando por diferencias salariales hasta manifestaciones más sutiles: de estas últimas se ocupa el libro de Joanna Russ. En sucesivos capítulos explora cuestiones como la negación o contaminación de la autoría, la falsa recategorización, el aislamiento de las autoras de una tradición que las preceda o las suceda, la calificación de escritoras brillantes como excepciones o anomalías y otros preconceptos tan anticuados como injustos.

En Cómo acabar con la escritura de las mujeres (1983), Joanna Russ -escritora, novelista de ciencia ficción y ensayista- expone, una a una, las estrategias utilizadas para ignorar, condenar o menospreciar la literatura producida por las mujeres. En relación a cada una de estas estrategias, Russ aporta datos y fundamentos teóricos. Trae evidencias de la alevosía de los prejuicios cuando, por ejemplo, la recepción de un mismo libro se modificó de manera radical según lo firmara un hombre o una mujer. Así sucedió con obras de la talla de Cumbres Borrascosas, de Emily Brönte, editada primero bajo el seudónimo masculino de Ellis Bell.


En el libro de Russ hay un capítulo clave titulado “El doble rasero del contenido”. En él, la autora ilumina la descalificación de ciertos temas que son sometidos a una suerte de jerarquía tendenciosa, tildados de menores o sin importancia, como una de las maniobras para relegar el trabajo de las escritoras. Se menosprecia el tema elegido y, por añadidura, también la experiencia específica de la mujer.

JR aporta varias citas al respecto, entre ellas, una de Virginia Woolf:

“…naturalmente, los valores de las mujeres difieren con frecuencia de los valores… [de los hombres]…Y estos valores se transfieren inevitablemente de la vida a la ficción. Este libro es importante, da por sentado el crítico, puesto que aborda el tema de la guerra. Este libro es insignificante porque trata sobre los sentimientos de unas mujeres sentadas en la sala de estar. Una escena que transcurre en un campo de batalla es más importante que una escena que tiene lugar en una tienda”.

Detrás de la devaluación automática de la experiencia de las mujeres, de los comportamientos, valores y juicios que surgen de la subestimación, sobrevuela la ya famosa concepción formulada por Simone de Beauvoir: la masculinidad sería o ha sido la norma, la esencia, el patrón universal; y la feminidad sería o ha sido “lo otro”, la alteridad. De ahí que las experiencias de las mujeres resultarían no solo menos dignas de ser reconocidas, ni siquiera merecerían ser conocidas.

Una de las experiencias propias de la mujer, que ha dado y sigue dando cantidad de textos en las últimas décadas, es la maternidad. Se vienen publicando libros desde el punto de vista de madres felices, arrepentidas, primerizas, solteras, multíparas, adoptivas; también textos críticos sobre la actuación médica en torno al parto y el posparto y no faltan los que abordan el vínculo madre-hija. De estos últimos abundan los ejemplos, aquí van algunos: Nacemos de mujer, de Adrienne Rich; El baile, de Irene Nemirovsky; La sal, de Adriana Riva; La hija oscura, de Elena Ferrante; El corazón del daño, de María Negroni; Mi madre y la música, de Marina Tsvietáieva; Apegos feroces, de Vivian Gornick. La lista completa ocuparía páginas y páginas. Evidentemente se trata de diferentes historias que necesitaban ser contadas. Relatos sobre vínculos entre mujeres, hermanas, amigas, amantes; relaciones desdibujadas u omitidas en la literatura anterior, como lo señala la misma Virginia Woolf en Un cuarto propio.


Hace unos meses, cuando salió mi novela Mi madre y las cosas, la devolución de algunos periodistas y lectores me llevó, una vez más, hacia el libro de tapas rosadas. Ciertos comentarios que recibí dejaban entrever, solapada o explícitamente, que ya había demasiados libros sobre el tema. ¿Desde qué criterio puede fundamentarse esa especie de censura encubierta? También hubo quien afirmó con ligereza que estaría en serie con otros textos que en definitiva se limitaban a ajustes de cuentas madre-hija.

Dejar de lado la nueva conciencia sobre las contradicciones y tensiones del rol materno o en los vínculos madre-hija y su evolución en el último siglo, obviar esa conciencia que se nutre del cuestionamiento al modelo patriarcal, la propiedad privada, las innovaciones en las formas del trabajo, la invisibilización de tareas con valor económico, la gestión de  la domus y la vida doméstica, una conciencia que pone el foco en las diferencias de tiempo de dedicación al cuidado de los débiles, niños, enfermos y ancianos, es, cuanto menos, reduccionista. Y por añadidura, de pronto, aspectos de la escritura, forma y sentido, quedaban de alguna manera en segundo plano porque el tema -ay, ¡el tema!- de alguna manera incomodaba. Como si aquel “doble rasero del contenido” que denunciara Russ cuarenta años atrás siguiera vigente.

Volviendo a su libro, encontré la siguiente cita de Phyllis Chesler, autora de Mujeres y locura: “Los hombres pueden no vivir el sufrimiento femenino como algo representativo del sufrimiento humano, y por lo tanto masculino”. ¡El sufrimiento femenino, el de las diversidades, el de más de la mitad de la población mundial! Es inevitable pensar en las consecuencias que se desprenden de esta idea y cómo esa ignorancia del sufrimiento ajeno puede “casualmente” contribuir a prolongar los beneficios del statu quo.


Russ agrega: “Las mujeres, confinadas en los hogares de clérigos respetables, no sabían menos que sus hermanos y padres, sino que sus conocimientos eran otros y si las mujeres no sabían lo que sabían los hombres, también es cierto que los hombres no sabían lo que sabían las mujeres y lo que los hombres no sabían incluía aquello que las mujeres eran (el subrayado es mío).

Días atrás, alguien me envió un reel en el que Meryl Streep decía que las personas nos tomábamos el trabajo de aprender a hablar en otras lenguas, francés, español, alemán y agregaba con humor que las mujeres, además, habían aprendido a hablar en el idioma “hombres”. Pero, al contrario, sostenía, los hombres no habían aprendido a hablar el idioma “mujeres”. A lo que uno de los presentes, varón él, comentó no haber entendido lo que dijo la actriz, lo que provocó las carcajadas de Meryl y todo el panel.

Siempre sentí que me resonaba el postulado de que solo es posible amar aquello que se conoce. La ignorancia sobre el otro género, la incomprensión de los matices de su discurso, sus vivencias, conlleva distancias que pueden acortarse. Cuando presenté La maternidad sin máscaras, un lector, padre de cuatro hijos, se acercó para decirme que, gracias a la lectura del librohabía conocido y comprendido las experiencias que atravesaba una madre, algo que nunca antes habría imaginado. Su comentario me trajo alivio. No fue fácil tomar distancia y escribir sobre la sacralizada maternidad.

Chimamanda Ngozi Adichie lo expresa con sencillez magistral: ser feminista implica aceptar que sí, que aún hoy hay un problema en la situación de género. Y que tenemos que solucionarlo, tenemos que mejorar las cosas entre todos, hombres, mujeres y diversidades.

Escribamos. Que la creciente presencia editorial de libros sobre vínculos entre mujeres, sobre el vínculo madre-hija, sobre temas incómodos o tildados de “menores”, sobre todo lo que se nos ocurra escribir, continúe y se expanda. Quizá así el conocimiento de los hombres y de las mismas mujeres se ensanche y se empareje; quizá así los hombres comiencen a entender un poco más el idioma “mujeres”; quizá se vayan acomodando las cosas. Para superar el problema, para poder mejor-vivir juntos.

Merece el empeño.