La máquina de coser, el invento que cambió la vida de las mujeres

Por Marta Bueno Saz*, para Mujeres con Ciencia


Todavía hoy las máquinas de coser transforman la vida de muchas mujeres del planeta. Ya en el siglo XIX la aparición de este artefacto con su sorprendente tecnología revolucionó la rutina de millones de hijas, esposas, madres y abuelas que dedicaban varias horas del día a remendar o confeccionar ropa. En las décadas de 1860 y 1870, las mujeres pasaban un promedio de 48 horas a la semana haciendo esta tarea.

Además, en el plano profesional, las costureras estaban muy mal pagadas; dedicaban mucho trabajo y tiempo a coser: una modista tardaba 14 horas en hacer una camisa. Un invento que acelerara esta tarea tan tediosa haría de oro a su propietario. Éste fue Isaac Merritt Singer, un actor fracasado que encontró la oportunidad de mejorar las viejas máquinas de coser destartaladas, olvidadas en un taller de Nueva York.

Isaac era un hombre extravagante, carismático, rudo y sin ningún escrúpulo para seducir y humillar a las mujeres. Estaba lejos de ser un defensor de los derechos femeninos. Tuvo al menos 22 hijos de varias mujeres, algunas hermanas entre sí; y mantuvo a tres familias a la vez, sin que ninguna supiera de la existencia de las otras. Además, ninguna de las tres sabía que estaba casado. 

Cuando Isaac llegó al taller, las máquinas de coser que ya se estaban utilizando desde 1831 no eran demasiado eficaces. Singer optimizó un modelo que ya existía modificando los movimientos de las agujas para hacerlos más rápidos y precisos. Patentó sus ajustes en una carrera encarnizada de derechos como inventor, de piezas ya existentes y de embrollos legales. Comenzó a vender su revolucionaria versión de la máquina de coser en 1851: la Singer que cambiaría el modo de vida de tantísimas mujeres. Con ella se cosía una camisa en solo una hora. Vale imaginar el tiempo sin costura del que dispondrían las mujeres con esta nueva tecnología en casa.

La máquina era de hierro fundido y una combinación de aleaciones que la hacían robusta, casi indestructible. Su funcionamiento se basaba en la rapidez y la precisión, estaba hecha para durar y por eso era tan cara. El precio de una Singer equivalía al sueldo de tres meses de una familia media. Para solucionar esta dificultad, Isaac y Edward Clark, su socio comercial, tuvieron una brillante idea: fueron pioneros en el pago a plazos. A Clark se le ocurrió la posibilidad de la compra en varias cuotas: las familias tendrían una máquina de coser en casa pagando unos pocos dólares al mes, durante varios años hasta completar su precio total.

Además, pensaron que las máquinas podían ser una revolución para las mujeres y  había que promocionarlas como se lo merecían. Singer y Clark innovaron en el terreno de la publicidad y crearon un departamento de agentes de Singer que ponían a punto la máquina cuando se compraba, y se aseguraban, pasados unos días, de que su clienta estuviese satisfecha.

Estos avances tuvieron que superar la misoginia del momento. El ambiente era francamente machista, denigraba la inteligencia de las mujeres. Se  puede hacer una idea de la posición de la mujer en Estados Unidos en el siglo XIX  simplemente a partir de los anuncios publicitarios de la época. Uno de ellos, por ejemplo, recomienda una máquina de coser como el regalo ideal para la mujer recién casada. En otro, un vendedor promete que las mujeres tendrán más tiempo para “¡mejorar su inteligencia!”.

Aviso publicitario

Otro de los prejuicios era el de dudar de la capacidad de las mujeres para manejar una máquina tan sofisticada. Para asegurar y demostrar la accesibilidad de la máquina, una campaña de publicidad promovía espectáculos y sesiones de feria en las que varias mujeres cosían a una velocidad increíble. Isaac y Edward también contrataron a jóvenes atractivas que, en un escaparate, cosían con una sonrisa. Muchas personas pegaban la nariz al cristal y acaso se preguntaban si las mujeres podrían tomar decisiones e incluso tener independencia económica con este nuevo artilugio. El espectáculo sorprendía realmente porque esta máquina cosía de forma continua 900 puntadas por minuto, 20 veces más que una costurera experta.

En la década de 1870, varias compañías estadounidenses comenzaron a vender sus máquinas en el extranjero a las fábricas donde se manufacturaban prendas. Con la llegada de las Singer, el tiempo para coser una prenda se redujo de dos semanas a dos días. Se vendieron miles a las fábricas de ropa, pero también a las familias. Fue un enorme cambio para las mujeres en general, y para la industria textil. En 1918, al final de la Primera Guerra Mundial, las máquinas de coser Singer eran tan populares que estaban en uno de cada cinco hogares de varios países.

Cuando se recuperaron las industrias que habían estado inhabilitadas a causa de la Segunda Guerra Mundial, el monopolio de Singer se vio amenazado. Irrumpieron con fuerza nuevas máquinas de coser mejores y más baratas. Singer no adoptó la estrategia de mercado adecuada, lo cual combinado con la llegada de la revolución de la moda de la década de 1960, la ropa fácil de confeccionar, barata y atractiva, llevó a que la compañía perdiera el estatus que durante tanto tiempo había conservado.

Gloria Boakyewaa Brumpog, participante
en Street Girls Aid con su máquina Singer

Sin embargo, la Singer se mantenía indestructible y, por lo tanto, aún hoy quedan máquinas en lugares insospechados, esperando una segunda oportunidad. Pues bien, esa otra vida preciosa de las Singer la encontramos entre Londres y Ghana. Existen tres proyectos sin ánimo de lucro que transforman la vida de muchas mujeres en estos lugares del planeta tan alejados entre sí: la organización Street Girls Aids y Prolink en Ghana, y Tools for Self Reliance en un taller de Southampton, en el sureste de Inglaterra.

El programa Street Girls Aid recibe máquinas de coser puestas a punto por la organización Tools for Self Reliance, que recoge las máquinas Singer de principios del siglo XX. La mayoría solo necesita una limpieza profunda para funcionar perfectamente. Restauran unas 300 máquinas al año y las envían a Accra, en Ghana, una de las ciudades de África Central, donde tiene sede la organización, a 5000 kilómetros de distancia del taller de Southampton en dirección sur. En el programa decenas de mujeres aprenden a hacer patrones y coser camisas, pantalones, vestidos y otras prendas.

Las mujeres africanas reciben clases de costura durante un curso de un año y, al finalizarlo, se llevan la máquina con la que han aprendido. Así pueden abrir su propio negocio. Vida Amoako es la directora de la organización en Ghana y señala que la mayoría de las chicas prefieren los modelos manuales, porque no tienen que utilizar electricidad, que cuesta dinero y a veces falta.

Más de 20 jóvenes se gradúan cada año. Su futuro será diferente al que se les auguraba y con las máquinas de coser podrán hacer arreglos o confeccionar prendas, ganarse la vida y cumplir algunos sueños.

El otro programa orientado a mujeres de Ghana es Prolink; en él, mujeres con discapacidad física aprenden habilidades de sastrería y los conocimientos necesarios para ser independientes económicamente trabajando con sus máquinas de coser.

Estos tres proyectos unidos por la costura afortunadamente tienen finales felices para muchas mujeres de África. Pero las máquinas de coser también pueden hilvanar pesadillas. La difícil situación de muchos trabajadores de la industria textil se hizo evidente en 2014, cuando 1138 empleados de la confección, más de la mitad mujeres y niños, perdieron la vida en el colapso del complejo textil Rana Plaza, en Bangladesh.

A partir de este accidente, que tuvo lugar causado por las intolerables condiciones en las que se trabajaba, han sido muchos los intentos de mejorar la situación en las fábricas de ropa. Estas reivindicaciones han tenido consecuencias y algunas grandes marcas como H&M y Converse ya publican listas de sus proveedores y, a veces, también de múltiples subcontratistas, en respuesta a las peticiones globales de mayor transparencia.

Sin embargo, no todas las consecuencias han sido favorables: como los salarios aumentaron en Bangladesh, muchas compañías textiles se fueron a otros lugares para mantener bajos los costos. En Etiopía, los sueldos son en promedio la tercera parte de los que se pagan en Bangladesh. Lo más habitual es que a las mujeres que cosen en estos países se les paguen 7 dólares a la semana y este salario es insuficiente para vivir. Las condiciones laborales son lamentables, desde baños insalubres hasta abusos verbales, pasando por acosamientos y manoseos a las trabajadoras para comprobar que no están embarazadas.

Las condiciones de los trabajadores de la industria textil son prioritarias, pero nos preguntamos también por el impacto climático que tiene la fabricación y el consumo masivo de ropa barata, rápidamente cosida tras su presentación en las pasarelas. La producción textil contribuye más al cambio climático que la aviación y el transporte marítimo juntos. En cada fase del proceso de fabricación de una prenda de ropa (abastecimiento, producción, transporte, venta minorista, uso y eliminación) hay consecuencias para el medio ambiente. Si nos fijamos en los tejidos básicos que se emplean en una prenda, la cuestión no es tan sencilla como pensar que el algodón es mejor comparado con los tejidos sintéticos. El algodón es un cultivo que necesita muchísima agua: la fabricación de una camisa y un par de jeans puede requerir hasta 20.000 litros de agua.

Sin embargo, una camisa de poliéster hecha de plástico virgen tiene una huella de carbono mucho mayor. El desprendimiento de fibras microplásticas en las vías fluviales se está convirtiendo en un problema creciente: una sola carga de lavadora puede liberar cientos de miles de microplásticos. El transporte de los productos aumenta aún más esa huella y el tinte de las telas puede introducir más contaminantes. Además, un millón de toneladas de ropa se eliminan cada año en Reino Unido, y el 20 por ciento termina en un vertedero.

Pero, ¿quién es el responsable de este problema? Los gobiernos pueden gravar las prendas para financiar centros de reciclaje, o reducir el IVA en los servicios de reparación de ropa, o dar más lecciones de costura en las escuelas. Ninguna de estas medidas parece la solución por sí sola. Parece sensato llevar a cabo intervenciones educativas dirigidos a todos los niveles de la población para fomentar criterios razonables de consumo de ropa. Deberíamos conocer el verdadero precio de una prenda de vestir y su impacto socioambiental. Ojalá las máquinas de coser puedan también bordar el sueño de un mundo limpio y habitable en lugar de dar puntadas con demasiado hilo a la pesadilla de un planeta asfixiado y roto.

 

* Marta Bueno Saz es licenciada en Física y Graduada en Pedagogía por la Universidad de Salamanca. Actualmente investiga en el ámbito de las neurociencias. Esta nota se publicó originalmente en Mujeres con ciencia.