Por Marta Bueno Saz*, para Mujeres con Ciencia
Además, en el plano profesional, las costureras estaban muy mal pagadas;
dedicaban mucho trabajo y tiempo a coser: una modista tardaba 14 horas en hacer
una camisa. Un invento que acelerara esta tarea tan tediosa haría de oro a su
propietario. Éste fue Isaac Merritt Singer, un actor fracasado que encontró la
oportunidad de mejorar las viejas máquinas de coser destartaladas, olvidadas en
un taller de Nueva York.
Isaac era un hombre extravagante, carismático, rudo y sin ningún
escrúpulo para seducir y humillar a las mujeres. Estaba lejos de ser un
defensor de los derechos femeninos. Tuvo al menos 22 hijos de varias mujeres,
algunas hermanas entre sí; y mantuvo a tres familias a la vez, sin que ninguna
supiera de la existencia de las otras. Además, ninguna de las tres sabía que
estaba casado.
Cuando Isaac llegó al taller, las máquinas de coser que ya se estaban
utilizando desde 1831 no eran demasiado eficaces. Singer optimizó un modelo que
ya existía modificando los movimientos de las agujas para hacerlos más rápidos
y precisos. Patentó sus ajustes en una carrera encarnizada de derechos como
inventor, de piezas ya existentes y de embrollos legales. Comenzó a vender su
revolucionaria versión de la máquina de coser en 1851: la Singer que cambiaría
el modo de vida de tantísimas mujeres. Con ella se cosía una camisa en solo una
hora. Vale imaginar el tiempo sin costura del que dispondrían las mujeres con
esta nueva tecnología en casa.
La máquina era de hierro fundido y una combinación de aleaciones que la
hacían robusta, casi indestructible. Su funcionamiento se basaba en la rapidez
y la precisión, estaba hecha para durar y por eso era tan cara. El precio de
una Singer equivalía al sueldo de tres meses de una familia media. Para
solucionar esta dificultad, Isaac y Edward Clark, su socio comercial, tuvieron
una brillante idea: fueron pioneros en el pago a plazos. A Clark se le ocurrió
la posibilidad de la compra en varias cuotas: las familias tendrían una máquina
de coser en casa pagando unos pocos dólares al mes, durante varios años hasta
completar su precio total.
Además, pensaron que las máquinas podían ser una revolución para las
mujeres y había que promocionarlas como se lo merecían. Singer y Clark
innovaron en el terreno de la publicidad y crearon un departamento de agentes
de Singer que ponían a punto la máquina cuando se compraba, y se aseguraban,
pasados unos días, de que su clienta estuviese satisfecha.
Estos avances tuvieron que superar la misoginia del momento. El ambiente
era francamente machista, denigraba la inteligencia de las mujeres. Se
puede hacer una idea de la posición de la mujer en Estados Unidos en el siglo
XIX simplemente a partir de los anuncios publicitarios de la época. Uno
de ellos, por ejemplo, recomienda una máquina de coser como el regalo ideal
para la mujer recién casada. En otro, un vendedor promete que las mujeres tendrán
más tiempo para “¡mejorar su inteligencia!”.
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Aviso publicitario |
En la década de 1870, varias compañías estadounidenses comenzaron a
vender sus máquinas en el extranjero a las fábricas donde se manufacturaban
prendas. Con la llegada de las Singer, el tiempo para coser una prenda se
redujo de dos semanas a dos días. Se vendieron miles a las fábricas de ropa,
pero también a las familias. Fue un enorme cambio para las mujeres en general,
y para la industria textil. En 1918, al final de la Primera Guerra Mundial, las
máquinas de coser Singer eran tan populares que estaban en uno de cada cinco
hogares de varios países.
Cuando se recuperaron las industrias que habían estado inhabilitadas a
causa de la Segunda Guerra Mundial, el monopolio de Singer se vio amenazado.
Irrumpieron con fuerza nuevas máquinas de coser mejores y más baratas. Singer
no adoptó la estrategia de mercado adecuada, lo cual combinado con la llegada
de la revolución de la moda de la década de 1960, la ropa fácil de
confeccionar, barata y atractiva, llevó a que la compañía perdiera el estatus
que durante tanto tiempo había conservado.
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Gloria Boakyewaa Brumpog, participante en Street Girls Aid con su máquina Singer |
El programa Street Girls Aid recibe máquinas de coser
puestas a punto por la organización Tools for Self Reliance, que
recoge las máquinas Singer de principios del siglo XX. La mayoría solo necesita
una limpieza profunda para funcionar perfectamente. Restauran unas 300 máquinas
al año y las envían a Accra, en Ghana, una de las ciudades de África Central,
donde tiene sede la organización, a 5000 kilómetros de distancia del taller de
Southampton en dirección sur. En el programa decenas de mujeres aprenden a
hacer patrones y coser camisas, pantalones, vestidos y otras prendas.
Las mujeres africanas reciben clases de costura durante un curso de un
año y, al finalizarlo, se llevan la máquina con la que han aprendido. Así
pueden abrir su propio negocio. Vida Amoako es la directora de la organización
en Ghana y señala que la mayoría de las chicas prefieren los modelos manuales,
porque no tienen que utilizar electricidad, que cuesta dinero y a veces falta.
Más de 20 jóvenes se gradúan cada año. Su futuro será diferente al que
se les auguraba y con las máquinas de coser podrán hacer arreglos o
confeccionar prendas, ganarse la vida y cumplir algunos sueños.
El otro programa orientado a mujeres de Ghana es Prolink; en
él, mujeres con discapacidad física aprenden habilidades de sastrería y los
conocimientos necesarios para ser independientes económicamente trabajando con
sus máquinas de coser.
Estos tres proyectos unidos por la costura afortunadamente tienen
finales felices para muchas mujeres de África. Pero las máquinas de coser
también pueden hilvanar pesadillas. La difícil situación de muchos trabajadores
de la industria textil se hizo evidente en 2014, cuando 1138 empleados de la
confección, más de la mitad mujeres y niños, perdieron la vida en el colapso
del complejo textil Rana Plaza, en Bangladesh.
A partir de este accidente, que tuvo lugar causado por las intolerables
condiciones en las que se trabajaba, han sido muchos los intentos de mejorar la
situación en las fábricas de ropa. Estas reivindicaciones han tenido
consecuencias y algunas grandes marcas como H&M y Converse ya publican
listas de sus proveedores y, a veces, también de múltiples subcontratistas, en
respuesta a las peticiones globales de mayor transparencia.
Sin embargo, no todas las consecuencias han sido favorables: como los
salarios aumentaron en Bangladesh, muchas compañías textiles se fueron a otros
lugares para mantener bajos los costos. En Etiopía, los sueldos son en promedio
la tercera parte de los que se pagan en Bangladesh. Lo más habitual es que a
las mujeres que cosen en estos países se les paguen 7 dólares a la semana y
este salario es insuficiente para vivir. Las condiciones laborales son
lamentables, desde baños insalubres hasta abusos verbales, pasando por
acosamientos y manoseos a las trabajadoras para comprobar que no están
embarazadas.
Las condiciones de los trabajadores de la industria textil son
prioritarias, pero nos preguntamos también por el impacto climático que tiene
la fabricación y el consumo masivo de ropa barata, rápidamente cosida tras su
presentación en las pasarelas. La producción textil contribuye más al cambio
climático que la aviación y el transporte marítimo juntos. En cada fase del
proceso de fabricación de una prenda de ropa (abastecimiento, producción, transporte,
venta minorista, uso y eliminación) hay consecuencias para el medio ambiente.
Si nos fijamos en los tejidos básicos que se emplean en una prenda, la cuestión
no es tan sencilla como pensar que el algodón es mejor comparado con los
tejidos sintéticos. El algodón es un cultivo que necesita muchísima agua: la
fabricación de una camisa y un par de jeans puede requerir hasta 20.000 litros
de agua.
Sin embargo, una camisa de poliéster hecha de plástico virgen tiene una
huella de carbono mucho mayor. El desprendimiento de fibras microplásticas en
las vías fluviales se está convirtiendo en un problema creciente: una sola
carga de lavadora puede liberar cientos de miles de microplásticos. El
transporte de los productos aumenta aún más esa huella y el tinte de las telas
puede introducir más contaminantes. Además, un millón de toneladas de ropa se
eliminan cada año en Reino Unido, y el 20 por ciento termina en un vertedero.
Pero, ¿quién es el responsable de este problema? Los gobiernos pueden
gravar las prendas para financiar centros de reciclaje, o reducir el IVA en los
servicios de reparación de ropa, o dar más lecciones de costura en las
escuelas. Ninguna de estas medidas parece la solución por sí sola. Parece
sensato llevar a cabo intervenciones educativas dirigidos a todos los niveles
de la población para fomentar criterios razonables de consumo de ropa.
Deberíamos conocer el verdadero precio de una prenda de vestir y su impacto
socioambiental. Ojalá las máquinas de coser puedan también bordar el sueño de un
mundo limpio y habitable en lugar de dar puntadas con demasiado hilo a la
pesadilla de un planeta asfixiado y roto.
* Marta Bueno
Saz es licenciada en Física y Graduada en Pedagogía por la Universidad
de Salamanca. Actualmente investiga en el ámbito de las neurociencias. Esta
nota se publicó originalmente en Mujeres con ciencia.