Por Moira Soto
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Vidalita |
Singerman fue un delicioso Luisito, en 1943, encarnando a Luisa, novia de Roberto, un tipo que le miente para poder casarse con una mujer rica porque está muy endeudado; Luisa, entonces, se hace pasar por su propio hermano y logra emplearse como secretario del amado insolvente. En La niña de fuego, de 1952, una juvenil Lolita es Fernanda, chica andaluza que viaja de contrabando a Buenos Aires simulando ser un varón, Fernando, para poder trabajar con su tío rico que espera a un sobrino; pero una vez que trepa a un escenario, el travesti recupera su identidad femenina, y el amigo que le había dado techo se convierte en novio formal. Tanto Paulina como Torres, si bien visten traje masculino y llevan peinado aplastado, no reniegan de retoques de maquillaje frente a las cámaras…
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Luisito |
Vidalita transcurre en 1830 y según la voz del narrador que abre y cierra el film, cuenta “un caso muy singular: un gaucho que era una niña priendada de un militar, hasta la noche de bodas en que aquello se aclaró. Pero primero bailemos un pericón”. Un grupo grande de paisanitas con faldas que envidiaría Scarlett O’Hara danzan prolijamente con gauchos de chiripá. Una rubia emperifollada con los rasgos inconfundibles de Mirtha Legrand discute con un paisano y le estampa con un empujón: “Hombre, sí. Más hombre que vos, y no escapé cuando vinieron los indios”. El apuesto milico que está con ella, no entiende nada de nada: “Vidalita, ¿usted, hombre?, ¿pero qué está diciendo?”. Entre bucles y volados, ella oscurece aclarando: “Sí, soy hombre. Es decir, mujer”. Entones, el capitán la/lo reconoce: “Fuiste tú quien le robó el traje a Pedro”. Afligida, la rubia se agarra la cabeza: “Dios mío, ¿cómo aclarar por qué razón llevo ropa de mujer?”.
Y ahí arranca el flashback de la joven llegando a Buenos Aires desde Chuquisaca un martes de Carnaval, con la gente disfrazada, enmascarada bailando por las calles. En el interior de un carruaje, la blonda está sentadita entre dos monjas caracúlicas, escandalizadas por el arrebato popular. Se detienen en una posada y antes de entrar, a la chica se le van los ojos al divisar un grupo de uniformados. Ya en la habitación, irrumpe una señora que viene de parte de don Hilarión en busca de un muchacho y se espanta cuando se entera de que Vidalita es una muchacha. Es que el abuelo de la tal Vidalita, por un equívoco, esperaba ansiosamente a un nieto varón huérfano criado por las monjas en Perú. “Se muere, porque vive entre tres hijas y tres nietas”, exclama la señora Ana Cruz. “¿Y usted tampoco me va a querer?”, le pregunta con un mohín la joven. “Hija mía, cómo no voy a quererte si eres la cara viva del difunto”.
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La niña de fuego |
Se despiden y ella/él sale a la calle donde sigue el baile. De pronto, recibe una patadita en el trasero. “Perdón, lo confundí con mi primo que tiene un traje igual”, dice el milico del prólogo. De un portal cercano sale un hombre semidesnudo a grito pelado: “Ladrón, ladrón. Me robó mi traje, lo tenía colgado”. Y ahí nomás se cuela Ana Cruz clamando: “Me han robado a la niña”. El militar pateador sale tras el ladrón (Vidalita) y le promete a Cruz buscar a la chica (Vidalita), siempre con su uniforme impecable. Entretanto, mucha gente se ha puesto a bailar el Cuándo (segunda pieza folklórica, luego del Pericón inicial). En el grupo de danzantes, un rubio con barba evidentemente postiza. Sí, es Vidalita. El militar lo observa, ata cabos, se aviva. Le arranca la barba, el mozuelo huye y se escurre tras una puerta. El uniformado golpea, una seductora voz femenina le da conversación, le asegura que allí no hay ningún hombre. Y abre la rubia de ojos claros, elegante vestido, peinetón, velo negro de encaje. Y tiene lugar el siguiente diálogo, iniciado por la damita:
-Soy una niña y recién llego de Chuquisaca, ¿quién es usted?
-El capitán Mariano Sucre.
-Ah, pensé que era un disfrazado. (Sonrisa pícara).
Él intenta entrar, ella lo frena:
-¿Para encontrar al ladrón?
-Para encontrar dos luceros
que con el brillo ladrón
de sus fuegos hechiceros
me han robado el corazón.
-¿Dos luceros, capitán?
-Dos ojos color de cielo,
dos ojos de agua de mar
que ocultos por ese velo…
No acostumbran a robar
-Pero roban sin querer
porque roban al mirar…
Ella desenvuelta, incitante; él, con las dos únicas expresiones del galán estelar del momento -Fernando Lamas-: con gorra y sin gorra. Ambos, como si tal cosa, hablando en verso. Corte a la rubia viajando en diligencia hacia la estancia del abuelo y lamentándose: “Ah, ¡qué difícil es ser hombre!”.
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Sylvia Scarlett, Vintage Everyday |
Siempre con el apoyo de Cruz, Vidalita se vuelve a disfrazar, ahora de gaucho: chiripá entre las piernas, boleadoras en la cintura… No sin dejar de despertar sospechas de “amujerado” en el celoso ahijado de don Hilarión quien, de movida, propone salir a darle un escarmiento a los indios. Intrépida, Vidalita se hace hombre, se hace gaucho, participa activamente de una doma…
Cada tanto, ameniza la narración una danza criolla por el impecable cuerpo de baile, sin que la película llegue a convertirse en un musical. Y la acción se acelera cuando reaparece el capitán Sucre, provocando revuelo entre las niñas de la casa (las tres nietas tirando a bobas) y recelos en el blondo y zarpado gauchito. Cuando al milico le calientan agua en grandes pavas para que se dé un baño, el ahijado cero onda murmura entre dientes: “Melindres de lechuguino”. Y ya camino a la escaramuza con los indios, sin que se entere Sucre, se oye un grito lastimero que impresiona a Vidalita: “Algún cautivo que han despenao”, comenta flemático el abuelo, y redondea: “Dios lo tenga en su santa gloria”.
No hace falta apuntar que el final feliz se puede adivinar desde la primera secuencia de esta insólita comedia semimusical que fue censurada bajo la acusación de “anticriolla” por el entonces subsecretario de Prensa y Difusión, Raul Apold, (pese a que Saslavsky había sido defendido por Eva Perón, según declaró años después el propio director), por mostrar a un gaucho afeminado. El realizador debió entonces exiliarse, y pudo proseguir su carrera en Francia y España, hasta que regresó a la Argentina para hacer Las ratas, 1963, coproducción con España, protagonizada por Alfredo Alcón y Aurora Batista.
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Victor Victoria |
Si bien esta producción descuella por su calidad visual, la gracia de muchas de sus situaciones, el rico lenguaje verbal que incluso se permite un par de diálogos en verso, las músicas de Sebastián Piana y Luis Gianneo, la dirección artística de Durañona y Vedia, sobre todo cabría resaltar -desde una mirad actual, en pleno XXI- hasta dónde Luis Saslavsky se atrevió a rizar el rizo del travestismo y, de paso, remarcar la opresión de las mujeres en el XIX, educadas en la gazmoñería y la sumisión, muchas con destino de convento. El director zafa con elegancia al jugar con las idas y vueltas de Vidalita, tan femenina, tan masculina, demostrando que el hábito (la construcción cultural) hace al monje. Y el chiripá, al gaucho.
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Yentl |
Cuando nuestra Vidalita, de coquetos vestido y peinado, le lanza enojada al puestero: “¡Sí, soy un hombre!”, en verdad le quiere significar: “Sí, soy valiente, soy audaz”. Ella, como otras mujeres en la vida y en la ficción, ha apelado al travestismo utilitario para salir del paso. Un recurso que, en el cine, aparte de la citada Sylvia Scarlett, se aplicó brillantemente en otra comedia -ese género que permite transgredir límites tanto como el de terror-, Víctor Victoria (de 1982, inspirada en una producción alemana de 1933, Viktor und Viktoria), con la impagable Julie Andrews, dirigida por su marido, Blake Edwards. Al año siguiente sacó partido del dress crossing Yentl (1983), actuada por Barbra Streisand, y posteriormente lo hizo la Lady Viola de Gwyneth Paltrow de Shakespeare enamorado (1999). Por lo general, entonces, se ha podido interrogar con mayor libertad y desenfado los roles sociales en la comedia, poniendo en cuestión lo que se considera “natural” de cada género. Tanto en la pantalla como sobre la escena, en casos como los citados -y en tantos otros- exhibir la asunción de otra identidad mediante ciertos ropajes y gestualidad no sería sino la evidencia de la posible deconstrucción de la identidad original, dando una suerte de modelo lúdico de la probable reversibilidad de roles asignados durante añares.
Jeanne D’arc
(1412-1431) fue beatificada en1909 y canonizada en 1920 por la misma Iglesia
Católica oficial que la condenó a la hoguera. Un poco tarde, para no variar en su
habitual proceder una institución que todavía prohíbe a las mujeres el
sacerdocio y las mantiene en roles secundarios pese a que ellas conforman la
gran mayoría de la grey.