Mirtha y compañía, travestis

Por Moira Soto

Vidalita

Porque no solo ella se travistió en la pantalla. Hablamos de la archidiva que se permite en sus convites citar -acaso sin saberlo- un título de Richard Matheson (llevado una y otra vez al cine): “Porque yo, señores, soy leyenda. Afirmación esta que justificaría la pregunta que recorre la Argentina: ¿Qué país le vamos a dejar a Mirtha Legrand? Pero mejor rebobinemos: no solo ella se vistió de varón en la denominada época de oro del cine local. Optaron también por el dress crossing en sus actuaciones Paulina Singerman, gran comediante; Lolita Torres, torrentes de simpatía y canto popular español; y antes de todas, Azucena Maizani se mandó un agraciado compadrito haciendo la Milonga del 900 que cerraba el primer film local, ¡Tango!, de 1933.

Singerman fue un delicioso Luisito, en 1943, encarnando a Luisa, novia de Roberto, un tipo que le miente para poder casarse con una mujer rica porque está muy endeudado; Luisa, entonces, se hace pasar por su propio hermano y logra emplearse como secretario del amado insolvente. En La niña de fuego, de 1952, una juvenil Lolita es Fernanda, chica andaluza que viaja de contrabando a Buenos Aires simulando ser un varón, Fernando, para poder trabajar con su tío rico que espera a un sobrino; pero una vez que trepa a un escenario, el travesti recupera su identidad femenina, y el amigo que le había dado techo se convierte en novio formal. Tanto Paulina como Torres, si bien visten traje masculino y llevan peinado aplastado, no reniegan de retoques de maquillaje frente a las cámaras…

Luisito

Mirtha Legrand, a los 26, protagonizó Vidalita (1949), guion (con aporte en diálogos de Ariel Cortazzo) y realización de uno de los directores sobresalientes de esas fechas, también periodista y escritor, Luis Saslavsky. Artista refinado de talento versátil, responsable -previamente- de La dama duende (1945), inspirada reescritura de la obra de Calderón a cargo de Rafael Alberti y María Teresa León, con escenografía y vestuario del gran Gori Muñoz y bella partitura de Julián Bautista. Este equipo, sumando a algunos actores del elenco, estuvo formado por españoles refugiados en la Argentina luego de la pérdida de la República.

Vidalita transcurre en 1830 y según la voz del narrador que abre y cierra el film, cuenta “un caso muy singular: un gaucho que era una niña priendada de un militar, hasta la noche de bodas en que aquello se aclaró. Pero primero bailemos un pericón”. Un grupo grande de paisanitas con faldas que envidiaría Scarlett O’Hara danzan prolijamente con gauchos de chiripá. Una rubia emperifollada con los rasgos inconfundibles de Mirtha Legrand discute con un paisano y le estampa con un empujón: “Hombre, sí. Más hombre que vos, y no escapé cuando vinieron los indios”. El apuesto milico que está con ella, no entiende nada de nada: “Vidalita, ¿usted, hombre?, ¿pero qué está diciendo?”. Entre bucles y volados, ella oscurece aclarando: “Sí, soy hombre. Es decir, mujer”. Entones, el capitán la/lo reconoce: “Fuiste tú quien le robó el traje a Pedro”. Afligida, la rubia se agarra la cabeza: “Dios mío, ¿cómo aclarar por qué razón llevo ropa de mujer?”.

Y ahí arranca el flashback de la joven llegando a Buenos Aires desde Chuquisaca un martes de Carnaval, con la gente disfrazada, enmascarada bailando por las calles. En el interior de un carruaje, la blonda está sentadita entre dos monjas caracúlicas, escandalizadas por el arrebato popular. Se detienen en una posada y antes de entrar, a la chica se le van los ojos al divisar un grupo de uniformados. Ya en la habitación, irrumpe una señora que viene de parte de don Hilarión en busca de un muchacho y se espanta cuando se entera de que Vidalita es una muchacha. Es que el abuelo de la tal Vidalita, por un equívoco, esperaba ansiosamente a un nieto varón huérfano criado por las monjas en Perú. “Se muere, porque vive entre tres hijas y tres nietas”, exclama la señora Ana Cruz. “¿Y usted tampoco me va a querer?”, le pregunta con un mohín la joven. “Hija mía, cómo no voy a quererte si eres la cara viva del difunto”.

La niña de fuego

La recién llegada le aconseja a Vidalita (extraño apelativo que le puso el padre, fan de las canciones criollas) que mejor se dedique a la vida conventual. “¡Eso jamás!”, se despacha impetuosa la chica: “Quiero abrazos, besos que ahoguen. Un hombre”. Las monjas al borde mismo del soponcio, cuando se hace anunciar el apoderado del abuelo. “Dios nos pille confesadas”, implora Ana Cruz (la inefable Amalia Sánchez Ariño), anticipando la reacción de Torrecillas al descubrir la identidad sexual de Vidalita, a quien se le ocurre un planazo: en pleno Carnaval, ella también se va a disfrazar, pero de varón. Sale afuera y con la ayuda de una criada negra logra robar un traje masculino, se lo pone y así se presenta ante el apoderado Torrecillas, que encuentra al presunto muchacho “parecido a tu padre, y también a tu madre”. “Más de lo que usted se imagina”, le retruca con un brillo travieso en sus ojos Vidalita que, raudamente, adopta marcadas poses de varón, hasta lleva una pipa en la boca.

 Se despiden y ella/él sale a la calle donde sigue el baile. De pronto, recibe una patadita en el trasero. “Perdón, lo confundí con mi primo que tiene un traje igual”, dice el milico del prólogo. De un portal cercano sale un hombre semidesnudo a grito pelado: “Ladrón, ladrón. Me robó mi traje, lo tenía colgado”. Y ahí nomás se cuela Ana Cruz clamando: “Me han robado a la niña”. El militar pateador sale tras el ladrón (Vidalita) y le promete a Cruz buscar a la chica (Vidalita), siempre con su uniforme impecable. Entretanto, mucha gente se ha puesto a bailar el Cuándo (segunda pieza folklórica, luego del Pericón inicial). En el grupo de danzantes, un rubio con barba evidentemente postiza. Sí, es Vidalita. El militar lo observa, ata cabos, se aviva. Le arranca la barba, el mozuelo huye y se escurre tras una puerta. El uniformado golpea, una seductora voz femenina le da conversación, le asegura que allí no hay ningún hombre. Y abre la rubia de ojos claros, elegante vestido, peinetón, velo negro de encaje. Y tiene lugar el siguiente diálogo, iniciado por la damita:

-Soy una niña y recién llego de Chuquisaca, ¿quién es usted?

-El capitán Mariano Sucre.

-Ah, pensé que era un disfrazado. (Sonrisa pícara).

Él intenta entrar, ella lo frena:

-¿Para encontrar al ladrón?

-Para encontrar dos luceros

que con el brillo ladrón

de sus fuegos hechiceros

me han robado el corazón.

-¿Dos luceros, capitán?

-Dos ojos color de cielo,

dos ojos de agua de mar

que ocultos por ese velo…

No acostumbran a robar

-Pero roban sin querer

porque roban al mirar…

Ella desenvuelta, incitante; él, con las dos únicas expresiones del galán estelar del momento -Fernando Lamas-: con gorra y sin gorra. Ambos, como si tal cosa, hablando en verso. Corte a la rubia viajando en diligencia hacia la estancia del abuelo y lamentándose: “Ah, ¡qué difícil es ser hombre!”.

Sylvia Scarlett, Vintage Everyday

Una vez en La Blanqueada, la recibe jubiloso el abuelo don Hilarión: “¡Ya era hora de que entrara a esta casa un par de pantalones bien puestos!”.

Siempre con el apoyo de Cruz, Vidalita se vuelve a disfrazar, ahora de gaucho: chiripá entre las piernas, boleadoras en la cintura… No sin dejar de despertar sospechas de “amujerado” en el celoso ahijado de don Hilarión quien, de movida, propone salir a darle un escarmiento a los indios. Intrépida, Vidalita se hace hombre, se hace gaucho, participa activamente de una doma…

Cada tanto, ameniza la narración una danza criolla por el impecable cuerpo de baile, sin que la película llegue a convertirse en un musical. Y la acción se acelera cuando reaparece el capitán Sucre, provocando revuelo entre las niñas de la casa (las tres nietas tirando a bobas) y recelos en el blondo y zarpado gauchito. Cuando al milico le calientan agua en grandes pavas para que se dé un baño, el ahijado cero onda murmura entre dientes: “Melindres de lechuguino”. Y ya camino a la escaramuza con los indios, sin que se entere Sucre, se oye un grito lastimero que impresiona a Vidalita: “Algún cautivo que han despenao”, comenta flemático el abuelo, y redondea: “Dios lo tenga en su santa gloria”.

No hace falta apuntar que el final feliz se puede adivinar desde la primera secuencia de esta insólita comedia semimusical que fue censurada bajo la acusación de “anticriolla” por el entonces subsecretario de Prensa y Difusión, Raul Apold, (pese a que Saslavsky había sido defendido por Eva Perón, según declaró  años después el propio director), por mostrar a un gaucho afeminado. El realizador debió entonces exiliarse, y pudo proseguir su carrera en Francia y España, hasta que regresó a la Argentina para hacer Las ratas, 1963, coproducción con España, protagonizada por Alfredo Alcón y Aurora Batista.

Victor Victoria

Pero si el desenlace feliz de Vidalita resulta previsible desde el arranque, lo realmente ingenioso y divertido es el cómo, de qué manera una chica criada por las monjas (en un siglo XIX que no se pretende realista) se las apaña para travestirse, parecer un varón en sus gestos y comportamiento con el fin de hacerse querer por su abuelo misógino, pasando airosamente por todas las pruebas de la masculinidad estipuladas en su entorno campero. Adelantándose en cierta forma al Billy Wilder de Una Eva y dos Adanes (1959) cuando Vidalita de traje con miriñaque confiesa la impostura, el abuelo, ya ablandado, le resta importancia: “Cuando joven, yo también me disfracé se mujer…”.

Si bien esta producción descuella por su calidad visual, la gracia de muchas de sus situaciones, el  rico lenguaje verbal que incluso se permite un par de diálogos en verso, las músicas de Sebastián Piana y Luis Gianneo, la dirección artística de Durañona y Vedia, sobre todo cabría resaltar -desde una mirad actual, en pleno XXI- hasta dónde Luis Saslavsky se atrevió a rizar el rizo del travestismo y, de paso, remarcar la opresión de las mujeres en el XIX, educadas en la gazmoñería y la sumisión, muchas con destino de convento. El director zafa con elegancia al jugar con las idas y vueltas de Vidalita, tan femenina, tan masculina, demostrando que el hábito (la construcción cultural) hace al monje. Y el chiripá, al gaucho.

Yentl

Nada nuevo bajo el sol ni bajo la luna, se podría argumentar: en el cine, por citar un ejemplo conocido, Katharine Hepburn se travistió y actuó de varón en Sylvia Scarlett (1935). Y mucho más lejos en el tiempo, Aristófanes y Shakespeare -para no abundar en nombres- escribieron piezas con personajes femeninos que serían, en sus respectivas épocas, interpretados por actores varones hasta el XVI (las mujeres, a veces, ni en la platea).  Rosalinda, en la clásica comedia Como gustéis, percibe que el travestirse pone en riesgo su identidad de mujer, a la vez que mantiene una doble distancia desde donde observa el mundo que la rodea mientras ella fluctúa entre conductas masculinas y femeninas.

Cuando nuestra Vidalita, de coquetos vestido y peinado, le lanza enojada al puestero: “¡Sí, soy un hombre!”, en verdad le quiere significar: “Sí, soy valiente, soy audaz”. Ella, como otras mujeres en la vida y en la ficción, ha apelado al travestismo utilitario para salir del paso. Un recurso que, en el cine, aparte de la citada Sylvia Scarlett, se aplicó brillantemente en otra comedia -ese género que permite transgredir límites tanto como el de terror-, Víctor Victoria (de 1982, inspirada en una producción alemana de 1933, Viktor und Viktoria), con la impagable Julie Andrews, dirigida por su marido, Blake Edwards. Al año siguiente sacó partido del dress crossing  Yentl (1983), actuada por Barbra Streisand, y posteriormente lo hizo la Lady Viola de Gwyneth Paltrow de Shakespeare enamorado (1999). Por lo general, entonces, se ha podido interrogar con mayor libertad y desenfado los roles sociales en la comedia, poniendo en cuestión lo que se considera “natural” de cada género. Tanto en la pantalla como sobre la escena, en casos como los citados -y en tantos otros- exhibir la asunción de otra identidad mediante ciertos ropajes y gestualidad no sería sino la evidencia de la posible deconstrucción de la identidad original, dando una suerte de modelo lúdico de la probable reversibilidad de roles asignados durante añares.


En la historia -aparte de piratas, guerreras, etcétera que adoptaron vestimenta masculina para salvar el pellejo o hacer lo que les venía en gana-, acaso el más resonante ejemplo de travestismo utilitario sea el de Juana de Arco, en el siglo XIV: la chica campesina adolescente que se calzó el yelmo y llevó adelante una asombrosa gesta, en medio de la Guerra de los Cien Años, contra los ingleses que ocupaban parcialmente territorio francés. Hecha prisionera por el Duque de Borgoña, vendida al enemigo, fue procesada en Rouen, sin abogado, por jueces de ambos países, comandados por el cardenal Cauchon, acusada de herejía, y de vestir ropas de varón. Condenada a los 19, fue quemada viva en la plaza pública sin renegar jamás de su fe. Su coraje, su misteriosa energía inspiraron a importantes poetas, dramaturgos, músicos especialmente a partir del XIX. En el cine tuvo a muchas intérpretes, ninguna que superase a la primera Doncella de Orléans del cine mudo, la sublime Renée Falconetti, en La pasión de Juana de Arco, dirigida por Carl Dreyer en 1927.

Jeanne D’arc (1412-1431) fue beatificada en1909 y canonizada en 1920 por la misma Iglesia Católica oficial que la condenó a la hoguera. Un poco tarde, para no variar en su habitual proceder una institución que todavía prohíbe a las mujeres el sacerdocio y las mantiene en roles secundarios pese a que ellas conforman la gran mayoría de la grey.


Vidalita, film completo