Por Sonia Novello
Crédito Sonia Novello |
Pero es la cocina de
mi mamá.
Simple y compleja.
Un museo de objetos
obstinados, con historias de arraigo o de capricho. Herencias y regalos.
En un rincón de la
mesa o en el estante, migrantes torres de fuentes, platos playos y soperos en
dudoso equilibrio, tan firmes en su lugar como un castillo de naipes.
No hay sistema en el
sistema. Los espacios nunca son para siempre. Ningún objeto podría asegurarse
un lugar fijo.
Debajo de la mesa,
otro mundo de recuerdos tácitamente reverenciados: una canasta de mimbre
barnizada que atesora algunas de las principales herramientas de mi papá: una
tijera de podar, un serrucho, un martillo, un nivel de piedra, una espátula. Y
al lado de esa canasta, circunstancialmente y para siempre, quedaron un par de
botas de goma, de caña alta, de lluvia. Pesadas y enormes, que él usaba cuando
había tormenta o para regar en invierno o para salir a caminar después del
chubasco.
Crédito Sonia Novello |
Mi mamá extraña la
época que no había mosquitero y podía abonar la tierra “por la ventana” según
su criterio e interpretación del compost, antes de que llevara ese nombre.
El sol insiste a
través de ese tul de alambre que permite ver y escuchar el murmullo de las
hojas o cuando cae esa lluvia plateada, una cortina de agujas.
Al pie de la ventana,
la mesa con la fuente ovalada siempre llena de frutas. Tal vez, un morrón o dos
cebollas. Y repasadores de colores, bien curtidos, doblados o puestos así
nomás. Muchos repasadores.
Mi mamá observa
placenteramente a través de la ventana el transcurrir del día, y se siente acompañada.
Dice que las plantas la miran a ella. Que un picaflor la mira, que esa flor que
ayer no estaba hoy la saluda con sus colores.
Entro en la
cocina al atardecer y se me hace fruta a la boca por saborear el tiempo, los
restos del ritual de cada nuevo día.