Por Laura Palacios
¿Cuándo dejaré de buscar la casa
inhallable
donde respira esa flor de lava, donde
nacen las
tormentas, la extenuante felicidad?
(René Cazelles)
Magritte, Jour et nuit |
Miren lo que dice Bachelard en “La casa. Del
sótano a la guardilla”, primer capítulo de La Poética del Espacio.
…la casa es nuestro rincón del
mundo. Es nuestro primer universo. Es realmente un cosmos. Sin ella, el hombre
sería un ser disperso. Lo sostiene a través de las tormentas del cielo y de las
tormentas de la vida. Es cuerpo y alma. Es el primer mundo del ser humano. Y
siempre, en nuestros sueños, la casa es una gran cuna. La vida empieza bien,
empieza encerrada, protegida, toda tibia en el regazo de una casa. En este
ambiente viven los seres protectores. Nuestros ensueños nos vuelven a ella. Y
el poeta sabe muy bien que sostiene a la infancia inmóvil en sus brazos.
Claro que gracias a ella, un gran
número de nuestros recuerdos tienen albergue, y si esa casa se complica un
poco, si tiene sótano y guardilla, rincones y corredores, nuestros recuerdos
hallan refugio. Volvemos a ellos…
*
* *
“Bienvenido a mi
morada. Entre libremente, por su propia voluntad, y deje parte de la felicidad que trae consigo”. El anfitrión es el conde Drácula, que habita en las
vertiginosas cimas de los Cárpatos. Y quien transpone
el umbral se llama Jonathan. Jonathan Harker,
agente inmobiliario. En el cielo se prepara una tormenta. (Por suerte, nadie lo somete a ese
antiguo ritual japonés que, adaptado al presente feng-shui, resulta un poquito esnob: “Todo viajero deberá dejar sus polvorientos zapatos fuera de
nuestros castillos”). Desde siempre, y no solo de niños, hemos sido
convidados a entrar a una casa de cuento. Hay bastones de caramelo donde trepan
espirales tricolor oficiando de columnas que sirven para sostener cuatro
paredes crujientes. Son muros de Tita, Rodhesia y turrón, decorados con
brillantes bombones de fresa, frutilla y frambuesa. O quizá es mazapán. Y en
las ventanas, como si estuviéramos en el Tirol, lucen dos Corazones Dorin’s
pegados con glasé real a la madera de chocolate —Cakle-cakle… ¿Quién roe
mi linda casita?—.
No está mal para
entrar en tema. Tras la puerta una voz que responde e invita, y afuera, la
candidez del convidado.
¿Por qué La
Casa?, podrá interrogar algún lector interesado. Y al ensayar respuestas, elegí
una que me simpatiza: “… el arte empieza
tal vez con los animales, o por lo menos con el animal que delimita un
territorio y construye una casa”. Eso
dicen Deleuze y Guattari, los autores de
Mil Mesetas.
Olores
Fíjense que
pasan cosas raras cuando se trata de adivinar los caprichos del olfato. Sin ir
más lejos, he leído que las violetas huelen igual que cubos de azúcar negra
empapados en limón. Tan dispares. Del mismo modo, en una casa también se funden
fragancias inconciliables como madera de roble, almizcle, té y cera de lustrar
zapatos. Un toque de lavanda inglesa poniendo velo a los orines de un gato
muerto hace mucho tiempo, pero aún presente en el preconsciente familiar. Y
sabemos por demás que son marca de los seres que la habitan. Provienen del golpe
de dados que escribió en sus vidas, de hechos pasados y futuros. Llámense Týkhē, destino, suerte o casualidad. Son
únicos e irrepetibles. Y algo más, siempre hay algo más que los unifica, domina
y que, por esencia es innombrable. Rastros de la intimidad cotidiana, de la
familiar historia, de manías, parloteos y excentricidades compartidas. De los
días festivos —¡Belleza y Felicidad!— y
a veces, también, de algún duelo irreparable. Esencias que ni siquiera los
habitantes saben que su casa es capaz de exhalar (y que el visitante se arroga el
pretendido derecho de adivinar).
Ornamentos
Las gentes del
pasado (dice mi amado Sir James George
Frazer en La rama dorada) daban por supuesto que una casa construida con
madera de árboles espinosos hacía que la vida de los moradores fuera espinosa,
llena de riñas y contrariedad. De igual modo, doy por supuesto que no es
posible que una lámina plagada de relojes derretidos pueda vivir tranquila, si
a veinte centímetros de distancia brincan dos rubicundas pastorcillas del siglo
XVI. Entonces empezamos a preguntarnos hasta dónde en ese lugar se respetan las
leyes de la Magia Simpática. Y si esta muda discrepancia entre los cuadros se
replica, o no, entre las personas que la habitan. (Y no siempre la Casa Está en Orden.) Todo habla. Las
telas que envuelven los almohadones, lo que muestran y ocultan las ventanas. Un
ruido como el que hacen las cosas que pretenden ser silenciosas: una cañería,
un río subterráneo o una canilla que no cierra bien.
De pronto
reparamos en aquel detalle que no encaja (una nimiedad; ¡no vayan a
confundirse, lejos estamos de las “sorpresas de Pascua” que escondía el zar
Alejandro en el interior de los Huevos Fabergé!), por ejemplo algo marino que clama por otro contexto.
O un objeto desangelado que se torna visualmente “molesto” y no sabemos bien
por qué. Sin embargo, a pesar de su aislamiento, de su incomodidad contagiosa,
cobra lugar de fetiche y destella como el que más. ¿O acaso no es lo que pasa
con los detalles disonantes, o con aquella tía conjetural a la que los vecinos
nunca vieron, y aun así le han puesto un nombre: “La Loca del Altillo”?
Por estrictas
cuestiones de balanceo también destella eso
que nació designado para destellar, y que por naturaleza tiene un aura que lo
supera (como Marilyn Monroe). Ese objeto privilegiado, replica aquel estuche de los griegos del que
Platón dijo que atraía la curiosidad de los dioses, y que muy adentro,
escondido, guardaba el preciado ágalma. Ese
ágalma de lejana procedencia clásica,
es una cosa extraña, fulgurante e imposible de describir: solo es materia de
espejismo. En parecido registro, la casa guarda algunos objetos que obran de
ese modo. Pensemos en el diseño original del escudo de armas que da lustre y
fundamento a cierta novela familiar. Familiar, consanguínea, épica y (se cree)
medieval. Mezcla de los dos colores más caros a la heráldica: azur y sinople, y
en el centro, claro, La Flor de Lis. Un trofeo que viajó en el tiempo
atravesando luchas endogámicas por incontables generaciones. Que hizo una
travesía larga, llena de intrigas, alianzas y traiciones antes de su captura
¿final? en el marco laminado en oro 18 que cuelga en la pared principal de una
casa. Preciosidad costeada por el tátara-tátara abuelo que resultó vencedor en
cierta contienda ancestral. (¡¡Agnant frauduleux!!, ¡¡Fraudulent
winner!!, ¡¡Betrügerischer Gewinner!!,
aun claman dispersos por el Mundo los descendientes que fueron despojados). Y…,
en las familias hay guerras que nunca terminan.
El desván
Como
todo en la vida, las cosas que deseamos dar por terminadas suben o bajan. O
sea: van a parar al sótano o al altillo. Hay un refrán que dice: “Hacia el
tejado todos los pensamientos son claros”.
Pero el desván y el sótano son subsidiarios del miedo (miedos legítimos y
miedos infundados), y su mística reaviva los temores que duermen en la doble
naturaleza del hombre y de la casa. Sin embargo, estos no deben confundirse… En
el desván (también ático o buhardilla) a causa de alguna teja descarriada,
suelen colarse los murciélagos. Vuelan por las muselinas que tejen las arañas y
dan chillidos cortos, bastante parecidos al grito de un pajarito en apuros.
También lo habitan a su placer varias familias de ratones. Y en la alta noche
se pueden oír sus carreritas que, a coro con las vigas de madera que crujen y
se quejan en el silencio, ponen letra y banda de sonido a la nocturna
imaginación… Es que al callar de las luces, los ruidos toman la palabra.
El
altillo es un gran reservorio que contiene rastros del pasado: allí permanecen,
a veces por simple olvido; otras, por precavido “dejar pasar”. En él se guardan
fotos de color sepia de viejos tiempos que nadie se atrevió a desechar. Y a sus
protagonistas, unos desconocidos con bigotes, se los ve en su mejor perfil,
seriamente convencidos de su “fotogeneidad”.
Guardados en cajas o álbumes, hay una colección de niñitos de unos once meses
del mismo color que sus mayores, pero desnudos. Sin pañales, panza arriba o
abajo y haciendo equilibrio sobre almohadones, algunos se esfuerzan y consiguen
sonreír (dije sonreír, no “sobrevivir”). Fueron bebés un tanto obesos, cuyas
mamás de hace 100 años llevaron a un estudio fotográfico para festejar que
nacieran con cinco dedos en cada mano y los genitales en su lugar. Siete años
más tarde, reaparecen. Son los mismos niños en igual salón de igual fotógrafo,
y elegantemente vestidos. ¡Vestidos de marineritos! También posan encopetadas
muchachas en flor, notoriamente casaderas, con sus trajes de domingo recién
planchados y los ojos mojados de luz. Todas miran al infinito. Ese Infinito que
el derrochón Tiempo ya les gastó.
En
el desván duermen muchas antiguallas en desuso. Duermen, del mismo modo que la
música duerme en el instrumento. Eso pasa con una colección completa de la
revista Rico Tipo, y con un ejemplar en tapa dura de La
Razón de Mi Vida, único testimonio del furor peronista de algún
pariente hoy “gorila” y exaltado lector de Osho. Y más libros. Libros,
libros, alimento gourmet de las polillas, que al paso del visitante se espantan
y echan a volar. En ese lugar se detuvo el tiempo, la silla-hamaca de la bobe y un triciclo, junto a un vestido de
novia sin estrenar. Está envuelto en papel de seda o celofán; pero la historia
de ese traje está archivada en el cachito de memoria que aún conservan “Las Longevas” (nombre que a sus espaldas llevan
ahora las tías más viejas). Señoritas octogenarias, que manejan con igual celo
la estética de sus chignons y la
política de lo no dicho. Y dado que
al desván ya no trepan, el picante asunto que una vez fue culebrón y fotonovela
también quedó en desuso. Entonces, el día en que la sobrina más jovencita sube
a curiosear al altillo, y al volver pregunta si ese bonito traje es de encaje
de Chantilly, como la crema, las
otrora “Chicas”, que hacen calceta, se miran entre ellas, suspiran y callan.
Callan también cuando la niña saca del bolsillo de su delantal algo que halló
prendido con alfileres en el corsage
del vestido nupcial, justo a la altura del corazón. Se trata de un papelito
escrito a mano y plegado en cuatro que dice: “No temo más que una cosa: sufrir demasiado poco por Él”.
Cuando se trata
del desván, el sol del día siguiente puede esfumar los temores de la noche.
Como sucede con los malos recuerdos. Pero en lo profundo del sótano –del cual
hablaré en otro momento–, las sombras permanecen noche y día. Es cierto que la civilización
ha poblado de luces casi todos los ámbitos… pero al sótano del Inconsciente,
cuya escalera es empinada y estrecha, siempre bajaremos con una vela encendida.
Porque al ático se sube y al sótano se baja: esa es la ley vigente en el sueño.
Yo diría que al primero vamos de la mano de Spielberg… al otro nos arrastra Lovecraft.