Flor de una ilusión

Por Edith Scher

Crédito Ricardo Valenzuela

Mi bobe decía que cuando yo tenía tres o cuatro meses ya cantaba en la cuna. Vaya a saber si  mi “da, da, da, ta, ta, ta” era una especie de prematuro tarareo o pura imaginación de mi amorosa abuela materna. Pero la leyenda circuló en la familia y la bebé cantora se inclinó, entre otras cosas, por la música. Al igual que otras niñas de mi generación, a partir de los seis años tomé clases de danza clásica y española y comencé a estudiar piano con una profesora de mi barrio. En mi escuela primaria había un maestro de música que se dio cuenta de que yo disfrutaba mucho cuando cantábamos. Fue él quién llamó a mi mamá para sugerirle que yo debía estudiar piano en una buena academia y le recomendó una, a la que, por supuesto, mis padres me llevaron. Este maestro era el director del coro de la escuela, un espacio que yo amaba y que me marcó para siempre. Me fascinaba cantar a varias voces, tener alguien al lado que entonara una melodía distinta a la mía. Poder escuchar mi voz y las otras al mismo tiempo, sentir como eso armaba acordes, como todas esas notas eran necesarias para que sonara lo que mi maestro había imaginado que sonara, me encendía. A veces mi garganta enronquecía un poco. Las disfonías me jugaban malas pasadas.

Mucho antes de estar en la primaria ya tenía mi colección de discos simples. Un día mi papá apareció con un grabador Sanyo y algunos casetes. Tiempo después empezó a llenar la casa de vinilos. Los compraba nuevos o usados. Cada vez había más. Le gustaba escuchar a Goyeneche, y emocionarse con la gran Mercedes. Podíamos pasar un domingo saltando del piano de Arthur Rubinstein a la voz de Ramona Galarza, o bien comenzar con el romancero sefaradí y terminar en Madame Ivonne, cantada por Julio Sosa. Mi mamá elegía siempre a Yves Montand o a su preferida, Edith Piaf (a quien le debo mi nombre). Crecí mirando los zorzales y los horneros que llegaban hasta nuestro jardín, disfrutando de las rosas y de la parra y, al mismo tiempo, escuchando todas esas músicas maravillosas. Mi hermano me trajo a Los Beatles, a Joan Baez, a Serrat y a otros tantos. Me llené de rock nacional. Una mañana mi viejo apareció con un disco de Silvio Rodríguez. Yo no entendía nada de qué se trataban esas letras, pero me enamoré de las melodías. Unos años después me volví fanática.

Crédito Ricardo Valenzuela

La música que escuché entre la niñez y la adolescencia podría pesarse en toneladas. Había en mi casa, también, discos de pasta, gramófonos y vitrolas. Escuchábamos a Enrico Caruso en esos aparatos maravillosos. A mis padres les gustaba mucho que yo cantara o sacara de oído canciones en la flauta dulce o la melódica.

El tiempo pasó. Crecí. Aprendí flauta traversa. Comencé a estudiar teatro. Quién sabe qué desearían ellxs para mi futuro. Quizás imaginaron que tocaría música clásica, que participaría en alguna orquesta. No lo sé. Comencé la carrera de Letras, me dediqué muchos años a la crítica teatral, actué en alguna que otra obra de teatro independiente. Me casé, tuve un hijo. Canté. Siempre canté. Conduje programas de radio, fui columnista, escribí. Un día llegó a mí el teatro comunitario y me sumergí completamente. En agosto de 2002 fundé el grupo que dirijo desde entonces, Matemurga de Villa Crespo. Esa decisión le dio un vuelco a mi vida. Cantar con otrxs se convirtió en uno de los ejes, porque en el teatro comunitario el gran protagonista es el coro, ya que permite intensificar la importancia del “nosotrxs”, el sujeto colectivo.  Y el coro canta.

Aprendí a tocar el acordeón. Armé, apasionadamente, arreglos de voces. Compuse decenas de canciones, escribí letras basadas en un imaginario colectivo. Tuve la suerte de viajar a muchos lugares y de armar escenas con cientos de vecinxs de otros países, otras ciudades. Canté con ellxs, los impulsé a cantar. Grabé varias veces con Matemurga. Muchas personas me preguntaban por qué no encaraba un camino como cantante solista. Creo que estaba ocupada con mi tarea de directora, que me cautivaba y que aún me apasiona.

Crédito Ricardo Valenzuela

Pero algo insistía dentro de mí. Quería cantar más. Sin embargo no era fácil encontrar equipo. Y si bien soy bastante obstinada y luchadora, no me parecía largarme sola. Di vueltas y  más vueltas. Quiso la vida que me reencontrara con una persona a quien había dejado de ver. Y esta persona tomaba clases con la intérprete que yo más admiraba: Lidia Borda. Así fue como comencé a estudiar con ella. Mi voz estaba fatigada de tantos ensayos multitudinarios. Con mucha paciencia y sabiduría Lidia me ayudó a recuperar la técnica. Recuerdo momentos en los que lograba sacar de mí un sonido tan increíble (aún hoy sucede cuando me hace vocalizar) que me emocionaba. Sí: así, sin más, comenzaban a brotarme las lágrimas. Pero también me llevó a lugares expresivos que yo tenía escondidos, me impulsó, me animó. Cuando finalmente, y en medio de la pandemia, tomé la decisión de comenzar a grabar (lógicamente, dadas las circunstancias tuve que esperar bastante para poder hacerlo) y me contacté con el guitarrista Martín Telechanski, ocurrió algo intenso y bello: empezaron a aflorar algunas de aquellas melodías que había escuchado en mi casa. Me di cuenta de que el camino era por ahí. Así, de a poco, una trajo la otra. Estaban allí las de la infancia, las de la adolescencia, las que me cantaba mi papá, las que amaba mi mamá. Pidieron permiso para entrar al mundo de mi futuro disco aquellas que me habían ayudado a llorar, y también las que expresaban la plenitud del encuentro amoroso. Casi finalizando el proceso de grabación fallecieron mis padres. Y en estos últimos meses, cuando debía elegir el título del disco, advertí que la frase de Remembranza que decía “flor de una ilusión”, era la perfecta síntesis de lo que quería expresar. Así le puse al disco. Porque siento que soy la flor de la ilusión que tuvieron ellxs.  Siento que en cada sílaba que pronuncio cuando canto, en cada nota, vivirán por siempre los zorzales, los horneros, las rosas, los gramófonos, los discos de pasta, los vinilos. Que en cada frase está también mi abuela, mirándome con sus ojos buenos, mi maestro de música, el living, la parra y ese enorme amor que me dieron mis padres, a quienes les agradezco todo.


El disco Flor de una ilusión, de Edith Scher, puede escucharse dando click en este link.