Por Stella Galazzi
Cada domingo, se cruzaban en el camino.
Él, Raimundo, iba al boliche a tomarse un
moscato y a jugar unas partidas de truco, mientras la catalana, esposa del
dueño del almacén, le preparaba la lista de compras que le había pasado la
patrona.
La patrona, la niña o la dueña: así le decían a
Salvadora Plana; ella le daba siempre unos pesos de más para que la bebida le
saliera gratis. Una forma de agradecerle, y también de obligar al peoncito a
realizarle una tarea en su día libre. Raimundo no tenía mucho más que hacer el
domingo, la familia estaba lejos y quedarse en el galpón de los peones no
resultaba muy tentador: casi todos se iban a sus casas y lo entristecía un poco
pasar ese día en la estancia.
Si quería, siempre había cosas para hacer, porque
el trabajo no se detiene, los animales no saben de domingos ni de fiestas, pero
generalmente los peones dejaban todo listo el sábado, o el encargado hacía las
tareas que había dejado pendientes.
La niña Salvadora no quería que la tuvieran por
mala patrona y nunca sabremos si esos pedidos eran una forma de obligar a
Raimundo a que saliera un poco. El peón se había ganado su cariño a fuerza de
trabajo y confianza, o, en parte, por capricho de niña rica. Los encargos nunca
eran urgentes, y el peoncito se podía quedar en el boliche cuanto quisiera.
Ella, Adela, volvía de misa, junto a otras
amigas. La misa de las 9 que oficiaba el padre Juan en la capilla que, junto
con la escuela, había donado en vida don Plana.
Una capilla con cerca de veinte sillas, un
altar de madera dura, una cruz pelada y una Virgen de Guadalupe pequeña pero
bellísima, protegida en una campana de vidrio. Dos jarrones de cristal donde siempre
había calas, gladiolos o dalias. Y cuando el invierno era muy crudo, ramas de
olivo y de laurel para honrar el lugar sagrado.
Se cruzaban cada domingo, él se sacaba la
boina, la apretaba entre las manos y cuando ella lo miraba, bajaba la vista.
Eso era todo lo que sucedía en el encuentro. Raimundo seguía caminando con la
imagen de ella fijada en ese instante, imagen que lo acompañaría toda la semana
como una aparición, como un fantasma que de pronto podía sonreír, cerrar los
ojos, acomodarse el cabello o separar levemente los labios.
Adela lo tenía más visto, y sabiendo que el
muchacho se sonrojaba con solo mirarlo, lo observaba desde lejos. Le gustaba
ese cuerpo delgado y fuerte, esos ojos negros que parecían húmedos cuando le
clavaba fugazmente la mirada, como implorando. El mismo brillo de los ojos de
su madre cuando le rezó a la virgencita para que salvara al hijo de su hermana
Catalina, la mayor.
Así se cruzaron semanalmente durante meses.
Ambos comenzaron, respectivamente, a averiguar datos sobre el otro: que ella
era la hija de los Funes, la más chica; que en la estancia lo querían mucho a
él porque era trabajador; que el padre no la dejaba ir a los bailes porque
quería que se casara con un primo que estaba en el sur en el ejército, teniente
o algo así que estaba construyendo una casa para llevársela; que al joven peón
por las buenas todo, pero no aguantaba las injusticias; que la patrona lo
quería porque le agarró la mano al capataz cuando le estaba por pegar a la
mujer, y entonces el capataz le voló un diente; que ella cosía el ajuar y
lloraba porque el primo no le gustaba; que él era del norte pero quería
progresar y tener su rancho acá; que la niña Salvadora le había prometido una
cuña de tierra.
Catalina, la hermana mayor casada, la del niño,
vivía cerca y el marido era el que repartía el pan del almacén por las casas y
conocía a Raimundo. Por medio de la pareja iban y venían los comentarios y luego
las cartas y más tarde algunas fotos. Y fue en su casa donde se pudieron ver
una tarde, cuando Adela de la iglesia se fue a ayudar a su hermana con el niño
que otra vez tenía fiebre, y rápidamente el repartidor le avisó a Raimundo que
estaba en el almacén.
Pocas palabras, ninguna promesa: solo la
certeza de que en algún momento estarían juntos. Pero ella aceleró los tiempos,
porque en un mes venía el primo a buscarla. Él le rozó los labios y le puso una
mano en la cintura, ella le tomó la otra mano y se la llevó al corazón.
Raimundo habló con la patrona, le dijo que
necesitaba un rancho sin darle más detalle. Que si no se lo daba, se volvía al
norte o buscaba otro trabajo por ahí.
Ella le cedió la cuña cerca de la laguna y le
concedió que agarrara los materiales que le sirvieran.
Junto con otros peones, el domingo siguiente
armaron con palos, alambre y adobe el rancho, más chapas, ventanas y puertas
que le regaló la niña. Y sumaron una cocina a leña que estaba en el galpón.
Cama y colchón ya tenía, una mesa y dos banquetas eran fáciles de hacer consiguiendo
la madera. El resto, Dios diría...
El siguiente domingo, Raimundo pasó por lo de
Catalina con el sulki de la estancia. Adela, que estaba con los niños en el
patio, lo vio venir y buscó una bolsa donde tenía algunas ropas y algo del
ajuar, lo que había podido traer desde su casa sin levantar sospechas. Ella
caminó con paso firme seguida por los niños que corrían y la rodeaban, besó a
su hermana y trepó al sulki.
El padre tardó en enterarse con quién y dónde
vivía su hija porque todos guardaron el secreto. Nunca la perdonó ni permitió
que la madre la visitara.
Pero en la iglesia los domingos, cuando el
peligro mayor se había atenuado, madre e hija se abrazaban, Raimundo se quedaba
en la entrada, como para que charlaran tranquilas, sabiendo que nada malo iba a
pasar porque ya se había cruzado en el boliche con don Funes, que se le quedó
mirando, altanero y despectivo. Pero sin odio.