Por Diana Fernández Irusta
I.
Dicen que
la venganza es un plato que se sirve frío. Pero a ella no le pareció ni plato,
ni frío, ni nada. Ni siquiera venganza, a no ser por la leve sonrisa que por
unos segundos le transformó los labios.
-Ay, hija,
estoy tan nerviosa.
-Sí, mamá.
-El olor,
el olor.
-¿El olor?
-Los del
piso de arriba, hace meses que se les inunda el baño. Yo les dije, se los grité
a los del consorcio, y nada.
- Nada…
- Se les
inunda, filtra agua. Y llegó a casa. La humedad, hija, la humedad. El techo del
baño se llenó de hongos, filtró la pared de mi habitación. Tuve que vaciar los
armarios. Toda mi ropa con olor a humedad. Ay, hija.
“Qué
desastre, mamá”, dice la hija mientras, invisible para quien la escucha desde
el otro lado del cable telefónico, una suave, ligera, e inmanejable sonrisa le transforma
los labios.
II.
Todo empezó
en la adolescencia. Su adolescencia, la de la hija. A la madre, que siempre
había tenido una particular sensibilidad olfativa, la sublevaron las imprevistas
emanaciones que surgían del cuerpo de la púber.
No era
solo la mutación, esa lenta transformación que sumaba redondeces,
protuberancias, granos y desniveles a un cuerpo cada vez más lejanamente
infantil: la madre enloquecía ante los sudores consistentes, macizos, con
presencia, que ahora exudaba la hija. Se horrorizaba frente a los jeans que la adolescente
se empeñaba en vestir. Sufría con solo atisbar la cabellera oscura, ondulante y
espesa cuya portadora no parecía demasiado dispuesta a sujetar.
Y así fue
que un día, como los tallos verdes y rizosos de un helecho, uno a uno fueron
creciendo cinco sonidos en las enardecidas vísceras maternales, cinco fonemas que
pronto llegarían a la garganta, cobrarían forma y serían expulsados de una vez,
sonoros y para siempre.
-Sucia
S-u-c-i-a
-Sucia
Tiempo de
bautismo: la hija tenía nuevo nombre. Un designio que le fue escupido,
vociferado y gritado a repetición.
Por esos
días a la madre le hubiera gustado renegar del fruto de su vientre. Hubiera
querido ajustarse bien ajustado un broche en la nariz.
La hija entretanto
se bañaba, frotaba con ahínco el cuerpo puro tufo, hundía el cabello en
champúes y acondicionadores. Pero nada. Seguía siendo sucia, sucia, sucia. A
veces le sobrevenía algo así como una derrota. Espaciaba las duchas, no se
cambiaba la ropa, se plegaba sobre sí misma como un caracol. Se dejaba estar.
Total, allá afuera la cantinela seguiría, imperturbable.
De vez en
cuando la madre entraba en la habitación de la hija, aspiraba el hedor que -decía-
impregnaba las paredes. Y se retiraba furiosa, indignada. Nauseosa.
Hubo un
cumpleaños. Triste, como venían siendo todos los cumpleaños de esa muchacha que
al crecer se había convertido en estafa. Recibió algunos regalos anodinos, todos
de parte de compañeras de la escuela. Un libro, un pañuelo, un frasco de
colonia.
Un frasco
de colonia.
Colonia
Watteau.
La hija
destapó la coqueta botellita y aspiró. Eso no era el desodorante con que su
madre la conminaba a cercenar la pestilencia. Acá había otra cosa. Un
derramarse de chispitas, cierta caricia evanescente, recuerdos marinos y punzantes,
un alegre cosquilleo que nacía en la nariz y estallaba, amable, en el centro de
la frente.
Había
empezado a cuidar por unas horas, una o dos veces por semana, a un par de
hermanitos. Con el primer sueldo obtenido con su trabajo de niñera, acudió a la
farmacia y perfumería del barrio, dejó que la vista navegara por entre los
frascos que anunciaban maravillas -formas ondulantes, vidrios ligeramente tallados,
alguna coqueta cintita anticipando el tapón de plástico-, se engolosinó un
poco, se detuvo, eligió.
Ambré.
Botellita panzona y recuerdos cítricos que la embriagaron.
Así, como
si nada, había descubierto un mundo.
Cada
comienzo de mes, bajaba la bandera para la aventura. Pronto los comercios del barrio
no bastaron, y encontró otra dimensión en sus escasas salidas al centro de la
ciudad: bastaba merodear por las inmediaciones de las perfumerías importantes -nada
de tres o cuatro estantes al fondo de la farmacia, sino verdaderos castillos de
espejos, fragantes y coloridos- para obtener pequeños cartones rectangulares
impregnados de aromas exquisitos. Ese otro escalón, las fragancias importadas.
Allá
afuera, el mundo podía seguir con su cansino runrún. Ella cumplía uno a uno los
rituales exigidos, se levantaba y acostaba a la hora indicada, pasaba de año,
cuidaba ocasionalmente al par de niñitos que ya le habían cobrado cariño. Y luego
se refugiaba en su pequeño altar, el paraíso de aromas que latía en cartoncitos
y frascos de colonia cuidadosamente dispuestos en un rincón del armario de su
habitación.
Hasta que,
implacable, sobrevino la catástrofe.
Un día la
madre sentenció que algo estaba andando mal. Muy mal. Horriblemente mal.
“Tus
perfumes pudren la alfombra”, acusó, y fue como si Moisés, allá en el desierto,
volviera a condenar a los adoradores del becerro de oro, rayos y centellas tras
el profeta furioso. Anuncios del Apocalipsis.
“Tus
perfumes pudren la alfombra -volvió a acusar la madre-. Y eso da mal olor”.
La hija
estaba muda.
La hija no
decía nada.
“Hay que
tirar esa maldita alfombra”, gritó, airada, la madre.
“¿Sabés que
salen caras, no?”, aulló.
“¡No se
puede respirar en esta habitación!”, bramó.
“¡Vaciá ya
mismo esos frascos!”, ordenó.
La hija
siguió muda.
La hija no
pronunció palabra.
Crac, escuchó que se rompía algo adentro suyo. Crac, crac, crac. Se abría una fisura.
Un desgarro.
La falla
de San Andrés.
Crac.
En
silencio, agarró un bolso, metió tres o cuatro remeras, un buzo, el jean. Tomó
una sola botellita -Watteau- y con cariño la acomodó entre las prendas. Ajustó
el cierre y se fue sin siquiera dar un portazo.
III.
Ese hombre
le gustaba, aunque aún no podía definir cuánto.
Solo sabía
que era un alivio despertarse en la cama de él, junto a él. En su casa, que
aunque modesta, era un palacio de cuento al lado de los grises cuartos de
pensión en los que ella se había acostumbrado a vivir.
Su amante
dormía. La chica se levantó con cuidado y en puntas de pie se dirigió a la
cocina. Quería obsequiarle un despertar inundado de aroma a café.
Cuando
regresó a la habitación, portando dos tazas humeantes, se sorprendió no tanto
por encontrarlo despierto, sino por su actitud.
El
muchacho apretaba contra sí la almohada sobre la que había dormido ella, y la
husmeaba.
Olía la
almohada.
Levantó el
rostro cuando la escuchó venir.
“Es… tan
suavecito tu olor”, dijo.
Crac, escuchó ella leve, muy leve, en alguna
zona de su interior.
Él soltó
la almohada, aceptó el café, dejó que ella se acurrucara y amoldara su espalda
al hueco perfecto que dejaba el pecho masculino. Pero no pudo evitar seguir
hablando.
“Casi no
olés”, susurró.
“No dejás
huella”, remató.
Crac, crac, crac. La falla de San Andrés crujió, se
abrió, se extendió. Y, de tan abierta y voraz, se engulló los pocos olores que
quedaban, absorbió cada mísero efluvio emanado por un cuerpo que a partir de
ese momento sería carne, colgajo, cargamento a portar, maniquí a revestir,
límpida superficie de muñeca de cera.
IV.
Pasaron
los años. La hija envejeció. La madre, aún más.
Carambola
de la vida va, carambola de la vida viene, la hija pudo pasar de los cuartos de
pensión a los alquileres baratos.
Siguió
cuidando niños. Eventualmente limpiaba casas.
Le
gustaban las plantas, su tranquilo modo de hacer compañía. En cada mudanza
cargaba, junto con algún que otro mueble desvencijado, una enorme caja de
cartón con potus y helechos rebosantes de mimos, tan acostumbrados al interior,
el silencio y la quietud como ella misma. Plantas sin flor. Sin olor.
La madre
siguió aferrada al raído departamento que, viuda precoz, había heredado de una
hermana. Enclavado en un barrio que alguna vez había sido de clase media, el
inmueble se ajaba cada día un poquito más.
En algún
momento, en medio de aquellos largos años, habían vuelto a hablar. Artífices de
un pacto no escrito, madre e hija apenas se veían. Cada una en su mundo y ambas
en un universo anclado un siglo atrás, se limitaban a levantar el auricular del
teléfono de línea y verificar la mutua supervivencia.
Por las
noches, la hija empapaba pañuelitos de tela en colonia, aroma a lavanda o
gardenias -a veces jazmín- y se dejaba envolver como alguna vez, en un tiempo
muy lejano, se había dejado envolver por los brazos de hombres en los que jamás
dejaría una marca.
Había
devenido un ser de silencios. Una sombra quieta, a la vera del mundo.
Salvo
cuando dejaba que una suave, ligera, inmanejable sonrisa le sacudiera los
labios.