Por Guadalupe Treibel
La más reciente incorporación a esta loable colección es Madam CJ Walker
(1867-1919), ilustre señora ya no tan desconocida, puesto que nombre y bío se
volvieron familiares para mucho público hace un par de años, en 2020, cuando la
oscarizada Octavia Spencer la interpretó en la miniserie biográfica Self Made (en castellano, “Una mujer
hecha a sí misma”), una adaptación del libro On Her Own Ground, de A'Lelia Bundles.
Bundles es palabra autorizada en Walker siendo su bisnieta, y ha
supervisado la mentada muñeca -sold out,
de momento- en pos de “garantizar su autenticidad”. De allí que el atuendo
miniatura sea lavanda, morado y turquesa, los colores preferidos de Madam CJ,
que luce una camisa de mangas abullonadas y cuello alto, con falda larga azul,
pendientes de perlas, zapatos de tacón. “Lavó ropa para otra gente hasta los 38
años. Sabía de prendas elegantes, que era lo que ella anhelaba vestir algún
día”, cuenta A’Lelia, que quiso capturar la esencia de su parienta cuando
recién se estaba abriendo camino, antes de volverse un ícono.
Y no cualquier pelo: las mechas negras de las mujeres
negras, tema que desvive a muchos investigadores por sus implicancias sociales,
culturales, políticas… y económicas, porque ese cabello mueve montañas de
guita. Solo en el país de Michelle Obama (que en años recientes se soltó más
los rizos), este mercado se estima en varios billones de dólares anuales, con
consumidoras dispuestas a gastar 9 veces más que cualquier dama de otra etnia
en productos beauty y grooming de cabello. Aquello sin contar otras
latitudes, como –por ejemplo- Sudáfrica, Nigeria y Camerún, donde entre champúes
y lociones, circula otro toco de billetes verdes; también en pelucas,
extensiones y entretejidos, procedentes de fibras sintéticas, del bovino yak o
de seres humanos. En cuyo caso, muchas chances existen de que las mechas que
porten las afroestadounidenses vengan de mujeres de la India, donde la
exportación del susodicho material es number two, pisándole los talones al
software. Y aunque el estilo crespo natural está prendiendo entre muchas jóvenes
que encuentran inspiración en el poderoso “Black is Beautiful” de la era Pantera
(con Angela Davis a la cabeza), las ventas no menguan. En todo caso, se
diversifican.
Salto al siglo 19, cuando la esclavitud comienza a ser
abolida en distintos puntos del globo, incluido Estados Unidos en 1865. Con la
abolición, la emancipación; con la emancipación, irónicamente llega “la era de
la opresión femenina”: las negras -explican especialistas- comienzan a
auto-torturar filamentos y cuero cabelludo con químicos potentes, peligrosos,
para “camuflarse”, pasar inadvertidas, ocultar lo que las diferenciaba del
“mainstream” blanco. Un gesto que perdura hasta la actualidad, aunque en menor
medida: actrices, cantantes, modelos están adoptando orgullosamente los rulos
espontáneos.
No fue casual entonces que, en otro contexto, a
comienzos del siglo XX, la primera mujer afro en amasar millones lo hiciese creando
lociones para señoras y señoritas de su comunidad. Encima, la fuera-de-serie
Madam CJ Walker era hija de dos esclavos (Owen y Minerva), quedó huérfana de
ambos con apenas 7 añitos, trabajó ella misma esforzadamente en un campo de
algodón desde muy jovencita. Nótese que solo pudo asistir al colegio tres meses;
que tuvo que vivir con un cuñado maltratador y una hermana que se hacía la
sota; que prefirió casarse a los 14 antes que seguir soportando esa vida, y porque
quería tener su propia casa.
Por esos años, CJ comienza a lidiar con un problema
que la tiene a maltraer: la pérdida de cabello. Según su bisnieta, la citada A’Lelia
Bundles, “a comienzos de siglo, la mayoría de las afronorteamericanas carecía
de hogares con tendido eléctrico y cañerías; bañarse para ellas era un lujo. Muchas,
incluida Sarah, comenzaban a quedarse peladas porque rara vez podían lavar su
pelo, hecho que volvía a las melenas vulnerables a la polución, a las
bacterias”. En ese tiempo, doblada ante una carga de ropa socia, “inclinada
ante la tabla de lavar, miré mis brazos enterrados en jabón y me dije: ‘¿Qué
vas a hacer cuando seas vieja y la espalda se te vuelva tiesa?’”. La leyenda
habla de ese instante como una epifanía, aunque omite que el imperio de Sarah
no se forjó de la noche a la mañana; faltaba aún sortear otras pruebas.
En principio, conocer en la Feria Mundial de St. Louis
de 1904 “The Great Wonderful Hair Grower”, una loción creada por otra afro,
Annie Malone. Malone merece un capítulo aparte: aplicó conocimientos herbales y
químicos legados por su tía a la creación de una fórmula que alisara el cabello
en forma más “saludable” que los métodos en boga (unos, a base de jabón y grasa
de oca, mantequilla y tocino; otros, puré de papa mezclado con… lejía); creó su
firma Poro, llamada así en honor a una sociedad secreta de negros en Sierra
Leona destinada a mejorar física y espiritualmente a las personas; vendió sus
productos puerta a puerta, convencida de que las negras que mejorasen su
apariencia, tendrían mayores chances de éxito; fundó una escuela de
cosmetología; sus franquicias en distintos puntos de EE.UU., África y las
Filipinas llegaron a emplear a decenas de miles de mujeres, a quienes premiaba
por puntualidad y por invertir sus salarios en propiedades; donó muchos miles a
orfanatos y otros centros sociales; fue una de las grandes filántropas de
primera hora y, ya que estaba, una de las primeras personas en tener un Rolls
Royce en Missouri.
Lo paradojal es que el mismísimo contexto de racismo y
exclusión, de segregación racial, permitió a Madam CJ crear su imperio. Su proyecto
requería bajo capital inicial y atendían las necesidades de un mercado, el
negro, desatendido por los empresarios blancos. Para su “Madam Walker’s
Wonderful Hair Grower”, que detenía la caída del cabello, la inversión inicial
de la entrepreneuse fue de 1 dólar, 25 centavos. Invertidos, según aseguraba
ella, en mandar a traer la materia prima de África.
Más tarde llegarían más productos; como su relaxer, alisador que permitía
aplanar los rulos conforme la moda. O su forma de mejorar el hot comb (peine caliente), controvertido método
para planchar, al que le separó los dientes. También diseñó una estrategia de
marketing brillante, que pasó del puerta a puerta, las iglesias y los clubes
sociales, a los pedidos por correo y por catálogo. “Ofrecía algo más que
productos: ofrecía un estilo de vida, un concepto de higiene total y belleza
que, en su mente, potenciaría el orgullo y el amor propio de las mujeres para
avanzar socialmente”, sostiene el historiador y crítico literario Henry Louis
Gates Jr. CJ instaló fábricas, salones de peinados, escuelas para formar a sus
miles y miles de vendedoras; dio a mujeres puestos clave en su empresa,
incitándolas a volverse financieramente independientes. En épocas donde el
salario semanal rondaba los 11 dólares, sus “agentes” hacían entre 5 y 15
dólares… por día.
“Así cómo sé hacer crecer el algodón, sé cómo hacer
crecer el pelo. He construido mi propia fábrica sobre mi propia base. No van
ustedes a ignorarme”, dijo en cierta ocasión frente a los varones de la
National Negro Business League, que no querían cederle la palabra. Y logró
hacerse escuchar. Del mismo modo que logró volverse una referente en su
comunidad, a la que contribuía con activismo y generosas donaciones: para
becas escolares, para campañas contra el linchamiento, para centros sociales,
iglesias, para la Asociación Nacional para el Progreso de las Personas de
Color, etcétera.
Cuando murió a los 51, habiendo logrado convertirse en
millonaria en solo 15 años como empresaria, ya era bastante popular entre los
afronorteamericanos. Oh, por cierto, también se dio sus gustitos en vida: su
mansión en la villa de Irvington, en el condado de Westchester, Nueva York, era
uno de los sitios más ostentosos de la zona. Un espectáculo para los paseantes.
Lo cual, esgrime revista Time, no es poco decir, considerando que en la
vecindad también vivía John D. Rockefeller…