Madam CJ Walker, muñequita negra de lujo

Por Guadalupe Treibel


Hay diferentes maneras de homenajear a las grandes mujeres de las letras, de la política, del espacio, de la canción, del deporte, de la ciencia. Una de esas formas, aunque a alguna gente le suene intempestivo, sería jugar a las Barbies, como propone la empresa juguetera Mattel. Que se está poniendo a tono con los cambios irreversibles de los tiempos que corren, y lleva un rato diversificando una encantadora serie, Inspiring Women, de muñecas que celebran a Susan B. Anthony, Rosa Parks, Florence Nightingale, Ida B. Wells, Maya Angelou, Ella Fitzgerald, Jane Goodall, Eleanor Roosevelt, Sally Ride, Billie Jean, entre otras damiselas que dejaron su huella en la Historia.  

La más reciente incorporación a esta loable colección es Madam CJ Walker (1867-1919), ilustre señora ya no tan desconocida, puesto que nombre y bío se volvieron familiares para mucho público hace un par de años, en 2020, cuando la oscarizada Octavia Spencer la interpretó en la miniserie biográfica Self Made (en castellano, “Una mujer hecha a sí misma”), una adaptación del libro On Her Own Ground, de A'Lelia Bundles.

Bundles es palabra autorizada en Walker siendo su bisnieta, y ha supervisado la mentada muñeca -sold out, de momento- en pos de “garantizar su autenticidad”. De allí que el atuendo miniatura sea lavanda, morado y turquesa, los colores preferidos de Madam CJ, que luce una camisa de mangas abullonadas y cuello alto, con falda larga azul, pendientes de perlas, zapatos de tacón. “Lavó ropa para otra gente hasta los 38 años. Sabía de prendas elegantes, que era lo que ella anhelaba vestir algún día”, cuenta A’Lelia, que quiso capturar la esencia de su parienta cuando recién se estaba abriendo camino, antes de volverse un ícono.


Y es que, en los Estados Unidos, solo hace falta que alguien diga “pelo” para que el fantasma de Madam CJ Walker sobrevuele, aterrizando en cantidad de artículos que se hacen eco de su obra. Muy mencionada en su país de origen, donde esta entrepreneuse negra forjó su fama de primera mujer en volverse millonaria por mérito propio. Y no solo lo dicen historiadores: lo ratifican los récords mundiales Guinness. De hecho, en sus páginas le dedican très petite bio; dice así: “Nacida Sarah Breedlove, la cosmetóloga Madam CJ Walker, de Delta, Louisiana, es la first self-made millionairess. Fue una afroamericana huérfana, sin educación, que amasó fortuna por un alisador de cabello”. Así no hay quien valore a una damisela del siglo XIX que, contra todo pronóstico, se hizo un lugarcito en la Historia. O en la historia del pelo que, en verdad, es muy significativa.

Y no cualquier pelo: las mechas negras de las mujeres negras, tema que desvive a muchos investigadores por sus implicancias sociales, culturales, políticas… y económicas, porque ese cabello mueve montañas de guita. Solo en el país de Michelle Obama (que en años recientes se soltó más los rizos), este mercado se estima en varios billones de dólares anuales, con consumidoras dispuestas a gastar 9 veces más que cualquier dama de otra etnia en productos beauty y grooming de cabello. Aquello sin contar otras latitudes, como –por ejemplo- Sudáfrica, Nigeria y Camerún, donde entre champúes y lociones, circula otro toco de billetes verdes; también en pelucas, extensiones y entretejidos, procedentes de fibras sintéticas, del bovino yak o de seres humanos. En cuyo caso, muchas chances existen de que las mechas que porten las afroestadounidenses vengan de mujeres de la India, donde la exportación del susodicho material es number two, pisándole los talones al software. Y aunque el estilo crespo natural está prendiendo entre muchas jóvenes que encuentran inspiración en el poderoso “Black is Beautiful” de la era Pantera (con Angela Davis a la cabeza), las ventas no menguan. En todo caso, se diversifican.    


Como quiera que sea, de esta ruta del dinero ya se han encargado otras plumas; incluso el comediante Chris Rock profundizó el asunto en el documental de 2009 Good Hair, ocupándose además de explicar las raíces del embrollo en más de un sentido. Por otra parte, hace unos años el Museum of Liverpool montó una muestra donde exponía cómo, en las primitivas civilizaciones africanas, el tocado era indicativo de status, con varones de ciertas tribus emperifollándose las trenzas para salir a pelear. Y cómo ellos y ellas estaban convencidos de que, dada su locación más cerca del cielo, el cabello era el conducto que les permitía comunicarse con Dios.

Salto al siglo 19, cuando la esclavitud comienza a ser abolida en distintos puntos del globo, incluido Estados Unidos en 1865. Con la abolición, la emancipación; con la emancipación, irónicamente llega “la era de la opresión femenina”: las negras -explican especialistas- comienzan a auto-torturar filamentos y cuero cabelludo con químicos potentes, peligrosos, para “camuflarse”, pasar inadvertidas, ocultar lo que las diferenciaba del “mainstream” blanco. Un gesto que perdura hasta la actualidad, aunque en menor medida: actrices, cantantes, modelos están adoptando orgullosamente los rulos espontáneos.

No fue casual entonces que, en otro contexto, a comienzos del siglo XX, la primera mujer afro en amasar millones lo hiciese creando lociones para señoras y señoritas de su comunidad. Encima, la fuera-de-serie Madam CJ Walker era hija de dos esclavos (Owen y Minerva), quedó huérfana de ambos con apenas 7 añitos, trabajó ella misma esforzadamente en un campo de algodón desde muy jovencita. Nótese que solo pudo asistir al colegio tres meses; que tuvo que vivir con un cuñado maltratador y una hermana que se hacía la sota; que prefirió casarse a los 14 antes que seguir soportando esa vida, y porque quería tener su propia casa.


Fue madre a los 17 de su única hija; quedó viuda a los 20. En 1888, con una criatura en brazos y el anhelo de un futuro mejor, viaja a St. Louis, donde cuatro de sus hermanos se ganan el puchero como barberos/peluqueros. Ella, por su parte, se desempeña en los mismos oficios que ocupan a la mitad de la población femenina negra de aquel momento: lavandera y cocinera. Trabajos a los que dedica unos intensos 10 años, amén de que logra enviar a su hija al colegio. En St. Louis, por otra parte, comienza a involucrarse en actividades de la National Association of Colored Women, a tender redes amistosas en comunidad, a cantar en su iglesia metodista. En el ‘94, vuelve a casarse con un tal John Davis, al que abandona por ser el tipo menos confiable y más infiel.

Por esos años, CJ comienza a lidiar con un problema que la tiene a maltraer: la pérdida de cabello. Según su bisnieta, la citada A’Lelia Bundles, “a comienzos de siglo, la mayoría de las afronorteamericanas carecía de hogares con tendido eléctrico y cañerías; bañarse para ellas era un lujo. Muchas, incluida Sarah, comenzaban a quedarse peladas porque rara vez podían lavar su pelo, hecho que volvía a las melenas vulnerables a la polución, a las bacterias”. En ese tiempo, doblada ante una carga de ropa socia, “inclinada ante la tabla de lavar, miré mis brazos enterrados en jabón y me dije: ‘¿Qué vas a hacer cuando seas vieja y la espalda se te vuelva tiesa?’”. La leyenda habla de ese instante como una epifanía, aunque omite que el imperio de Sarah no se forjó de la noche a la mañana; faltaba aún sortear otras pruebas.

En principio, conocer en la Feria Mundial de St. Louis de 1904 “The Great Wonderful Hair Grower”, una loción creada por otra afro, Annie Malone. Malone merece un capítulo aparte: aplicó conocimientos herbales y químicos legados por su tía a la creación de una fórmula que alisara el cabello en forma más “saludable” que los métodos en boga (unos, a base de jabón y grasa de oca, mantequilla y tocino; otros, puré de papa mezclado con… lejía); creó su firma Poro, llamada así en honor a una sociedad secreta de negros en Sierra Leona destinada a mejorar física y espiritualmente a las personas; vendió sus productos puerta a puerta, convencida de que las negras que mejorasen su apariencia, tendrían mayores chances de éxito; fundó una escuela de cosmetología; sus franquicias en distintos puntos de EE.UU., África y las Filipinas llegaron a emplear a decenas de miles de mujeres, a quienes premiaba por puntualidad y por invertir sus salarios en propiedades; donó muchos miles a orfanatos y otros centros sociales; fue una de las grandes filántropas de primera hora y, ya que estaba, una de las primeras personas en tener un Rolls Royce en Missouri.


No por nada suele citarse a Annie como role model de Sarah, quien -de usar las lociones de Malone con milagrosos resultados- pasó a ser una de sus eficientes vendedoras, hasta que se mudó a Denver. Habiendo experimentado ella misma con productos caseros, decidió dedicarse al floreciente mercado del alisado. Y a darle una nueva oportunidad al amor, casándose por tercera vez, en esta ocasión con Charles Joseph (CJ) Walker, un avispado vendedor de periódicos que se vuelve su socio y compañero de operaciones. Es entonces cuando la mujer adopta el nombre con el que será recordada para la posteridad: Madam CJ Walker.

Lo paradojal es que el mismísimo contexto de racismo y exclusión, de segregación racial, permitió a Madam CJ crear su imperio. Su proyecto requería bajo capital inicial y atendían las necesidades de un mercado, el negro, desatendido por los empresarios blancos. Para su “Madam Walker’s Wonderful Hair Grower”, que detenía la caída del cabello, la inversión inicial de la entrepreneuse fue de 1 dólar, 25 centavos. Invertidos, según aseguraba ella, en mandar a traer la materia prima de África.

Más tarde llegarían más productos; como su relaxer, alisador que permitía aplanar los rulos conforme la moda. O su forma de mejorar el hot comb (peine caliente), controvertido método para planchar, al que le separó los dientes. También diseñó una estrategia de marketing brillante, que pasó del puerta a puerta, las iglesias y los clubes sociales, a los pedidos por correo y por catálogo. “Ofrecía algo más que productos: ofrecía un estilo de vida, un concepto de higiene total y belleza que, en su mente, potenciaría el orgullo y el amor propio de las mujeres para avanzar socialmente”, sostiene el historiador y crítico literario Henry Louis Gates Jr. CJ instaló fábricas, salones de peinados, escuelas para formar a sus miles y miles de vendedoras; dio a mujeres puestos clave en su empresa, incitándolas a volverse financieramente independientes. En épocas donde el salario semanal rondaba los 11 dólares, sus “agentes” hacían entre 5 y 15 dólares… por día.

“Así cómo sé hacer crecer el algodón, sé cómo hacer crecer el pelo. He construido mi propia fábrica sobre mi propia base. No van ustedes a ignorarme”, dijo en cierta ocasión frente a los varones de la National Negro Business League, que no querían cederle la palabra. Y logró hacerse escuchar. Del mismo modo que logró volverse una referente en su comunidad, a la que contribuía con activismo y generosas donaciones: para  becas escolares, para campañas contra el linchamiento, para centros sociales, iglesias, para la Asociación Nacional para el Progreso de las Personas de Color, etcétera.

Cuando murió a los 51, habiendo logrado convertirse en millonaria en solo 15 años como empresaria, ya era bastante popular entre los afronorteamericanos. Oh, por cierto, también se dio sus gustitos en vida: su mansión en la villa de Irvington, en el condado de Westchester, Nueva York, era uno de los sitios más ostentosos de la zona. Un espectáculo para los paseantes. Lo cual, esgrime revista Time, no es poco decir, considerando que en la vecindad también vivía John D. Rockefeller…