Por Guadalupe Treibel
Dije de la marca Kiricocho |
Hace unas cuantas semanas pasó la Eurocopa femenina que -albricias- registró récords de audiencia televisiva; personalmente no le dediqué ni medio minuto pero, para lo que vale, un sentido enhorabuena a la selección inglesa que se hizo de la copa. A fuer de sincera, el Mundial en ciernes también me tiene sin cuidado. Acaso sea una reacción alérgica a la sobredosis de clips con gente llorando a lágrima viva por no conseguir sobres de figuritas o, a la inversa, emocionada porque les ha tocado un sticker de la Scaloneta. En fin, el tema está en el aire, es imposible escaparle… Si hasta me he enterado de gurúes que predicen que el team albiceleste será el ganador, y Corea del Sur, la revelación mundialista.
Puede que la mística me resulte esquiva, pero mi
mood apático se disipa -solo unos instantes, tampoco la pavada- cuando abro el armario
del dormitorio y me encuentro con mis viejos botines. Así como leen: he sido
jugadora (muy) aficionada, y no digo pionera por edad y por respeto a
referentes como la ex All Boys Mónica Santino. Sí afirmo que la pasión de
multitudes me alcanzó hace poco más de una década cuando mi capacidad pulmonar
era otra pero tenía la misma tendencia a la fractura. La historia de mi vida
futbolística: quise ser perro pero apenas hice monerías.
Por esas fechas había leído que la gente
acciona en el día a día tal como se comporta en una cancha de fútbol. En mi
iniciática y accidentada historia con el balompié, pude constatar que la
sentencia es bastante acertada. O sea, que el glosario criollo no miente cuando
avisa que “en la cancha se ven los pingos”. En mi caso, ser amable hasta el hartazgo.
Cada vez que -por un acto de iluminación supremo- lograba que mi pata robase la
pelota, no salía en actitud ofensiva de inmediato. Oh, no. Miraba a la vencida
contrincante y, antes de echarme a volar, le decía con ojos de perro
arrepentido: “Perdón, perdón, mil disculpas”. Y entonces sí, intentar llegar al
arco, intentar el pase, intentar la definición. A veces con suerte de gol, la
mayoría no tanto. “Qué terrible esos segundos negados”, me reprochaba el gesto
gentil… tan poco valorado, por otra parte.
Jugadoras las había menos afables, con actitud
arremetedora, sed de gol, pasión de sábado, vamos que venimos y cuánta magia;
las había de ceño fruncido y concentración imposible, bulldogs del balón,
dándole y dándole y dándole, sin pedir disculpas nunca. Eran las que privilegiaban
el resultado, bilardistas que echaban suspiros profundos frente al error de la
compañera y se fastidiaban de lesiones ajenas, sin conmoverse frente a -ejem-
alguna joven inexperta cuyos tropezones casi siempre terminaban en caídas.
Atenti, no es que yo fuera menotista; en todo
caso era una simple entusiasta, más ducha en voluntad que en talento o show,
capaz -eso sí- de unas pocas carreras largas en velocidad. Y si entraba en
confianza, y la timidez o los exagerados gritos de (des)aliento de mi equipo no
me anulaban, de hacer algunos goles. Sin festejo, que nunca he sabido mandarme
la parte, ni siquiera con motivo. Estoy en tratativas con mi terapeuta.
Mi dream team era, ante todo, gentil, pero ¡qué
difícil armarlo! Por esos días, conseguir diez chicas dispuestas a la seriedad
del caso (léase, jugar una hora por semana) demostró ser casi imposible; todos
los equipos acababan por deshilacharse. Aclaro, por si las mosquitas, que en
los tres o cuatro grupetes donde jugué no solo había exitistas y educadas…
Conocí bravías capaces de gestos heroicos (sacarse
el hombro de lugar, volver a ponérselo y seguir pateando); sensibles de llanto
fácil (moqueando de susto por una caída inofensiva); risueñas que iban por el
chiste más que por el pase; arqueras voladoras; delanteras ejemplares, que cedían
su puesto u ofrecían el pase perfecto a una coequiper menos excelsa para que
ella se llevara la gloria del gol, y papel picado. He visto a las de percepción
cambiada -esas que creen que van a la velocidad de la luz salteando obstáculos
cuando, en realidad, son poco más que tortugas dando saltitos-, a las
verdaderamente veloces. He conocido pataduras, cabeceadoras, serias, centradas,
dispersas, gritonas, tensas, plantadas, distendidas; en fin, toda la fauna.
También a las que aconsejaban (con lógico conocimiento de causa):
“¡¡¡Háblense!!!”, refiriéndose a la comunicación que debe primar entre las
piezas clave de un equipito de futbol.
Porque, aun con el escaso conocimiento de un
primate a la hora de la gambeta, esta amateur supo comprender que es posible
planificar una estrategia en la cancha. Más aún: es necesario pensar en
triangulaturas y puntos neurálgicos débiles, en tácticas de desarrollo y
potenciales talones de Aquiles, en octaedros simbólicos y capacidades
diferentes. Ordenar las posibilidades aumenta las oportunidades y, de
concretarse la intentona, dispara la satisfacción hasta el techo y solidifica
el sentido de pertenencia.
Porque, lejos de (perdón) la aburrición de ver
partidos, calzarse los botines abrió en esta modesta terrícola el insólito
universo del “equipo deportivo”, menos ridículo como participante que como una
mera espectadora que se deshace el marote tratando de comprender porqué 22
tipos persiguiendo una esfera de cuero despierta tantas pasiones. Por eso me
extrañé cuando, una tarde, me topé con un texto de Hernán Casciari titulado
“Messi es un perro” (que más que un texto es una poesía) y, de repente, me
emocioné en serio, profundamente, deseando ser un perro como Leo, una
mujer-perro con el talento asombroso de “mantener en su poder algo redondo e
inflado y llevarlo hasta un tejido de red al final de una llanura verde”. Pero,
bueno, siempre fui una mona vestida de jugadora, sin rabia y sin pasión de
sábado, y todavía me cuesta dejar de pedir disculpas, de ser compasiva cuando
no corresponde.