Por Florencia Bendersky
Bienvenidas y bienvenidos a esta nueva entrega de historias de (mis) muertes.
Para ponernos a tono, y porque
ustedes ya me están cayendo bien, voy a hacer un breve resumen de
las partes 1 y 2 que nos precedieron.
Mi papastro Alberto murió unos días
antes de que tuviera que entregar mi nota del mes de Junio y al
momento de escribir, me encontraba algo tomada. Como es mi costumbre exorcizar las penas mediante la risa,
hice una síntesis de las muertes
significativas (y no tanto) de mi vida, lo que me dejó a las puertas de la
muerte de mi padre y abrió el camino a esta
saga.
En la segunda entrega, conté sobre
las peculiaridades de mi familia, a las que desde luego mi padre y
su muerte no eran ajenas.
Así, nos encontramos ahora en la
entrada de esta tercera parte con las cenizas de mi viejo en el camino
a su, non sanctum, reposo.
Cómo ya les relaté, mis dos hermanas,
mi hermano y yo, junto a Mónica, la
mujer de mi papá, teníamos que decidir qué hacer
con, la que podríamos llamar, última
voluntad de mi papá (Jorgito).
En alguna charla, vaya a saber dónde
y con quién, él había manifestado el deseo de que sus cenizas
fueran esparcidas en la casa familiar que sus padres y abuelos habían tenido en Miramar durante sus primeros
años.
Miramar, para nuestras lectoras y
lectores internacionales, es una zona balnearia de la costa atlántica argentina, en donde una gran mayoría de las
familias judías iban a veranear mucho
antes de que Miami y sus shoppings, se convirtieran en una Meca (sé ustedes sabrán perdonarme el sincretismo).
La casa en sí, había sido el lugar donde
mi papá fue feliz. Siempre contaba anécdotas con sus primos que
parecían salidas de Días de radio (la tierna película de
Woody Allen antes que la vida privada de Woody
Allen acabara con Woody Allen). Para
agregarle más épica, la residencia se llamaba Villa Máxima, nombre apropiado para una niñez glorificada.
Entonces, mis dos hermanas, mi
hermano, Mónica y yo, resolvimos llevar a Jorgito, en su último viaje,
de regreso a su infancia.
Bastaron poco más de 30 días para que
pudiéramos organizar la logística. En ese lapso, Mónica se llevó
las cenizas a su casa y las puso en lo alto, sobre el mueble del living. Durante ese mes, cada vez que ella
salía de la casa, prendía la radio en una
estación de música clásica para que mi papá (las cenizas de mi papá) no se
sintiera solo.
Mientras tanto, comenzamos los
preparativos.
A Miramar viajaríamos seis personas:
mis dos hermanas; mi hermano; Mónica; Nahuel (sobrino de Mónica que quería a mi papá entrañablemente) y yo. En un
auto, no entrábamos. En micro de larga
distancia era complejo porque si bien Jorgito no pagaba boleto, habría que camuflarlo con riesgo de terminar
perdiéndolo o desparramándolo en una
mochila antes de tiempo. Decidimos entonces alquilar una combi.
Una vez más, mis dotes de productora
fueron necesarias y conseguí el contacto de uno de los choferes
que manejaba una motorhome en una reconocida productora de TV. Este buen señor se llamaba Juan Carlos, pero le decían
“El Irakí”. Le conté que mi papá había
muerto y que íbamos a llevar sus cenizas a la costa; para mi sorpresa, le pareció de lo más normal.
No teníamos un plan. Villa Máxima
había dejado de ser de nuestra familia
hacía muchos años. ¿Qué dirían los actuales
propietarios de la propuesta?
Imagínense que un día les tocan el
timbre y se les aparecen varias personas con una urna pidiéndoles la gauchada
de desparramar las cenizas de un muerto en el cantero izquierdo del jardín.
No iba a funcionar. Debía ser un golpe comando: tirar las cenizas y salir rajando. Pero tampoco podíamos hacer
una Molotov de nuestro padre. Decidimos
que buscaríamos un espacio verde por la vereda y ahí sí, sin
que nadie nos viera, cumpliríamos con el deseo
de Jorgito.
Conclusión, un sábado al alba, todos
nos subimos a la combi del Irakí y
partimos rumbo a Miramar.
Mónica viajó adelante, en el asiento
del acompañante y llevaba la urna en la falda. Apenas
partimos, la tapó con un suéter. Considerando lo de la radio, pensamos que era para que papi no tuviera frío;
pero no, después nos dijo que lo hizo
para que El Irakí no se impresionara.
El trayecto de ida fue jolgorioso.
Antes de haber hecho cien kilómetros, ya nos habíamos comido las
tres docenas de sándwiches que mi cuñada Paulita amorosamente nos había preparado, y habíamos relatado cuanto chiste de
humor negro se nos ocurrió, al punto de llorar de la risa. En algún momento
paramos a hacer pis, tomar algo y hasta
creo que compramos medialunas en Atalaya.
Alrededor del mediodía divisamos Mar
del plata y cuarenta minutos después,
estábamos en Miramar buscando Villa Máxima. Las
calles allí, son numeradas y tienen una
lógica en función de si corren junto al mar o terminan en él. Papá había dejado como coordenadas dos series de números
que, para nuestra
sorpresa, resultaron ser dos calles paralelas.
La casa de la infancia estaba
desaparecida.
Estábamos en Miramar con Jorgito,
pero no teníamos dónde alojarlo. A mi
hermana Betina se le ocurrió la idea de llevarlo
al bosque que tiene Miramar, comprar un
arbolito y enterrar las cenizas allí. Planazo. Fuimos hasta un vivero de la zona, compramos un pinito autóctono y
pedimos una pala prestada al cuartel de
bomberos.
El Irakí, que a esa altura ya debía
de pensar que estábamos totalmente locos, nos llevó por la costanera
hasta el Cristo que está en la entrada del Bosque y nos dejó para que hiciéramos lo que tuviéramos que hacer.
Caminamos un poco y divisamos entre
la maleza un claro, un espacio abierto en medio de toda la
vegetación. Ese era el lugar, pero estaba en una especie de oquedad y tuvimos que bajar entre raíces que hacían
las veces de escalera. Milagrosamente
nadie ni se cayó ni desnucó.
La zona ofrecía un tímido verdor y
había un arbolito que daba una pobre sombra. Mi hermano y Nahuel
empezaron a hacer un pozo para plantar el arbolito y a mi viejo.
Todo iba viento en popa hasta que
llegó el momento de abrir la urna para sacar las cenizas. Ahí nos
dio otro nuevo ataque de risa porque nos imaginamos tragando contra viento el contenido de la urnita. Una
vez recompuestos, abrimos la cajita de
madera y encontramos una bolsita contenedora, muy parecida a la de las aspiradoras. Para nuestra sorpresa, las cenizas no
eran tan cenizas, sino una especie de
piedritas como las que usan los gatos para hacer sus necesidades.
Ahí estaba Jorgito, reducido a
pedacitos de materia.
Mi hermano volcó el contenido en el
pozo y en ese momento, lloramos. Enseguida pusimos un poquito de tierra y el
arbolito. Quedaba lindo: algo
chueco pero simpático.
La tarde estaba en su esplendor, pero
no puedo decirles qué hora era.
Nos sacamos una foto los 4 hermanos con el
arbolito, y cada uno se llevó una ramita.
Emprendimos la retirada, trepando por
las raíces con bastante menos glamour que cuando bajamos.
El Irakí nos estaba esperando a unos metros,
parado afuera de la combi con cara de
velorio; seguramente pensó que era la actitud más acorde al momento.
Pasamos por el centro de Miramar para
engullir un almuerzo tardío y meter las patas en el mar. Escribimos
Jorge en la arena.
La vuelta nos encontró cansados y
tristes.
Viajamos medio dormidos hasta que,
por la localidad de Dolores, un olor
insoportable nos sobresaltó. Alguien se había
tirado una nauseabunda ventosidad. Rápidamente se levantaron quejas y veladas acusaciones. Varios
señalaron a Natalia, que venía comprometida intestinalmente hacía días. Ella se defendió con solvencia. Nadie más se
hacía responsable del delito y entonces
llegamos a la conclusión más temida, el gas era del Irakí, que a esa altura se hacía el desentendido. Años más
tarde, mi hermano Gustavo terminó
confesando que había sido él el flatulento y así, el nombre de Juan Carlos, alias el Irakí, volvió a
brillar libre de mancha alguna.
Algunos meses después, volvimos a
Miramar a visitar a papi. El arbolito que plantamos ya no
estaba, suponemos que los vientos de la zona lo volaron, pero el lugar se había convertido en un vergel. Parecía un
mar verde que terminaba rodeando el lugar
del árbol de las iniciales.
Pasaron ya 13 años de la partida de
papi y de esta road movie. Hace tiempo que no viajamos todos
juntos a visitarlo pero sabemos que está bien.
Ustedes se preguntarán cómo sé yo que
está bien. Puedo contarles que se me
apareció en un sueño. Estaba vestido muy
elegante, con un pantalón blanco y una
remera con rayas azules horizontales. Le pregunté qué hacía ahí y me contestó: Cómo no iba a venir a visitarte.
Los sueños y la muerte tienen un
lugar no solo en el diván del psicoanalista, en la literatura
universal y en las películas de Harry Potter, del Mago de Oz o de Alicia en el
País de las maravillas, sino en lo que nos constituye
como humanidad. Todos soñamos y todos morimos, por más que nos neguemos a lo uno o lo otro.
Desde el elefante asesino y el cobayo
maníaco, a la nariz del primer muerto llegando hasta la muerte de un
Papa, pasando por la partida de muchos de mis amores queridos, damos fin (y
espero que por bastante tiempo) a las historias de la muerte parte 1, 2 y 3. Reímos, lloramos, soñamos, pero
lo bueno es que siempre podemos volver a
reír.
Esta entrega va dedicada a mi sobrina
Camila, que estaba esperando con ansias el final de la saga.