El cuerpo como sede de las pasiones y los secretos

Por Carla Leonardi

Vanesa González en Enero. Crédito Sebastián Miquel

Si hay algo que se destaca en la escritora y periodista argentina Sara Gallardo, es el honor que ha hecho en su vida a la gallardía a la que refiere su apellido. Proviniendo de una familia de hombres ilustres y renombrados (hija del historiador Guillermo Gallardo, nieta del célebre científico y ministro argentino Ángel Gallardo, bisnieta de Miguel Cané, tataranieta de Bartolomé Mitre, esposa de Luis Pico Estrada y de H. A. Murena), con su singular escritura supo abrirse paso entre esos nombres y labrarse uno propio en la literatura argentina, a fuerza de decisión y valentía. Enero es su primera novela, publicada en 1958, en la cual sorprende por la madurez y la sensibilidad con que trata temas como el amor adolescente, la violación o el aborto, con tan solo veintisiete años, subvirtiendo la tradición literaria rural.

Nefer, la hija adolescente de los peones de la estancia, trabaja en el tambo desde la madrugada y despierta al amor con el Negro. Se trata de un amor marcado por la idealización de juventud (pues solo han intercambiado miradas y algunas pocas palabras) y la desdicha (el Negro muestra su interés por otra). En la fiesta del casamiento de su hermana, extraviada en la nube de pensamientos de amor hacia el Negro y de odio hacia la Delia (que se lleva su atención), sufre la violación por parte de un ebrio Nicolás, trabajador ferroviario del pueblo. Violación que trae como consecuencia un embarazo.


La novela da cuenta muy bien de la familia como sede de la transmisión de las identificaciones y los bienes, pero también de que es el secreto de goce, lo que hace familia. De qué goza el padre, la madre o los hijos en tanto sujetos sexuados, es lo que se silencia bajo esas funciones de la familia. Es el desencuentro, el malentendido estructural entre los goces de cada uno de sus miembros, lo que intenta velarse bajo el funcionalismo de los roles.  

Doña María, la madre de Nefer, es una madre terrible, a quien su hija teme en su explosiva agresividad. Es la madre que deposita en la hija su ceguera (no se da cuenta que está embarazada) y su odio hacia lo femenino (la abofetea cuando le confiesa que está embarazada, la trata de atorranta), haciéndose eco del discurso moral imperante, en el que una mujer humilde y sola galopando hacia la casa de la curandera es considerada una puta, una cualquiera. En esta familia, es la madre quien hace la ley, es la madre que aboga por el deber ser (buena hija y esposa), más que la madre de los amorosos cuidados particularizados. De manera que esta señora se acoge a la decisión de la patrona doña Mercedes, devota religiosa, para “solucionar” la cuestión del embarazo. Nefer termina ocupando el lugar de objeto de intercambio, en el pacto de alianza matrimonial con quien fuera su violador. El padre, don Pedro, aparece para la joven como un padre idealizado, es el padre simbólico en calidad de retirado y por lo tanto impotente (sufrió una rodada y dejó de trabajar); que no corta ni pincha. Es un padre humillado y degradado que no puede intervenir como encarnación de una ley, de un punto de basta frente a la intromisión y la ferocidad maternas.

En un contexto social marcadamente patriarcal, Nefer está doblemente desvalida en tanto mujer joven y en tanto pobre. Y Nefer se refugia en la naturaleza pampeana, que con tanto lirismo describe Sara Gallardo, para paliar su angustia y su miedo; para acallar ese secreto, que vive como maldición y que la lleva a pensar en renunciar a la vida. El mundo del campo se presenta como un entorno opresivo y la pampa ya no como un escenario natural bucólico, sino como posibilidad de desahogo y refugio en medio de la indiferencia del entorno y de la desazón que crece en el interior de la protagonista.

La condena social recae sobre la mujer, obligada a casarse; mientras que el hombre es excusado en su abuso de poder, porque se culpa al vino (acaso también a la costumbre) en el traspaso del límite. La familia ahora conformada entonces por Nefer, Nicolás y el niño porvenir, se construye sobre el secreto de goce del macho intrusivo y posesivo; pero también velando el secreto del goce femenino, del despertar al amor y al deseo de una joven adolescente por un varón, que se sustituyen por el lugar de la madre.

Analía Fedra García y Vanesa González.
Crédito Sebastián Miquel

La directora escénica Analía Fedra García, toma el desafío de adaptar el texto literario de Sara Gallardo al teatro. Fedra respeta en lo sustancial la prosa lírica de la autora y mantiene el narrador en tercera persona, pero altera la secuencia temporal de algunos de los hechos respecto del original. El resultado es un unipersonal, interpretado por Vanesa González, que oficia como narradora y que a la vez se mete en ciertos momentos en la voz de Nefer. La escenografía minimalista se compone de un molino y un caballo en miniaturas, un banco y una suerte alfombra que evoca las pasturas de la pampa. Esto refuerza la figura del narrador en tercera persona, minucioso en la observación y en la evocación de los hechos; pero a vez permite que sea el cuerpo el que ocupe un lugar destacado y fundamental.

Así Vanesa González con sus movimientos, entre la mímica y la contorsión, nos mete en carne viva en cada una de las escenas; y con la entonación de su voz (veloz por momentos y en otros quebrada hasta el borde de las lágrimas) logra no solo conmover al espectador, sino también transmitir el eco de aquello que no puede decirse. Aunque en la novela la prohibida palabra abortar se presenta hacia el final, en la obra se pronuncia antes, gracias al dramatismo encarnado por Vanesa González, con solvencia y sobriedad; la pieza teatral no pierde para nada su potencia poética, ni su capacidad de interpelar al espectador. Enero, como obra de teatro, dignifica la valentía y el gesto pionero de Gallardo, poniendo en escena las complejidades del amor adolescente, en ese interjuego entre el despertar y la desdicha, cuyos ecos siguen resonando en el presente. 

Enero se presenta los domingos a las 20 hs en Teatro El Extranjero, Valentín Gómez 3378