Por Stella Galazzi
Lady Lilith, Dante Gabriel Rossetti (fragmento) |
Todos los domingos salíamos en familia. A veces, la familia chica: mi madre, mi padre, mi hermana y yo, el más chico. Otras, con alguna prima o una amiga de mi hermana. Íbamos al costado de la ruta a jugar en el pasto, o a un arroyo a pescar generalmente nada.
Cuando
más feliz me sentía era si se armaba la salida grande, algún tío con su mujer y
sus hijos, algún primo con sus amigos, o varios de ellos.
Como esa
vez que nos subimos todos en la chata del camión de Pedro y fuimos al Arroyito.
Así se llamaba un charco bastante grande rodeado de sombrillas de paja, bancos
de madera, parrillas de ladrillos y un quiosco de venta de bebidas. Pagabas una
entrada y pasabas el día; los chicos nos metíamos en la pileta y los
grandes en un arroyo que pasaba al costado al que bajabas por una pendiente
llena de ramas y juncos.
Esos
domingos eran la gloria, mi mamá y mis tías cocinaban el día anterior,
empanadas y tortas; a mí me gustaba una de nueces que hacía mi prima preferida,
la más grande de todas, y la más hermosa. Siempre con vestidos ajustados o con
pantalones que desnudaban la pantorrilla, recuerdo esa canción que me hacía
imaginar “la punta del pie la rodilla la pantorrilla y el peroné”. Tenía el
pelo colorado y era pecosa.
Ella no
se metía en el arroyo, decía que el barro le daba asco y tampoco se ponía al
sol porque no quería perder la blancura, decía que los muchachos amaban su
carne color leche. Eso me lo dijo a mí un día mientras se sacaba el vestido
para ponerse la malla, sin ningún pudor, porque yo tenía seis y ella creía que
era un muñeco de porcelana; así me decía “mi muñeco de porcelana “y me abrazaba
con ese abrazo calentito donde yo me abandonaba.
El día
ese de la chata del camión, ella apareció con un novio. Yo ya estaba por los
10, ya sabía algunas cosas gracias a la familia numerosa que tenía, muchas me
las enseñaron mis primos; aunque también algunas mentiras, como esa de que los
niños se formaban dentro del forro, que terminaba siendo nuestra piel hasta que
la cambiábamos. Esa me la dijo una prima que era tremenda, siempre con las
rodillas llena de cascarones de trepar a cuanto árbol se le cruzaba, sucia de
jugar en el barro, llevaba el pelo corto y a mí me decía que se llamaba Rino,
pero que solo cuando estábamos jugando porque a su madre no le gustaba. Yo me
reía y le decía rinoceronte porque eran del mismo color sus rodillas y sus
codos. Le encantaba el barro, hacía cacharros, o montañas para jugar a la
guerra, con trincheras y pantanos; pasábamos horas armando el terreno y en ese
tiempo me instruía sobre la vida.
Con ella
nos escondimos ese día en la bajada al arroyo para espiar a la colorada y a su
novio; así le decíamos a ella, mi preferida.
Se
habían buscado un lugar muy protegido, detrás de unos troncos amontonados, solo
veíamos los pies, hacia arriba primero, luego enfrentados de costado y
finalmente los de él entre los de la colorada que los había separado, Rino me
explicaba las posiciones y yo comencé a enfurecerme. No sé bien por qué
pensé en mi hermana en ese momento, recordé cuando abandonó en el galpón una
muñeca que le habían regalado mis abuelos al nacer, que hablaba y caminaba,
porque le habían dado un bebé de plástico que parecía real pero que ahora se me
hacía horroroso.
Salí
corriendo cuando los pies giraron y los de ella ya no se vieron y quedaron los
de él separados, con los talones clavados en la tierra. Me resbalé y comencé a
rodar por la pendiente hasta entrar de costado en el agua del arroyo. Empecé a
bajar y a bajar en ese agua oscura, manoteando ramas y pastos pero no encontrando
nunca el fondo.
Cuando
abrí los ojos vi al elegido, que terminó siendo mi salvador porque era el único
que sabía nadar, que me golpeaba la espalda para que saliera el agua que había
tragado.
Rino me
contó burlona con detalles ese día, y cada día que nos reunimos en un encuentro
familiar, cómo me hizo respiración boca a boca.
Fue lo
más cerca que estuve nunca de los labios de la colorada.