Cuando la física era cosa de mujeres, en pleno siglo XIX

Por Marta Bueno Saz, para Mujeres con Ciencia

Mapa celestial de Frederik de Wit (siglo XVII)

Las leyes del mundo natural solían considerarse una parte fundamental de la educación de las jóvenes. A veces la historia nos muestra algo que nos resulta chocante e inesperado y una mirada al pasado sorprende sobre ciertas creencias que suponíamos instauradas en nuestra cultura desde siempre. Aunque en la actualidad la física es una disciplina todavía masculinizada, absurdamente masculinizada, el estereotipo tiene solo unos cien años. Hubo un tiempo en que la física o filosofía natural, como se la llamó hasta la segunda mitad del siglo XIX, era una materia de niñas.

Historiadores, como Kim Tolley, Margaret Nash o Jessica Linker, han demostrado que una parte importante de la educación de niñas y mujeres jóvenes en Estados Unidos consistía en estudios sobre filosofía natural: el estudio científico de las cosas físicas, incluida su composición, comportamiento y contexto. De hecho, como ha demostrado Tolley, la filosofía natural se consideraba una parte fundamental de la educación de una niña. Más niñas que niños la estudiaron en las escuelas y hubo muchas mujeres que escribieron textos educativos y de divulgación científica. Sin embargo, a principios del siglo XX, la noción actual de la física como una disciplina masculina se afianzó. ¿Por qué cambiaron las cosas?

A principios del siglo XIX, las escuelas secundarias femeninas, conocidas indistintamente como academias y seminarios, tenían estudiantes desde la adolescencia hasta los veinte años. Alrededor de 1800 estas escuelas anunciaban cursos de Inglés, Aritmética y Geografía. Pero esta geografía abarcaba mucho más que los nombres de los países y sus capitales. Un curso sobre esta materia incluía una discusión sobre los minerales, la presión del aire, el sistema solar y otros aspectos de las ciencias físicas.

En las décadas de 1820 y 1830, los planes de estudio de ciencias se expandieron aún más. El Seminario Femenino de Hartford, en Connecticut, en su apertura en 1823, ofrecía Geografía, Filosofía Natural, Química, Aritmética, Álgebra y Geometría. Como descubrió Nash en un estudio sobre 91 academias femeninas, el número de estos establecimientos que impartían cursos de álgebra aumentó de cubrir solo el 19 por ciento en la década de 1820, al 67 por ciento en la década de 1830. Además, en la década de 1830, el 72 por ciento de las academias ofrecía Botánica; el 77 por ciento, Química y el 68 por ciento, Astronomía.

Litchfield Female Academy

La ciencia estaba bien integrada en la educación femenina en los niveles primario y secundario. La investigación de Nash mostró que tanto en la década de 1820 como en la de 1830, el 84 % de las academias ofrecían Filosofía Natural. A las niñas se les daba muy bien esta materia, como reveló la comparación de Tolley de los exámenes en diecinueve escuelas de Boston en 1845: no solo era mayor el número de chicas que realizaban los exámenes de Filosofía Natural en comparación con los chicos, sino que también sus calificaciones eran más altas.

La filosofía natural consistía en el estudio de las leyes de la naturaleza en la Tierra y en el universo. Un curso tipo incluiría lecciones sobre mecánica, máquinas, luz, calor, astronomía rudimentaria y más. Pero la educación en filosofía natural de principios del siglo XIX difería en muchos aspectos de los contenidos de la física actual. Por ejemplo, aunque los docentes podían realizar demostraciones científicas (a pesar de sus presupuestos escasos, muchas academias de mujeres invirtieron en equipos experimentales), las estudiantes no participaron en el trabajo de laboratorio. La física experimental como tal no se desarrolló en Estados Unidos hasta finales del siglo XIX.

Además, la educación en filosofía natural en los niveles de escuela primaria y secundaria era en gran medida conceptual, sin cálculos numéricos. El entrelazado de las matemáticas con la física se desarrolló durante el siglo XIX y, al igual que con la física experimental, se afianzó inicialmente y con mayor rapidez en el nivel universitario.

Dios y la ciencia

El mundo físico se presentaba como evidencia de la maravilla y extensión de la creación de Dios. El vínculo entre la filosofía natural y la religión fue parte de un movimiento más amplio de teología natural, que ganó popularidad en el Reino Unido a principios del siglo XVIII y cuyos defensores argumentaron que los mecanismos o el diseño de la naturaleza atestiguaban la presencia de un creador. La teología natural fue popular en las colonias americanas y en Estados Unidos a lo largo del siglo XVIII. Linker ha argumentado que la filosofía natural se percibía como impulsora de la fortaleza intelectual y moral, y un baluarte contra el ateísmo y la superstición.

Esta dimensión moral y religiosa provocó que la filosofía natural se asociara con la educación de las niñas. Por ejemplo, en 1834, John Ludlow, clérigo y teólogo, declaró en la inauguración de una nueva academia femenina en Albany: «El análisis de la ciencia y la religión revelada finalmente terminarán en el mismo punto. Ese punto, si se le puede llamar punto, es el Dios invisible. Él está en la base de ambos. Por lo tanto, estudiar la ciencia o la fe no es más que leer detenidamente diferentes páginas del mismo gran Libro, que el Creador ha extendido ante sus criaturas inteligentes».

Una educación útil

Ilustración del libro
de Jane Marcet

Si nos fijamos en los materiales educativos de la época nos daremos cuenta del motivo de enseñar filosofía natural como materia frecuente en la escolarización de las niñas. Algunos libros de uso común eran Conversaciones sobre filosofía natural en las que se explica familiarmente los elementos de esa ciencia (1826), de Jane Marcet o  Primeras lecciones de filosofía natural para niños, de Mary Swift, docente que estuvo a cargo del Litchfield Female Seminary, en Connecticut. Swift escribió dos manuales construidos como diálogos de preguntas y respuestas entre los niños y sus padres. Swift incorporó lecciones morales y religiosas en la discusión científica: un discurso sobre prismas, la naturaleza de la luz y los arcoíris se convierte sin problemas en la historia bíblica de Noé. La estructura de los libros para niños más pequeños imitaba los estilos de la educación religiosa utilizando un formato de catecismo: un diálogo de preguntas y respuestas en el que el estudiante debía memorizar las respuestas.

Las lecciones de filosofía natural no eran solo para alumnas. Los libros de Swift, Marcet y Parker estaban dirigidos tanto a niños como a niñas, pero sus implicaciones sociales diferían según el género del estudiante.

En las universidades de varones, en las que un plan de estudios habitual era un marcador de educación de clase superior, se percibía que la ciencia tenía una naturaleza vocacional o de clase baja. En las academias de mujeres, por el contrario, la formación científica era más comúnmente la marca de una educación de clase alta. Incluso el mismo material enseñado en la misma institución tenía diferentes propósitos si se explicaba a niños o a niñas; por ejemplo, según un instructor de la Academia Litchfield, que en ese momento era mixta, la astronomía se enseñaba a los estudiantes varones para la habilidad práctica de la navegación y para las alumnas, se utilizó el mismo contenido para mostrar «las maravillas del universo de Dios».

Sin embargo, debemos corregir el sesgo moderno de suponer que los estudiantes varones recibieron una enseñanza científica práctica y las alumnas una superficial. Como ha argumentado Linker, las ideas de lo que hacía que una educación fuera «útil» no eran las mismas en los siglos XVIII y XIX que en la actualidad. Autores de libros de texto como Marcet y Almira Hart Lincoln justificaron la educación de mujeres y niñas en química, por ejemplo, porque tenía aplicaciones tanto domésticas como religiosas: cocinar, limpiar y apreciar la creación de Dios.

Incluso los llamados temas ornamentales, como la costura, el baile y el dibujo, estaban a menudo estrechamente relacionados con las materias académicas. Podemos recordar la importancia de la ilustración en la botánica, especialmente en una época anterior a la fotografía. A su vez, la geografía a menudo se enseñaba a través del bordado de mapas. Se promocionó la idea de que esta asignatura alentaba la disciplina mental de mujeres y niñas, y era además una forma conveniente de inculcar el nacionalismo al describir la expansión del país.

Las mujeres como primeras educadoras

Esposas, madres, maestras: todas las mujeres tenían un papel especial en la defensa y transmisión de valores porque eran las responsables de la educación de la primera infancia. Antes de que los niños asistieran a la escuela primaria, a menudo ya habían recibido primeras nociones en el hogar, por parte de la madre o de una pariente mujer. Para muchos niños pobres, quizá esa fuera la única formación que recibirían, especialmente antes de que aparecieran las escuelas públicas. Después de 1820, los cambios socioeconómicos en Estados Unidos reforzaron la necesidad de educación moral. La expansión hacia el oeste, el aumento del sufragio y la migración a las ciudades pusieron en tela de juicio la solidez de los sistemas tradicionales de orden social. La educación, tanto a través de la familia como de las escuelas, ayudó a inculcar normas sociales y a preparar a los niños ante la idea de alejarse de la comunidad de nacimiento. A medida que más hombres trabajaban fuera de casa, las madres iban asumiendo un papel aún mayor como educadoras.

La historiadora Linda Kerber acuñó el término "maternidad republicana" para explicar los sentimientos de la época. La Madre Republicana ideal era una mujer que integraba valores políticos y domésticos, que lógicamente inculcaría en sus hijos, manteniendo a su esposo en el camino recto y angosto y, por lo tanto, tenía su rol en la dirección del crecimiento del país. De hecho, la figura de la Madre Republicana fue utilizada por los reformadores para justificar la expansión de la educación de las mujeres en las décadas posteriores a la independencia de Estados Unidos.

El papel de las mujeres como las primeras maestras de los niños justificaba la enseñanza de física a las niñas hasta bien entrado el siglo XIX. En un discurso de 1887 ante la Asociación Estadounidense para el Avance de la Ciencia, el físico William Anthony dijo: "No solo los niños, sino también las niñas deben recibir capacitación [en ciencias físicas] para que las grandes verdades de la naturaleza se conviertan en herencia de las generaciones futuras y se enseñen desde la más tierna infancia… Ahora tengo en mente a un niño de cinco años a quien conocí este verano, cuyo padre tiene un molino y maquinaria en funcionamiento, y cuya madre es una de esas raras mujeres dotadas de una percepción natural de las leyes físicas. Con las enseñanzas de su madre, este niño ha aprendido física".

Sin embargo, el cambio estaba en marcha. A principios del siglo XX, más de la mitad de los estudiantes de física de la escuela secundaria eran mujeres, pero en 1950 solo lo eran entre el 20 y el 30 por ciento. Como parte de un panorama cambiante en la industria y la educación superior, muchas escuelas dejaron de exigir clases de física para graduarse, y la física comenzó a percibirse cada vez más como una materia masculinizada.

Subyacen muchas razones a ese cambio, incluidas las modificaciones en las normas culturales más amplias y en la profesionalización de la ciencia. Primeramente, durante el siglo XIX, cada vez más universidades abrieron sus puertas a las mujeres, y más mujeres continuaron con la educación superior. El sello distintivo de una educación universitaria prestigiosa era un plan de estudios sobre los clásicos, por lo que las universidades para mujeres adoptaron cada vez más este requisito para mejorar su estatus, y las escuelas secundarias agregaron estudios de esos clásicos para no perder la oportunidad. Algunas escuelas incluso alentaron a las niñas a abandonar las clases de ciencias para estudiar latín o griego. Así, cuando las clases de ciencias llegaron a estar dominadas por niños, las de humanidades se llenaban de niñas.

En segundo lugar, cuando los gobiernos estatales comenzaron a aprobar leyes educativas a principios del siglo XX el número de niños de clase trabajadora que asistían a la escuela secundaria aumentó enormemente. Luego, muchos estados y escuelas reestructuraron sus planes de estudios para que fueran más relevantes para los estudiantes de clase trabajadora que, presumiblemente, nunca asistirían a la universidad. Las alumnas se derivaron hacia clases de mecanografía y economía doméstica y se alejaron de materias menos útiles a corto plazo, como la física.

Escuela Beauregard (Nueva Orleans), 1922.
Clase de ciencia doméstica para mujeres

El proceso para adaptar la educación a las necesidades de los estudiantes también fue moldeado por la discusión más amplia sobre las diferencias de género. Los educadores y los administradores escolares temían que las alumnas pudieran ser "masculinizadas" por el estudio científico, que para entonces estaba ya completamente separado de la religión y los sentimientos; la física era ahora física, no filosofía natural. Si las niñas iban a recibir una educación científica, pensaron, mejor que fuera en la ciencia de la economía doméstica. Algunas científicas incluso utilizaron la ciencia doméstica como estrategia para estudiar física. Sin embargo, en el nivel de la escuela secundaria, las clases de economía doméstica estaban destinadas a preparar a las niñas, en particular a las niñas afroamericanas y de clase trabajadora, para sus supuestas futuras carreras como trabajadoras domésticas, esposas y madres, no como científicas.

¿Cómo puede el presente ser tan diferente del pasado? Todos y todas sentimos el cambio cultural en otros aspectos: las modas en el vestuario, por ejemplo, cambian muy rápido. Pero las ideas sobre quién es bueno en la ciencia se perciben como más permanentes. Incluso los esfuerzos para hacer que las aulas de física sean más inclusivas luchan contra el estereotipo de que las niñas no se sienten identificadas en ese ámbito o no quieren estar allí. Es muy instructivo pensar en una época en la que las expectativas de género en la educación científica eran opuestas a lo que son hoy. Una mirada al pasado puede mostrar cómo de voluble es realmente la cultura y cuánto depende del contexto de tiempo y lugar.

 

Marta Bueno Saz es licenciada en Física y Graduada en Pedagogía por la Universidad de Salamanca. Actualmente investiga en el ámbito de las neurociencias.

Este artículo fue originalmente publicado en Mujeres con ciencia.