Yo, igual que ayer, incondicional de Julie Andrews

Por Guadalupe Treibel

Gotas de lluvia y bigotes de gatitos, teteras de cobre y guantes suavecitos, ponis color crema y crujientes tartas de manzana, copos de nieve sobre mis pestañas, gansos salvajes que vuelan con la luna en sus alas… Cuando el perro muerde y la abeja pica, yo también recuerdo mis cosas favoritas; en especial la primera de todas, que no es una cosa sino la mejor de las personas. Julie Andrews, querría decirle sin medias tintas que la quiero muchísimo.

Este flechazo es de vieja data, me atravesó el cuore cuando yo tenía unos 10 años y llevaba varios días malita. Habré estado bastante alicaída para derretir la férrea voluntad ahorrativa de mi papá, que frente a su pichona apichonada tuvo un gesto de generosidad plena: dejarme alquilar ¡tres vhs en un solo fin de semana! De dos no me acuerdo ni por asomo, pero el tercero sigue estando entre mis films favoritos: La novicia rebelde, como llamaron en estas latitudes a The Sound of Music, título bastante más inspirado que el insípido Sonrisas y lágrimas que le pusieron en España.

La novicia rebelde

Nomás decir The Sound of Music, mi reproductor mental se enciende solo. Ya suena en mi cabeza The hills are alive with the sound of music / With songs that I sung for a thousand years…, y como siempre se conjura una rara magia blanca: sonrío en grande pero, en simultáneo, se me llenan los ojos de lágrimas (ahora que lo pienso, quizás los ibéricos dieron en la tecla con el título). Por supuesto, la música viene con el genial plano secuencia que planea sobre las cimas de las montañas hasta alcanzarla a ella, que gira y gira rodeada de hierba alta… Un momento idílico en pantalla, no tanto durante el rodaje: con cada retoma Julie se caía de bruces por la potencia del helicóptero comiendo “heno, barro y Dios sabe qué más”. Sin protestar, empero, se sacudía el pasto, volvía a levantarse.  

Debo decir que casi me da un soponcio al enterarme que Doris Day insistió -y mucho- a Rodgers y Hammerstein para protagonizar la versión fílmica de La novicia rebelde, a pesar de rondar los 40 pirulos y no dar exactamente el look juvenil que se esperaba de la muchacha austríaca que, además de cantar como las diosas, tenía mano para la costura, las notas musicales, los chicuelos. Sin desmerecer su lograda Calamity Jane: o Julie o ninguna para ésta y la otra María, la señorita Poppins, entrañable niñera que hizo antes, con menos chicos revoltosos a cargo pero el mismo encanto, con el añadido de los poderes mágicos, los pingüinos camareros y el amigo deshollinador, claro.

De chicuela

No quiero irme por las ramas, que ya lo dice el dicho: “Dios está del lado de la gente con poder de síntesis”. Aunque soy agnóstica, no está de más abrir el paraguas; necesito reclutar toda la ayuda posible para el sueño de mi vida: conocer a la reina Andrews, esta mujer gentil, cálida y elegante de pies a cabeza que, para sorpresa de quienes la vieron en El diario de la princesa, de aristócrata no tiene ni una pestaña. De hecho, ella habla de una niñez a lo Dickens, y no exagera la nota: las pasó canutas en su infancia.

Para conocer su historia, hay que viajar a Walton-on-Thames, pueblito al sur de Inglaterra donde transcurrieron sus años mozos. Su bisabuela había sido sirvienta y su bisabuelo jardinero. Y por culpa de su abuelo picaflor, su abuela murió de sífilis. Julie ni nació en cuna de oro ni fue criada entre algodones: su mamá era una pianista clásica súper talentosa, lástima que empinaba demasiado el codo… Ella la introdujo en el vodevil junto a su padrastro, que además de alcohólico, era violento y abusivo; varias veces intentó en vano propasarse con Julie y varias veces le soltó guantazos a su hermano.

Así lo relata, sin acentuar un ápice el dramatismo, en Home: A Memoir of My Early Years, autobiografía que saca una foto bastante lúgubre de su infancia, aunque ella se lo toma con humor inglés, quitándole hierro a situaciones jorobadas. Como tal cosa, comparte -por poner un ejemplo- que siendo apenas una criatura había aprendido a distinguir el zumbido de los aviones nazis que se aproximaban. Entonces su madre la mandaba con un silbato a la calle, lloviera o tronase, para que diera la señal de alarma si la amenaza de bombardeo estaba pronta. Una vez Julie se cansó de la faena, ¡estaba congelada!, pero protestaron los vecinos de la cuadra: la chica-silbato de oído finísimo no podía tomarse licencia ¿Y qué hizo ella? Lo que ustedes se están imaginando.

My Fair Lady

A los 9 cantó por primera vez en público; era tan menuda que la pararon sobre un cajón de cerveza. Gracias a su voz pródiga, a los 15 era tal su suceso que ya estaba pagando -solita su alma- la hipoteca de la casa de la familia. Se pisó todos, o casi todos, los teatros y music halls de Inglaterra antes de que la obra The Boy Friend -éxito en UK- cruzara el charco con su elenco original, debutando una Julie de 19 en Broadway, donde dos años después fue Eliza Doolittle en My Fair Lady. Un rol que no pudo interpretar en pantalla grande porque ficharon a Audrey Hepburn en su lugar. Al menos tuvo revancha instantánea: ambas ternadas para el Oscar a mejor actriz protagónica, el premio fue para Andrews por Mary Poppins, su debut cinematográfico.

Más de una vez la prensa le ha tirado de la lengua para que despotricara contra Audrey, pero Julie solo tiene palabras amables para todo el mundo. Incluso para… Alfred Hitchcock, con quien trabajó en La cortina rasgada, y fue para ella como tomar una clase magistral de cine. Consistentemente buena e históricamente pelicorti, hizo muchísimas películas; entre ellas, la maravillosa Víctor/Victoria que la volvió ícono queer con su pretendido travesti cantor, bajo dirección de su (segundo) esposo, Blake Edwards (a quien también le debemos Breakfast at Tiffany's: eternamente agradecida, BE).

Con Blake Edwards

“Estuvimos casados 42 años y fue mi gran compañero. Era el hombre más carismático y talentoso que he conocido. Tenía como seis ideas al día que me asombraban y, de repente, una de ellas cobraba vida y aparecía en la siguiente película”, cuenta Julie, y suma que hicieron 7 films juntos: “Darling Lili fue la primera. No sé ni cómo conseguimos seguir juntos, porque la cinta fue un gran fracaso. Normalmente semejante resultado es el beso de la muerte para cualquier matrimonio, pero nosotros lo pasamos de maravilla rodando”.

“No tiene fama de hacer personajes fríos o indiferentes”, le comentó hace poco un cronista de Vanity Fair, y ella rescató entonces otros fracasos de taquilla que recuerda con mucho cariño: La estrella, de 1968, biopic sobre la actriz Gertrude Lawrence; Ansias de vivir, de 1986, dirigida por Andrei Konchalovsky, “donde interpreté a una señora en silla de ruedas que padecía esclerosis múltiple, ligeramente basada en la extraordinaria chelista Jacqueline du Pré”.

Es que la adversidad nunca detiene a mi chica Andrews, que se toma todo con mucha filosofía. Cuando una operación de nódulos en la garganta le arruinó la voz, atravesó un período de duelo, pero se sobrepuso y se volcó a escribir un sinfín de libros infantiles con su hija Emma, además de publicar otra autobiografía, Home Work: A Memoir of My Hollywood Years. Más repuesta, empezó a aceptar trabajos de doblaje, sin que se le cayeran los anillos por hacer, por ejemplo, “a una serpiente marina, o algo por el estilo, en Aquaman”. También ha prestado la voz para las pelis animadas Shrek y Mi villano favorito, para el delirante culebrón de época Los Bridgerton quien fuera la reina soberana del ficcional Genovia (y de mi corazón) cuando prepara a Anne Hathaway para sucederla en el trono en la saga adolescente El diario de la princesa.

Como si todo lo narrado fuera poco, Julie además es muy amiga de sus amigas. Su best friend por siempre es Carol Burnett, la legendaria comediante, con quien ha montado espectáculos musicales hilarantes, sketches de un humor descacharrante que suman otra razón para querer muchísimo a la adorable Julie Andrews. Si alguien me quiere facilitar la dirección de email, yo agradecida de por vida…  

Julie and Carol at Carnegie Hall, 1962