Por Reina Roffé
Has escrito ensayos, poesías y novelas. ¿En qué género -en el caso de
que creas en los géneros literarios- te sientes más cómoda o crees que es fundamental
en tu vida y en tu escritura?
- Para mí es fundamental la poesía, forma parte de mi naturaleza, de
hecho, yo con cuatro o cinco años ya escribía poemitas. Siempre ha sido así. En
mi infancia con una rima cursi y facilona, como no puede ser de otra manera en esos
años, y con la naturaleza de fondo: flores silvestres, y de las que cubrían mi
patio, plantas, árboles, mariposas, arroyos, fuentes. En fin, el paisaje rural
que me rodeaba, porque yo vivía en un pueblo cerca del campo, y él era el
motivo de lo que llamamos inspiración. Pero a partir de los diez años, más o
menos, mis poemas reflejaban mi estado de ánimo, que era bastante melancólico,
y mi angustia existencial por lo absurdo de la vida, y así ha seguido siendo
siempre. Al ensayo llegué más tarde, y fue con motivo de escribir mi tesina, y
después la tesis de Filología Hispánica, a la que siguieron los artículos
periodísticos, una vez hube terminado mi licenciatura de periodismo, primero en
el periódico Hoy de Extremadura -con un artículo cada semana, durante 10
años-, luego en Diario16, El Mundo, ABC y El País. A
la novela es difícil explicarlo. Sin saber cómo, me salieron de dentro -una
tarde en que escribía un artículo para El País- una serie de personajes
que me impedían seguir en mi tarea periodística; al final dejé el artículo y
escribí “en estado de gracia” que es, en mi caso, como si alguien te fuera dictando lo que escribes, y en un mes terminé mi primera novela, Con olor a
naftalina, algo que nunca pensé que sucediera, quiero decir que nunca creí
que fuera novelista; luego a ésta le han sucedido otras dos, y un libro de
cuentos. Pero en el proceso creativo ha habido más raciocinio, aunque tampoco ha
faltado el “estado de gracia”. En resumen, aunque no creo mucho en los géneros,
yo si algo soy, es poeta, que para mí no es un género literario sino una
condición.
Entre tus ensayos, llama la atención El Madrid cotidiano del siglo XVIII. ¿Hay en ti cierta vocación de
socióloga o historiadora? ¿Cómo surgió esta indagación?
- Pues sí, a lo largo de mis carreras de Hispánicas y Periodismo, en todas
las asignaturas donde podía escoger, es decir en las optativas, siempre elegía
estudiar historia. Y en cuanto a mi afición por la sociología ha sido tanta que
cuando terminé la licenciatura de Periodismo quise hacer la de Sociología, pero
problemas de tiempo me lo impidieron. En cuanto a cómo surgió el indagar en el
siglo dieciochesco para escribir el ensayo de El Madrid Cotidiano del siglo
XVIII, fue resultado de mi tesis, que la hice sobre El costumbrismo
español del siglo XVIII. Una vez escrita y publicada, comentándola con la
escritora Carmen Martín Gaite, de la que era muy amiga -pues ella estaba
también especializada en este siglo-, me pidió que se la enviara, y no más
leerla me contestó diciendo que de ahí tenía que salir un libro que tratara de
las costumbres de Madrid, porque era la ciudad a la que más se aludía en la
tesis. Y así fue, me metí de nuevo en la Biblioteca Nacional a investigar para
añadir la información que me faltaba sobre las costumbres de la capital, en
todos los aspectos.
- Este pueblo mítico, como no podía ser de otra manera, es mi pueblo, y
aflora en mis novelas a través de los recuerdos de la juventud de mi “tata” (que
entró a servir a casa de mi abuela casi en su infancia), y que también era de
allí. Y lo hace en una especie de ensueño onírico y surrealista. Asimismo, está
presente en muchas de mis poesías, aunque en este caso, lo hace a través del
campo, de la soledad de sus calles, de su silencio, de la lluvia, arroyos,
fuentes, en definitiva, del paisaje rural, pues Salvaleón -que es el nombre
real del pueblo- tiene muy pocos habitantes y está a la orilla de una colina
muy cercana al “campo abierto”. Hoy día podríamos decir que pertenece a la
España vaciada.
¿Qué importancia tiene para ti Virginia Woolf como lectora y como
escritora?
- Como escritora y persona mucha, pues percibía en sus novelas a la joven
con grandes problemas mentales, algo que me inquieta, pero también me atrae. Comencé
a leer a Virginia Woolf muy jovencita, casi adolescente, y como yo era una
chica depresiva y melancólica, así como defensora de la igualdad de derechos y
deberes de mujeres y hombres -algo que me inculcó a “machamartillo” mi padre-, percibí
en todas sus novelas, y sobre todo en Una habitación propia, un reflejo
de mi identidad, es decir, me identificaba mucho con ella y sus libros me
enganchaban. Yo me decía, se parece mucho a mí y es una gran escritora. Sus
ingresos en psiquiátricos, sus intentos de suicidio y su final, me convencieron
de que en el fondo tenía que ver mucho con ella. A mí me seducía su vida, su
persona, esa persona donde a través de sus libros creía ver un reflejo mío.
- Me hablaron de ella cuando estaba en la facultad, como ejemplo de
escritora bohemia y rompedora de géneros literarios, y nos la recomendaron como
lectura. Yo leí sus cuentos reunidos en la obra El vertedero, y también su
novela El bosque de la noche. El profesor de literatura que nos animó a
leerla fue un chico joven que estaba como asociado, se llamaba Julián, e iba
siempre a la última y con pintas de bohemio, sus clases eran totalmente
informales y nos hacía preguntas interesantes sobre los libros que leíamos. En
fin, yo no es que estuviera enamorada de él, pero lo admiraba mucho, me caía
muy bien y lo pasaba estupendamente en sus clases, que ya digo se salían de
toda normativa, y eso hizo que la leyera. Y puedo decir que, así como El
bosque de la noche me encantó, sus cuentos no fueron mucho de mi devoción.
Si los volviera a leer no sé si pensaría lo mismo de ellos, pues hace unos
meses, hablando con el escritor Eloy Tizón sobre La velocidad de los
jardines, uno de los libros de cuentos que más me gustan, le dije que me
recomendara alguno que fuera algo afín al suyo, y me recomendó El vertedero;
me quedé perpleja y pensé en buscarlo en mi biblioteca, pero a saber dónde se
encontrará, en una casa que alberga cerca de siete mil libros.
Has participado en varios volúmenes colectivos. Doy solo dos ejemplos: Los personajes femeninos en el Quijote y El
Quijote en clave de mujeres. ¿Hay en ti un interés especial o la necesidad
de reivindicar la figura de las mujeres en el plano creativo e intelectual?
Escribiste un texto poético, “Masticando asfalto”, en un libro de
homenaje que se publicó el año pasado en España, Alejandra Pizarnik y sus múltiples voces (selección
y edición de Mayda Bustamante). ¿Te sientes cercana a la poesía de la autora
argentina?
- Principalmente me siento cercana a ella como poeta maldita, depresiva,
ansiosa, extravagante, anticonvencional. Y a esa poesía que transmitía todo su
sufrimiento, su angustia de vivir, su rebeldía, su atracción por la muerte,
pero también por la vida, sus complejos, su asma -yo de pequeña era asmática-,
su baja autoestima por su físico; en fin, de todo esto que sugería en su
poesía. De todas formas, a Pizarnik la conocí muy tarde, muy a finales del
siglo XX, puesto que yo, desde que empecé filología en el setenta y uno hasta
los noventa y tantos, que presenté mi tesis, fue una época sobre todo
académica, aunque no en mi escritura de poemas, pero sí en mis lecturas. Cuando
leí a la Pizarnik, inmersa ya en el mundo poético de Madrid, me atrajo desde el
primer momento por todo lo dicho, pero cuando se hizo una pasión para mí fue ya
empezado el siglo XXI, cuando tuve que dar una conferencia en mi tierra sobre ella.
Entonces me empapé de su vida y leí casi toda su poesía, una nueva Alejandra
surgió para mí que me arrebató. A partir de ahí se convirtió en una de mis
poetas favoritas, en un mito.
- Son relatos escritos por el desasosiego que la realidad suscita en mí, y
nunca pensé que lo que empecé como un reflejo de la desorientación y angustia
que me había producido el hacer el papeleo para que mi “tata”, ya muy mayor,
tuviera un aparatito que conectara con los médicos si se encontraba sola en
casa y sufría una caída u otro tipo de emergencia, iba a terminar siendo un
libro de relatos o historias cortas. Todos ellos tienen que ver con algún
recuerdo o acontecimiento vivido con desasosiego existencial, claro está que el
recuerdo o acontecimiento no aparece, sino lo que este significó para mí o las
sensaciones que despertó. En realidad, son la historia de estas vivencias y
emociones inquietantes.
Esa voz narrativa se bifurca en muchos momentos del relato, aparece una
segunda persona, íntima pero suficientemente distanciada, tal vez por la
necesidad de contarse y ser narrada por otra voz que no sea siempre la primera.
¿Este empleo de las voces narrativas surgió como una forma de examinar, desde
una perspectiva más aguda, la angustia que produce la vida?
- Si fue así no soy consciente, ya que la forma de enfocar la voz
narrativa no es una técnica de la que yo tenga conciencia y haya tenido en
cuenta al escribir el libro, y menos que cuando aparece sea con la intención de
“examinar” algo. Porque en mis libros, y mucho más en éste, El desconcierto
de vivir, apenas pasa por la razón lo de utilizar determinadas técnicas
literarias, que no quiere decir que no las haya, pero me vienen del
subconsciente. Porque ya he dicho que escribo siempre en “estado de gracia” y
este estado se da en toda mi obra creativa y, principalmente, en la poesía, en mi
primera novela, Con olor a naftalina, y en este libro de cuentos.
¿El sueño y la fantasía son para ti, como en este libro, modos de
superar la realidad desangelada o estrategias narrativas para romper con el
realismo tradicional?
- Son modos de superar la realidad desangelada. Pero no solo en este libro
está detrás de la escritura el impulso de sobrepasar la realidad “roma y
chata”, sino en todas mis obras creativas, aunque he de confesar que en este
libro el motivo por el que salió el primer cuento fue ese, el de pasar por
encima de un día, en que quería vencer lo que me había sucedido. Necesitaba
hacer literatura para no encontrarme cara a cara con lo vivido en mi contacto
con funcionarios, trámites, papeleo. En
definitiva, con la realidad pura y dura.
¿El empleo de un lenguaje metafórico y sorprendente apareció como un
modo de reforzar la extrañeza y el desconcierto de la narradora o surgió
espontáneamente como algo inherente a tu condición de poeta?
Todas las aristas de lo cotidiano aparecen en El desconcierto de vivir con un tratamiento intenso
y profundo sumado a un lenguaje poético campesino muy rico. Surge, por otra
parte, el hilo sospechoso de la autobiografía. ¿Se puede leer este libro como
fragmentos de unas memorias en un período de miedo y confusión?
- Has acertado, y aunque en realidad la trama de los cuentos no tenga
nada, o casi nada, que ver con los hechos reales que me han sucedido, sí que
tienen con las sensaciones que me produjeron esos hechos que son vivencias
verdaderas de cómo yo los percibí. Y muchas de un periodo de mi vida en el que
yo empecé a notar las “goteras” de la edad, cuando los recuerdos acuden a ti en
mayor medida, pues ya tienes más pasado que futuro. En cuanto a lo de tocar
casi todas las notas de lo cotidiano se lo debo a los recuerdos que acudieron a
mí de acontecimientos sucedidos a lo largo de la vida, que, por supuesto, son
muchos, por estar ya en edad madura. Y claro está, siendo poeta y de origen
campesino, no podía ser de otra manera mi lenguaje.
A continuación, fragmentos
del libro El
desconcierto de vivir, de Juana Vázquez.
Editorial Sapere Aude, Oviedo, España, 2022.
I
Todo cerrado en mí. Sólo los pájaros eran
libres. Mi cabeza era un atolladero de sentimientos colgados de los muros del
pueblo, lamidos por la lluvia.
Titubeaba entre ocasos que venían a meterse en
el pozo de agua azul de mi casa. La cueva se escondía pozo abajo y un abalorio
de estrellas eran los prados junto a los relojes del tiempo del desconcierto.
Esto ya lo vi, pero no era aquí, fue hace
algunos años en lo alto de una silla de enea.
¿Todo esto será así, o serán libélulas de
sueños que hablan en los ríos rojos que vi hace tiempo?
¿Todo será porque no comprendo lo que me rodea
por ser pequeña? ¿O es que el mundo todavía está recién estrenado y luego irá
creciendo y será más normal? También puede ser que el universo tenga la edad de
la gente.
Pues yo creo que el vestido que lleva ahora es
de niña chiquitita, de cinco o siete años, o sea de mi edad. Y que luego vendrán
los pantalones, las faldas cortas, las minifaldas, los escotes... y luego las
faldas rectas de por debajo de la rodilla con una rebequita, y al final las
batas cuando una y el mundo sean viejos.
Debe ser eso por lo que veo cosas tan
desconcertantes y erráticas, y que son iguales que mi cabeza.
Seguro. El mundo tiene la edad que cada uno
tenemos.
II
¿Y qué? Mi rincón es acogedor, calentito, las
zapatillas se arrastran acariciando el suelo, mis gatos ronronean por las
camas, se hacen nido en los sillones; la cocina huele a cáscaras de naranja, de
plátano, de manzana; está medio dormida y en las habitaciones los edredones abren
la boca y tienen sueño, luego se resbalan y suenan blanditos, y los grifos
entonan la melodía del medio abrir, mis libros son libres y se acuestan en
baldas, en mesas, en sillas, se visten desafiantes de columnas casi hasta el
techo, se abren y te cuentan historias de esas que no terminan. Yo corro
desnuda por la casa como mujer primitiva en verano, y en invierno me echo una
manta encima, tan calentita como estufa que me arropa.
Un silencio envuelve todas las habitaciones. El
brillo no agrede, nada recuerda a los militares ni sus normas, la casa está
relajada, no tiene ansiedad, la mesa no se quita pues es multicultural, se
quedan haciendo la sobremesa el gazpacho con las judías, los restos de chuletas
con las espinas del pescado, los tomates al lado de las medias manzanas, el
café a medias, las servilletas no presumen de blancura ni de cara joven. Es
todo tan cálido, me muevo tan sin esfuerzo por las horas, que no noto el tiempo
sobre mis hombros dándome órdenes y dictando normas.
Pero está la tarde de abril, están los álamos
verdes, los geranios despuntan en el prado de enfrente, las margaritas
acostadas ríen y ríen, el frigorífico de la vecina tiene yogures, salmón, aguacate,
pimientos, sardinas, calamares, mantequilla, leche, bacalao. Todo guardadito
para que no se estropee. Y huele a hambre de pan recién salido del horno,
hambre buena, aceite en la aceitera, tomate recién triturado. No hay moscas,
ningún insecto, y ni pensar en cucarachas ni ratones.
Pero en mi casa soñolienta si se pone el
uniforme hay esfuerzo, y la señora del pijama y sin un diente tiene que
agacharse y levantarse del suelo, mover sillones, mesas, espejos, sillas, platos.
Y yo, salir de la cama para abrirle y pensar, pensar, a ver qué limpia ahora, y
ponerme como un soldado a organizar un día de cuartel, y estar alerta y firme
para mandar, y mis gatitos asustados sin encontrar un sitio arropadito y blando
como una magdalena de mi pueblo, no la de Proust, que debe estar ya acartonada
de años y siglos.