Emilia

Por Stella Galazzi

Joven Campesina, Berthe Morisot, Musée Marmottan, París

Emilia sale a caminar por el campo y piensa en él, el de sus sueños, el que aún no conoce, el perfecto, el que camine a su lado, la abrace con pasión y la escuche.

Su madre habla mucho, pero nadie la escucha. Pasa de la cocina al cuarto de planchar, del lavadero al gallinero, siempre murmurando; solo los animales parecen entenderla porque se acercan y la rodean cuando les grita. La gente de la casa, no; salvo cuando llama a la cena o indica dónde está guardada tal o cual cosa.

Su padre “ama el silencio”, es lo que dice cada noche cuando enciende la radio y se sienta al lado para oír las noticias o el partido.

Cuando está en la casa, Emilia no habla, circula muy próxima a las paredes para no llamar la atención; a veces su pollera almidonada roza las piedras de la estufa y su padre gira la cabeza disgustado.

Ella no entendía qué atributo había enamorado a su madre, hasta que un día vio salir a su padre del bar del centro; el único bar decente, dicen en el pueblo. Lo vio salir con otros hombres riendo y charlando casi a los gritos; afable, ágil, moviendo las manos en el aire, bajando con un solo movimiento los dos escalones hasta la vereda. Lo vio joven, como si hubiera viajado en el tiempo, y Emilia se ocultó al divisarlo. Lo espió desde una vidriera, como si lo hubiera descubierto en un acto obsceno. Como si lo hubiera visto desnudo.

Ella no quiere estar en su casa donde todo es hacer, ordenar, barrer, limpiar el cuarto, estudiar con los libros del colegio, escribir en la carpeta. Sentarse a leer una novela que consiguió prestada, está mal visto.

Es “perder el tiempo en fantasías”, “llenarse la cabeza de pajaritos”; así dice su madre y refuerza lo que dice deteniendo el paso, separando los brazos del cuerpo y elevando los ojos como una mártir para que le quede claro el destino que le espera.

Entonces la chica dice que se va a estudiar con Sarita, la amiga aceptada por ser la hija del farmacéutico.

Pero, en cambio, cruza el pueblo y camina por el campo bordeando el arroyo. Se lleva la novela y la lee debajo de un sauce.

Tampoco entiende qué fue lo que enamoró al padre, y ha esperado mucho tiempo una revelación como la del bar que nunca llega.

Solo las fotos de juventud de los dos, sobre todo la del compromiso, donde su madre reía feliz con la cabeza apoyada en el hombro de él y la mano del padre aferraba con fuerza el hombro de ella, varios años más joven, como un trofeo que no estaba dispuesto a soltar, le hizo intuir el motivo.

Emilia comienza a escribir en un cuaderno a medio usar del año anterior, decide armar un plan de escape.

Dibuja a la madonna del sufrimiento, su madre cuando le ilustra el futuro, y le pega al lado una cara sonriente que recorta de una revista, pone frases que alguna vez oyó de su madre o de otras mujeres.

Los hijos te secan

Los años matan el amor

Soy burro de carga

La casa te consume

Solo quieren estar bien atendidos

Si quieren encontrarme, estoy debajo de estos kilos

Si pudiera volver el tiempo atrás, no me caso ni tengo estos hijos

Por buena que seas, no esperes nunca recompensa ni agradecimiento

Los hombres son unos afuera y otros adentro

No escribe todas los dichos que escuchó: hay algunos denigrantes, que no dejan ninguna escapatoria, como ovejas en un corral con lobos. Frases que rebajan, humillantes.

Entonces del lado de la figurita sonriente pone deseos. Sus propios deseos.

Seré madre si quiero

Si decido tener hijos, nunca serán una carga

Haré de mi vida lo que quiera

Mi novio me aceptará así o no será mi novio

Leeré y miraré lo que me guste

Desde que decidió escribir, el cuaderno es el refugio donde se sumerge cuando no aguanta más. Cuando ese silencio cargado de voces -como velorio concurrido donde nadie entiende por qué la muerte se llevó lo que era hermoso- la oprime.

Ese cuaderno le acorta el tiempo que le resta hasta ser mayor, y será lo único que se lleve cuando se vaya del pueblo.