Queremos tanto a Birgitte

Por Silvina Quintans


“Mirala, vas a creer de nuevo en la política”, recomendé a una amiga ni bien vi que Borgen: Reino, poder y gloria (una suerte de cuarta temporada de Borgen) estaba subida a la plataforma. Pero a medida que los capítulos avanzaban,  la simpatía por Birgitte Nyborg (Sidse Babett Knudsen) se enrarecía: el pragmatismo se apodera de  nuestra candidata en esta nueva etapa de la serie. Diez años después, la primera ministra danesa progre y resiliente fundadora de un partido político con perspectiva de todo-lo-que-está-bien de las temporadas anteriores negocia entre sus convicciones y la realpolitik. No en vano las citas de Maquiavelo y Sun Tzu al comienzo de varios capítulos.  

Algo más arrugada pero siempre espléndida, Birgitte no perdió el porte, el carisma sigue intacto y se la ve aplomada en su cargo de ministra de Relaciones Exteriores de un gobierno de coalición encabezado por Signe Kragh (Johanne Louise Schmit), otra mujer en el poder. Pero estas cualidades van de la mano de decisiones implacables, mirada de hielo y  sonrisa reservada solo para las cámaras: los años de política endurecieron a nuestra protagonista que va deponiendo sus ideales para mantenerse en su sitial.

¿Qué pasa con las mujeres que llegan al poder? ¿Qué pasa con las mujeres que pasan los 50? ¿Cuáles son los cruces de la vida personal con las ambiciones profesionales? Todas estas cuestiones se adivinan detrás del complejo entramado de la serie que sigue las intrigas y los conflictos que plantea para Dinamarca el descubrimiento de petróleo en Groenlandia, un territorio todavía sometido a una política colonial. Los intereses y las intromisiones de las grandes potencias, las ansias independentistas de un pueblo sojuzgado, las tensiones raciales y culturales, el colapso ambiental y los intereses económicos,  son los conflictos sobre los que Birgitte surfea con habilidad, pero que ponen en jaque los principios de su partido.

Si en las primeras temporadas veíamos formas ingeniosas -algo idealistas, es cierto, pero en una ficción deberíamos permitirnos al menos eso- de plantear temas de género (más de una vez la protagonista debe optar entre su vida personal y su vida laboral), política ambiental (memorable el capítulo sobre los feedlots de cerdos) o desigualdades (la serie se inicia con una disputa por temas migratorios), en esta segunda fase, diez años después, los intereses económicos y geopolíticos detrás del petróleo y la competencia con una mujer más joven que ocupa el cargo de Primera Ministra cuestionan los valores con los que Birgitte llegó al poder.


Los conflictos, sin embargo, son la punta del iceberg que emerge detrás de la persona que con gestos mínimos está atravesando una etapa compleja de su vida. A los 53 años Birgitte siente que envejece y que la mirada social implacable comienza a condenarla por su edad; se aferra entonces a su cargo, al poder que da sentido a su vida. No sabe qué sucederá con ella si se queda afuera de la política: separada, con sus hijos fuera de casa, dedica 16 horas diarias a su trabajo, duerme con la computadora sobre la falda, coquetea torpemente con un hombre más joven y dice que está feliz porque en esta etapa no debe compatibilizar su trabajo con la maternidad ni rendir cuentas a nadie. Su ex -tan previsible- formó pareja con una mujer a la que lleva diez años y espera otro hijo a los cincuenta y pico;  ella lo abraza con mirada condescendiente al enterarse, como si la conmoviera aquel intento masculino de adueñarse del espejismo de la juventud. La misma juventud que Birgitte siente que se escurre mientras se quita un pelo rebelde de la barbilla,  se cambia camisa tras camisa para combatir los sofocos,  tira el último paquete de tampones a la basura (sin sospechar que pronto volverá a necesitarlos en esta etapa tan voluble que es el climaterio). Para una mujer acostumbrada a controlar su vida, los calorones y las alteraciones en el humor son todo un desafío, pero cuando pide a su ginecóloga medicación para aliviarlos, la médica le sugiere que acepte los cambios que le impone la naturaleza.

El paso del tiempo no está bajo su control y la separa de viejas y nuevas generaciones: su hijo Lucas, que a los veinte comienza a militar con ingenuidad por una política ambiental; la primera ministra que ventila su vida cotidiana en Instagram; su mentor, Bent Sejrø,  entrado en años, que sigue siendo su cable a tierra, lúcido en su falta de lucidez. Los errores de su vástago -tal vez por exceso de idealismo- ponen otra vez el foco sobre la maternidad, siempre sometida al escrutinio ajeno: el hijo se equivoca porque tiene una mala madre, vociferan las redes. Las redes sociales también torturan a Katrine Fønsmark (Birgitte Hjort Sørensen), antigua asesora de prensa de Birgitte, que ahora es directora de un equipo de noticias y enfrenta críticas feroces de los seguidores por despedir a una de las presentadoras. Las redes imponen su lógica sobre las decisiones de otra mujer que lucha por mantener su autoridad.

“El futuro tiene cara de mujer”, se llama el primer capítulo, una frase edulcorada que parece solo una etiqueta frente a la confrontación de mujeres poderosas en la política y el periodismo que retrata la serie. Sin embargo, el tiempo -además de corroer- suaviza asperezas, suma perspectiva y sabiduría a las relaciones. La sororidad también es un aprendizaje: mujeres que van aprendiendo a ejercer el poder, a rescatar sus ideales, a salir de la alienación, a volver sobre el eje.

Y sí, después de tantos años y de ver la serie hasta el final, volvería a recomendarle a mi amiga: “Mirala, vas a creer de nuevo en la política”.