Por Silvina Quintans
Algo más arrugada pero siempre espléndida, Birgitte no perdió el
porte, el carisma sigue intacto y se la ve aplomada en su cargo de ministra de
Relaciones Exteriores de un gobierno de coalición encabezado por Signe Kragh
(Johanne Louise Schmit), otra mujer en el poder. Pero estas cualidades van de
la mano de decisiones implacables, mirada de hielo y sonrisa reservada solo para las cámaras: los
años de política endurecieron a nuestra protagonista que va deponiendo sus
ideales para mantenerse en su sitial.
¿Qué pasa con las mujeres que llegan al poder? ¿Qué pasa con las
mujeres que pasan los 50? ¿Cuáles son los cruces de la vida personal con las
ambiciones profesionales? Todas estas cuestiones se adivinan detrás del
complejo entramado de la serie que sigue las intrigas y los conflictos que
plantea para Dinamarca el descubrimiento de petróleo en Groenlandia, un
territorio todavía sometido a una política colonial. Los intereses y las
intromisiones de las grandes potencias, las ansias independentistas de un
pueblo sojuzgado, las tensiones raciales y culturales, el colapso ambiental y
los intereses económicos, son los conflictos
sobre los que Birgitte surfea con habilidad, pero que ponen en jaque los
principios de su partido.
Si en las primeras temporadas veíamos formas ingeniosas -algo idealistas, es cierto, pero en una ficción deberíamos permitirnos al menos eso- de plantear temas de género (más de una vez la protagonista debe optar entre su vida personal y su vida laboral), política ambiental (memorable el capítulo sobre los feedlots de cerdos) o desigualdades (la serie se inicia con una disputa por temas migratorios), en esta segunda fase, diez años después, los intereses económicos y geopolíticos detrás del petróleo y la competencia con una mujer más joven que ocupa el cargo de Primera Ministra cuestionan los valores con los que Birgitte llegó al poder.
El paso del tiempo no está bajo su control y la separa de viejas y
nuevas generaciones: su hijo Lucas, que a los veinte comienza a militar con ingenuidad
por una política ambiental; la primera ministra que ventila su vida cotidiana
en Instagram; su mentor, Bent Sejrø, entrado
en años, que sigue siendo su cable a tierra, lúcido en su falta de lucidez. Los
errores de su vástago -tal vez por exceso de idealismo- ponen otra vez el foco
sobre la maternidad, siempre sometida al escrutinio ajeno: el hijo se equivoca
porque tiene una mala madre, vociferan las redes. Las redes sociales también
torturan a Katrine Fønsmark (Birgitte Hjort Sørensen), antigua asesora de
prensa de Birgitte, que ahora es directora de un equipo de noticias y enfrenta
críticas feroces de los seguidores por despedir a una de las presentadoras. Las
redes imponen su lógica sobre las decisiones de otra mujer que lucha por
mantener su autoridad.
“El futuro tiene cara de mujer”, se llama el primer capítulo, una frase edulcorada que parece solo una etiqueta frente a la confrontación de mujeres poderosas en la política y el periodismo que retrata la serie. Sin embargo, el tiempo -además de corroer- suaviza asperezas, suma perspectiva y sabiduría a las relaciones. La sororidad también es un aprendizaje: mujeres que van aprendiendo a ejercer el poder, a rescatar sus ideales, a salir de la alienación, a volver sobre el eje.
Y sí, después de tantos años y de ver la serie hasta el final, volvería a recomendarle a mi amiga: “Mirala, vas a creer de nuevo en la política”.